lunes, octubre 24, 2011

 

EN LA REVISTA IBERO



El número 16 de la revista Ibero, correspondiente a los meses de octubre-noviembre de 2011, contiene un artículo mío. El tema eje de la publicación es "Libertad de expresión y derecho a la información", y suma colaboraciones de Miguel Carbonell, Mario Campos, Carmen Aristegui y Érick Fernández, entre otros. Puede ser leída en línea aquí, pero de todos modos les acerco en este blog el texto de mi cosecha. Nota: la foto que encabeza este post fue tomada por mi hija Renata en el lecho seco del río Nazas, sitio que en los años recientes se ha convertido en tiradero no sólo de basura. Agradezco la invitación que me hizo el maestro Juan Domingo Argüelles, director editorial.

Lo que el plomo se llevó: La Laguna en tiempos de espanto

Jaime Muñoz Vargas

Como en casi cualquier otra región del país, el trabajo periodístico fue durante muchos años una actividad que en La Laguna implicaba riesgos mínimos. En general, los periodistas gozaban del ambiguo reconocimiento que la sociedad les atribuye a los oficios “raros”: un periodista entonces era aquí cierto husmeador de asuntos políticos, sociales, culturales, deportivos, un tipo que ganaba medio mal, o muy mal, pero sabía arreglárselas para conseguir el “extrita” gracias a su “poder”. No faltaba pues que, pese a la mala imagen ganada por concepto de corrupción, por compra-venta de “la pluma”, el trabajador de la información fuera respetado y a veces, por qué no decirlo, temido.
El esquema cambió en los años recientes, esto con la irrupción de la violencia sin coto en la región del Nazas, que es la misma operante, como sabemos, en gran parte de México. Aunque la amenaza real, tangible, contundente y efectiva comenzó a pender sobre todos —ricos y pobres, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, cultos e ignorantes—, el gremio periodístico se vio particularmente amagado por las borrosas fuerzas del hampa que disputan la plaza lagunera.
Nadie muy visible y por lo tanto tampoco accesible, que yo sepa, puede describir con perfección y credibilidad el viscoso cuadro de grupos violentos que desde 2006 amedrenta a La Laguna. Se afirma, grosso modo, esquemáticamente, que Torreón pertenece a un cártel y Gómez Palacio (en Durango, segunda ciudad más importante de la región lagunera), a otro, de ahí que la feroz pugna tenga como Franja de Gaza el lecho seco del río que divide ambos municipios. Todo es, para la población, un mar de conjeturas y rumores, de especulaciones y verdades harto vacilantes. El caso es que la violencia comenzó a crecer tras la declaración formal de combate al narcotráfico planteada en 2006 por el actual gobierno de la República.
Poco a poco, o ni tanto, las huellas de la violencia fueron apareciendo en casi todos los rumbos de la comarca. No quiere decir esto, por supuesto, que antes no hubiera signos de violencia. Los había, claro, pero en la dimensión estándar de cualquier ciudad en la que, pese a los hechos de sangre, se puede transitar a cualquier hora, incluso durante las madrugadas. Eso cambió, como digo, en los primeros meses de 2006. De la noticia sanguinolenta y esporádica pasamos a la nota diaria, a veces con previa narcomanta, sobre ejecutados, encajuelados, secuestrados, torturados, encostalados y, ya hoy, desmembrados y degollados, es decir, en La Laguna escalamos vertiginosamente al súmmum de la barbarie no aislada, sino diaria y cada vez más numerosa.
En tal escenario, la reacción de la sociedad civil ha sido el enconchamiento, la búsqueda de refugio en las casas de cada cual. Los grupos empresariales y de comerciantes, por su parte, han ofrecido una respuesta tibia e intermitente, sólo con alguno que otro “pico” de exigencia muy parecido, aunque en el plano local, al que se dio tras el crimen perpetrado contra el hijo del empresario Alejandro Martí. De los grupos religiosos se puede decir lo mismo: alusiones vagas y esperanzadas en los sermones, y no más. Por su parte, los intelectuales, los artistas han alzado su voz y en los años cercanos organizaron en Torreón dos festivales artísticos por la paz que si bien no calaron hondo, al menos tuvieron un valor testimonial digno de atención. Las autoridades municipales, estatales y federales, por su parte, convergen en el mismo discurso que oímos a diario en todas partes: es lamentable lo que pasa, pero la lucha continúa y todo el peso de la ley caerá sobre los culpables de cualquier ilícito.
Salvo en el caso de las autoridades, no veo ilógica la primera reacción de la sociedad, los empresarios, los religiosos y demás. Fue tan sorpresivo el huracán de la violencia que de golpe lo primero que hemos hecho casi todos ha sido cerrar puertas y ventanas (no exagero: un altísimo número de casas perdieron sus fachadas por la situación, ya que sus dueños decidieron arropar las viviendas con bardas que restan estética pero añaden algo de seguridad). Visto que las autoridades no han podido con el problema y sólo suministran discursos de consolación y compromiso huero, todos los grupos sociales, organizados o no, han mantenido a raya su molestia y han optado por un silencio que es fruto directo del pavor y la impotencia. El razonamiento es simple: si el Estado, con armamento y legitimidad para usarlo no ha podido con el paquete, ¿qué puede hacer el ciudadano de a pie por más que crea tener poder e indignación? Ante la inseguridad extrema, la impotencia extrema y su derivación irremediable: el silencio extremo.
Insisto: los llamados “malos” no están jugando en La Laguna. Las muertes cunden y es hora que siguen apareciendo, con cualquier método de aniquilamiento, por todos los recovecos de la región. El colmo, la sima de este boquete a nuestra habitual tranquilidad, se dio en 2010, año en el que se sucedieron al menos cuatro masacres con tintes terroristas. En bares, “quintas” y otros espacios de reunión conocidos como “antros”, además de un centro de rehabilitación para jóvenes drogadictos, el hampa asentada en el terruño mostró que la cosa iba más en serio de lo que creíamos. Sin mayor aviso, una noche cualquiera de principios del 2010, un bar cercano al mercado de abastos torreonense fue atacado por un comando que empleó armas de alto poder para tumbar a todos los que atravesaron en el camino de las balas. Luego pasó algo similar en otro establecimiento del mismo giro. Después, uno más en una quinta campestre. Y, por si fuera poco, otro en el mencionado centro de rehabilitación. En todos los casos la friolera de caídos fue mayor de diez personas.
Eso sembró no el miedo, sino el terror, un terror que luego se tradujo en la pérdida casi entera de la vida nocturna regional. Decenas de bares y restaurantes han cerrado por falta de clientela o miedo obvio de los dueños, esto con el consecuente menoscabo de la economía movilizada por el esparcimiento nocturno: taxistas, meseros, cantineros, cocineros, acompañantes, prostitutas, vendedores de flores, músicos, dueños de salones de fiestas, comerciantes de alimentos, corredores de bienes raíces y un largo etcétera fueron atrozmente golpeados en sus bolsillos por la violencia, al grado de que hoy se da en La Laguna un tácito toque de queda más o menos a partir de las nueve de la noche. Todo el dinero que fluía en la “fiesta lagunera”, una fiesta real, pues es de muchos sabido que la gente de esta región es pachanguera, dispendiosa y compartida, fue puesta en la lona por las balaceras frecuentes y sorpresivas.
En este escenario, la voz crítica del periodismo local, que de por sí no era muy aguda en tiempos de paz, quiso al principio maniobrar para que la información fluyera como si viviéramos todavía en los terrenos de la normalidad. Poco tiempo pasó para que los diarios, las televisoras y las radiodifusoras cambiaran parte de sus prácticas. Lo primero que desapareció fue la firma de los reporteros. En vez de que las notas fueran signadas por fulano de tal, los periódicos optaron, para bien, por protegerlos y comenzaron a firmar “Por la Redacción”. Luego, en el difuso trajín de los grupos violentos, algunos medios y periodistas recibieron amenazas. Un grupo u otro, daba lo mismo, ordenaban que tal o cual nota no saliera o lo contrario, que apareciera con todas sus letras. Como los informadores quedaron en medio de la siniestra rebatinga por el poder, algunos medios decidieron no acceder a las presiones y continuaron defendiendo su independencia. Después, casi de inmediato, no hubo medio que de alguna manera no fuera atacado, o al menos rozado, por la agresión directa. El Siglo de Torreón recibió granadazos en su puerta principal; Noticias de El Sol de La Laguna (de OEM), fue víctima de rafagueo con metralletas; y La Opinión Milenio (hoy Milenio Laguna) perdió arteramente a Eliseo Barrón, reportero de policiales. La consecuencia de estos atentados fue la previsible: mientras los gobiernos municipal, estatal y federal no garanticen seguridad, las notas sobre violencia de calibre subido dejarán de aparecer o aparecerán tratadas como si no fueran terribles, como con desenfado, lo que torna urgente la cobertura que puedan hacer los medios fuereños, sobre todo los de la capital del país en sus espacios editoriales. Una prueba de censura o autocensura, no se sabe, fue lo que pasó recientemente (escribo esto a mediados de septiembre de 2011) en el municipio de Matamoros, Coahuila, también perteneciente a la región lagunera. Transcurría la tarde del domingo 11 de septiembre cuando la pequeña ciudad oyó el estallido de una balacera descomunal, de varios minutos y de consecuencias imprevisibles. Todo quedó paralizado, los vendedores de la plaza principal recogieron sus puestos y el comercio bajó sin demora sus cortinas metálicas. El pueblo se afantasmó como Luvina, el ranchito de Rulfo. La noticia corrió por las redes sociales, sobre todo por Twitter, y nadie ignoró lo ocurrido, pero al día siguiente los medios no dijeron nada por razones que otra vez quedaron en el misterio. Reptó entonces el rumor sobre el número de muertos y demás, consecuencia directa de la desinformación.
El panorama entonces es confuso, podríamos decir que hasta inextricable. Quizá las autoridades militares o los propios delincuentes sepan bien a bien qué pasa en realidad. Pero la población en general y los medios de comunicación, como podemos suponer, sólo conjeturamos y tratamos de vivir al día, con la vida como en préstamo y esperando que la monstruosidad de este momento tenga pronta conclusión. Lo malo es que, como dice el ranchero de por acá, a esto no se le ven trazas de mejorar.





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