domingo, abril 17, 2011

 

TYSON CONTRA TYSON



Hacia 1987 aproximadamente, Gilberto Prado Galán, Gerardo García Muñoz y yo rentamos una casa en la colonia Nueva Los Ángeles, de Torreón, para celebrar en ese recinto nuestros aquelarres literarios. El mobiliario era casi miserable: constaba sólo de una mesa, unos sillones y una estufa. Las habitaciones jamás tuvieron un mueble, pero no nos importó, pues sólo usábamos el área de la sala para conversar sobre literatura y, por supuesto, para beber.
Durante esos meses de gloria nos dimos el lujo de organizar también allí, con Saúl Rosales a la cabeza, las sesiones sabatinas del taller literario y no fueron escasos los visitantes que sumaron sus presencias y fueron testigos de los extraños saturnales. Desfilaron en ese nicho cómico-literario-musical, si mi recuerdo no miente, Enrique Lomas, Pablo Arredondo, Salvador García Cuéllar, Flavio Becerra y otros cuates, además de algunas chicas que pepenábamos en la calle o en las escuelas donde dábamos clases, esto con el utópico fin de conquistarlas, lo que jamás ocurrió de manera más o menos sistemática. Nos cooperábamos para la cerveza y las frituras, pero además yo llevaba comida que le pedía cocinar a mi mamá, y usaba la solitaria estufa para recalentar tandas de burritos u otras modestas viandas; nadie, por cierto, decía que no a la tragazón cuando ya calaba el hambre debido al fragoroso insumo etílico. Gracias, como ya observé, a que en algunas ocasiones convidamos chicas, hicimos la hombrada (éramos tímidos, por eso la califico así) de bailar cumbias gracias a una mugrosa grabadora de casetes. Gilberto se distinguió por emular con soltura los arabescos pasos de Rigo Tovar y yo por ejecutar una especie de pasito tuntún que hizo historia por su total falta de gracia.
El experimento arrendatario nos duró varios meses, tal vez poco más de un año. Después volvimos a los cafés públicos, a los bares del centro, y la casa de la Nueva Los Ángeles pasó al olvido. Un momento que jamás olvidaré, empero, ocurrió allí y se relaciona con el asombro literario: fue el encuentro con la Historia universal de la infamia, de Borges. Ya he contado en otra ocasión que Gerardo García llevó una tarde ese libro en la edición de bolsillo publicada por Alianza Editorial. La portada no podía ser más inquietante: un rostro deforme, con un ojo saltón y pavoroso, con unos pómulos como de chicle Totito corregido y aumentado, daba idea del contenido turbio que albergaba el misterioso libro. Gerardo nos recomendó leer en voz alta “El atroz redentor Lazarus Morell”, tal vez la mejor pieza del conjunto. Quedé deslumbrado. Reímos al tope con las malicias verbales del argentino, con su peculiar enfoque de la infamia, con su estilo imbatible.
Apenas pude, leí completo el libro y no me quedó duda de que estaba ante una obra maestra. Poco después cayó en mis manos el Ficcionario publicado por el FCE. Allí, en esa antología borgesiana, el charrúa Emir Rodríguez Monegal, autor de la selección y de las notas, apuntó algo que yo ignoraba hasta entonces: la deuda de Borges con Vidas imaginarias, del francés Marcel Schwob. Pasó un tiempo, hallé Vidas imaginarias en una librería de viejo y comprobé que la Historia universal de la infamia era un producto derivado, genial sí, pero derivado del de Schwob.
Ya con esos datos a la mano, un buen día de 1991, ¡hace veinte años!, leí una nota sobre el boxeador Mike Tyson (a quien yo admiraba como púgil) y la agresión que perpetró contra cierta chica en el entorno de un certamen de belleza. Investigué un poco más (no había internet, todo debíamos hallarlo en papel) y articulé a pujidos mi primera “vida imaginaria”. Luego escribí dos o tres más con el propósito de armar un libro, pero como ha sucedido y sucederá con tantos proyectos en mi vida, ya no le seguí.
Publiqué la versión original de “Tyson contra Tyson” en brecha, la revista que fundó Jorge Torres allá por 1990, y la desempolvo ahora, exactamente dos décadas después, con levísimas enmiendas. Obvio que ya no concuerdo con mi prosa de aquellos años, pero eso es otro asunto y es inevitable sentir algo de pena retroactiva. Va pues y gracias de antemano si tienen la gentileza de llegar hasta el final.

Tyson contra Tyson

Jaime Muñoz Vargas

Por el box que hemos compartido,
este trabajito es para Rogelio Muñoz, mi padre

La crápula del box
El tamaño de los escándalos y su entreveración periodística autorizan el funcionamiento de la máquina imaginativa. Si es así, imagino un poco en torno a la verdad que nos acercan las agencias noticiosas. Escribo sobre el negrazo boxeador porque su vida evidencia, si no me equivoco, la ruda y estrepitosa vida de los boxeadores con renombre, más populares precisamente por sus licencias y bestialidades fuera del cuadrilátero que por sus hazañas deportivas. Porque un detalle resulta irrebatible: los pugilistas con mayor arrastre han sido siempre los rebeldes, los irredentos fuera del encordado. Tal parece que el morbo público los persigue y ellos se obstinan en satisfacerlo. La fama de Jack La Motta, para ejemplo, creció por sus amoríos con modelos de pellejo cotizado. El éxito de Muhammad Alí aumentó por sus justificadas bravatas antimilitares y sus boconerías contra el que estuviera enfrente. En México, semillero de púgiles sin gobierno, el ejemplo de ejemplos lo tenemos en la vida relajada y anárquica del Púas Rubén Olivares, símbolo de la grandeza boxística y del valemadrismo civil. En la comarca lagunera, Sigfrido Rodríguez, grande del terruño, golpeaba borrachines en la zona de tolerancia luego de haberse liado con lo más peligroso de su división, como Alexis Argüello, el bombardero de Managua. Hay muchos casos de estrellato polémico, y para comprobarlo con una rápida enumeración basta recordar al Chango Casanova, al Mantequilla Nápoles, al Gato González, al Manos de piedra Durán, al Toro de las pampas Monzón, quien por cierto hoy purga sentencia por haber despachado a su esposa con dos o tres puñetazos criminales. El último caso fue, quizá, el del Maromero Páez, quien apretó de gente las arenas por el circo que montaba antes y después de los pleitos oficiales. Pero en el inicio de este año las páginas deportivas recogieron el sanquintín del tysongate. Por curiosidad, acerquemos la mirada al cuchitril.

Primera atmósfera de Mike
En las canallas avenidas del Bronx, eterna jaqueca de Nueva York, los negros, los blancos y los cuarterones emprobrecidos reputan al sector como una jungla cosmopolita. Desde que pelan los primeros ojos, los mocosos del Bronx cultivan los dogmas elementales de su bestial convivencia: agredir, defenderse, sobrevivir entre la hostilidad que acecha en los pliegues y las esquinas de concreto. En esta tierra sin dios e hirviente de crápulas, los motivos para el zafarrancho pueden ser mínimos (una miradita, un empujón) o máximos (una linda hembra, un resquemor pandilleril, un paquete de coca o marihuana). Los jóvenes aprenden rápido el tenor de sus existencias. Sobre las convulsas calles y en los matreros callejones la muchachada pule el hábito de la violencia y del desquite. Todavía niños, practican su religión: tirar la primera piedra antes de que el otro llegue y les parta su puta madre. Como buenos salvajes, en poco se diferencian de las más iracundas tribus amazónicas. El ocio no se permite y los adolescentes, en el baldío, en el bodegón, descubren la destreza del revólver y el cuchillo, descubren los secretos de su belicoso paso por el mundo. Aquí la maldad no descansa y hay que andar prevenidos. Como en el monte, nadie sabe qué peligros hay detrás del árbol o la roca. En el tráfago diario, muchos son asaltados, muchos son heridos, muchos se van al más allá debiéndola y temiéndola. La sangre es un habitante común en estos rumbos. Inocentes viejecillas ven a diario cómo vuelan sus bolsos en manos de un veloz escuincle. Señoritas castas pierden su doncellez a fuerza de apretujones y endilgado besuqueo. Hordas de caníbales urbanos se despedazan por la defensa de un territorio para las andadas. Jóvenes aún con espinillas amanecen por ahí, tirados y con una descortés puñalada en la espalda o un balazo rencoroso en la nuca. Alguna matanza numerosa ilustrará mejor que nada el calibre de los fervores asesinos que afaman al Bronx. El cinematógrafo, puntual cronista de nuestros tiempos, ha querido reflejar la contumaz inhospitalidad de esa selva (recordemos a Charles Bronson, el “vengador anónimo”, en busca de pelafustanes dentro de las madrigueras neoyorkinas). Por televisión, infinidad de episodios nos han enseñado las vicisitudes de un servicio policial permanentemente atareado en imponer su ley ante los jovenzuelos bárbaros. Las correccionales y los separos siempre tienen un superávit de visitantes sin deseos de escarmentar.
Pues bien, en ese mundo desordenado y perverso anda un negrillo que se distingue en su grupúsculo por muchas peculiaridades: una descomunal fuerza física, una valentía sin trabas y un ingente deseo de triunfos hamponiles. Además —y aunque apenas es adolescente— ya le cuadran las chamacotas y en más de una ocasión le ha tocado el trasero a cualquier caminante desprevenida. Mike, con sólo doce años, estima borrosamente que tiene dos grandes vicios, a saber: los pleitos a mano limpia y las mujeres (a mano limpia también). Aún ignora que su destino será generoso y le reserva infinidad de bofetadas y muchachas, en ese orden. En los guantes y en las faldas, respectivamente, estarán cifrados su ascenso y su caída.

Mike sale del excremento
Hasta los trece años, sólo era un negrillo más, vago y marrullero como tantos en los recovecos de Brooklyn, Harlem, Catskill o el Bronx. Su rastro genealógico es nebuloso, oscuro como su tez. Sabemos escasamente que Michael Gerard Tyson Smith arribó al mundo el 30 de junio del 66. Jim Kirkpatrick, padre olvidadizo o sinvergüenza, dejó su licor seminal en la madre de Mike y se largó a proseguir su labor de semental desobligado. Del señor Kirkpatrick queda sólo eso, un apellido que es mejor no recordar. Como muchas otras abandonadas y pobres, la señora Tyson poco pudo encarrilar las vidas de sus tres vástagos, entre ellas la del pequeño Mike. Así pues, mientras la triste señora pepenaba algunos sufridos dólares en donde fuera, los muchachos encontraron una tutora: la calle. Pronto la familia se desperdigó y Mike, sin saberlo siquiera, era ya un desorientado mocoso en la amplitud del méndigo universo. Estaba solo, absolutamente solo, y sin nada en los bolsillos, ni en la cabeza, ni en el corazón. Pero Mike poco lloraba con su vida telenovelesca. Al contrario, amaba la calle y le servía para desquitar, quizá inconcientemente, las injusticias que le impusieron desde su nacimiento. Apenas era un adolescente y ya su currículo delictivo, como pocos, demostraba su enorme potencial de vándalo citadino. Atracos, riñas e inmoralidades estaban asentados en la inverosímil ficha del muchacho. Aunque era el más joven de su banda, se dice que en los robos él era el encargado de sostener la amenazante pistola. De alguna manera, Mike llegó a negar lo anterior: “Por favor, no piensen que realmente era un criminal. Yo robaba, pero había otros que hacían cosas peores, como matar”. Con su característica sinceridad, Mike aceptó robos y demás, pero no permite que se le achaquen siniestros mayores, es decir, asesinatos, uso de armas letales. El negrito, es obvio, hacía vida callejera. Ahí, en la calle, comía, ahí dormía, ahí desahogaba sus menesteres orgánicos. Las banquetas y las casas abandonadas eran de su propiedad. Por sus tropelías, muchas veces lo enjaularon. Mike era visitante asiduo de reformatorios y separos policiacos. Cuando lo dejaban salir volvía a su rutina de pillajes. Los que lo conocieron en esas correrías llegaron a creerlo incorregible. Mike, por otro de sus ilícitos, fue internado en la Tyron School de Nueva York. Ahí su comportamiento caía en hondas depresiones, pero, de repente, su carácter entraba en profundas etapas de iracundia. Para controlar sus enfados era necesaria la fuerza de varios cuidadores que lo recluían en una celda solitaria hasta que bajaba la adrenalina al furibundo osezno. Paradójicamente, al entrar al internado Mike salió de la mierda callejera. La curiosidad, y su naturaleza agresora, llevaron a Mike a calzarse los guantes de boxeo. Entonces pasaba largas horas acostado en la cama de la correccional para menores. Soñaba con dos aspiraciones fijas: boxeo y mujeres. Pero cómo. Hasta que un buen día apareció su redentor, un manager sesentón llamado Constantino Cus D’Amato, quien remolcó a Mike hacia lugares menos pestilentes.

Box y buenos modales para Mike
Estamos en el gimnasio instalado en la azotea de la estación de policía de Catskill. Cus D’Amato observa cómo hacen rounds de exhibición algunos jóvenes detenidos por fechorías diversas. Sube al cuadrilátero un treceañero musculoso y chaparrón. D’amato hace una pregunta a un espectador contiguo. Le contestan que el muchacho ése responde al nombre Mike, lo han detenido más de cuarenta veces a sus trece años, está internado en la Tryon School y apenas comienza a practicar guantes. Cus, atónito, mira al negrito. Analiza sus movimientos, examina su reciedumbre, cata su agilidad, pondera su valentía. D’Amato, boquiabierto, hace cálculo mentales: aún espinilludo, el bisoño pugilista despacha —no despacha: fulmina— al flan que le pusieron como adversario. Bastaron dos rounds para finiquitar el compromiso. Luego Cus bisbisea un comentario al espectador vecino: “Él será campeón de peso completo. Si lo desea, lo será”. Cuando termina el pleito, Cus se acerca a Mike, le da unas palmadas de felicitación y suelta elogios a su capacidad. El joven es arisco, pero al final acepta su primera oferta, accede a salir del internado bajo la tutela de Cus D’Amato. En una casa con más de diez recámaras, Mike vive en compañía de Cus, quien se convierte en su entrenador, casi en su padre. Mike ahora está lejos de las inclementes barriadas donde pasó los años iniciáticos de la malditez. Olvida el frío y el hambre. Pasa el tiempo de la indefensión y agarra confianza. Ahora tiene un padre, un consejero, un amigo que le desbroza el camino antaño espinoso y hoy más transitable. Los robos y las pendencias empiezan a parecer asunto demasiado pretérito. D’Amato destuerce, poco a poco, el burdo trayecto vital de Mike, quien por primera vez recibe afecto y, por tanto, cumple las órdenes que le dirige su maestro don Cus. Mientras tanto D’Amato confirma el tino de su adquisición. El jovenzuelo ostenta presencia física, experiencia pendenciera, deseo de billetes y fotografías, y lo más valioso de todo: tiene los testículos muy bien colgados para el oficio de los puñetazos. El viejo manager consumó su proeza con Mike. Lo sacó de la caca delictiva y lo metió en el gimnasio. Ahí, con paciencia de relojero, Cus le inculcó los rudimentos del pugilismo y, lo más importante, impartió modales de urbanidad al ríspido prospecto. En el sudoroso gimnasio, el negrito percherón azotaba costales y peras locas, hacía boxeo de sombra, gemía con lagartijas y abdominales sin tregua. En las peleas de ensayo lucía sus sobrehumanas facultades para destrozar. “¡El jab, Mike, suelta el jab, suéltalo!” “¡Súbe la guardia, Mike, súbela, carajo!” “¡Muévete, muévete, cintura, cintura, cierra esa salida, bien, bien, Mike!” Hecho ya un mocetón de 18 años, el negrito poco quería saber de la técnica, el estilismo boxístico no lo desvelaba mucho. Él se sentía fajador y sólo quería pegar, acribillar, destruir con los nudillos a las peritas en dulce que le pusieran como oponentes. Lo más insólito de todo es que lo lograba. Sin ser un dechado de técnica en el tomaidaca propio del pugilismo, el negrito espantaba a sus rivales, los sparrings, en el cálido gimnasio. Pocos aceptaban medirse, aun en los entrenamientos, con ese artillero bárbaro que salió de quién sabe cuál escondrijo del suburbio neoyorquino. En resumen, Cus D’Amato había encontrado una joya para el deporte de las narices aplastadas; su nombre era Mike, un joven negro con alma de cavernícola, cabeza cúbica, ojos de matón, encías chimuelas, cuello de buey, pecho de Partenón, espalda de refrigerador, cintura de bailarín, piernas de rinoceronte, puños de trinitrotolueno y hartas ganas de hacer hartos billetes en la harto jugosa industria del boxeo. Los primeros pleitos oficiales comenzaron a llegar y Mike, sobre el encordado, no defraudaría ni a sus rivales, quienes al verlo cerca se arrugaban de terror.

Tyson enseña la macana
En la mansión de Catskill, Camilla Ewald, cuñada de Cus D’Amato, atiende al manager y al boxeador precoz. Los dos andan embobados por el pugilismo. En todo tiempo, Cus explica, aclara, describe los elementos finos del primitivo oficio, y Tyson escucha como si fuera un hijo-alumno. Conocida la índole feroz del muchacho, Cus sabe que de poco sirven los consejos que le da sobre elegancia y técnica. El descomunal martillo que dios le dio resuelve muchos problemas de adiestramiento. Tyson, siempre con ropa deportiva, de todas maneras procura perfeccionar sus movimientos sobre la lona. Hoy mejora su guardia, mañana su bendig, pasado su ritmo y perneo. Poco a poco el ex pillo localiza su verdadero futuro: el fajín de la máxima división universal. Cada rato, Cus le recuerda a su pupilo: “Serás el campeón de peso completo más joven de la historia”. Entonces el chamaco, a solas, le da rienda a la ilusión. ¿Qué significa ser monarca de peso pesado? Híjole, fama, coches, joyas, viajes, entrevistas; ¿y mujeres?, las que quiera; mujeres, las que se antojen. Cerraba el paréntesis de las esperanzas y seguía tupiéndole al entrenamiento bajo la asesoría del viejo D’Amato, sabio en esto de preparar combatientes para las grandes aventuras sobre el ring. Sólo en 21 meses Tyson despachó 27 peleas en el ámbito amateur; todas las ganó con insólita facilidad. Eso le dio un fabuloso margen para que trepara, sin más ni más, al profesionalismo. El 6 de marzo del 85 se inauguró en el boxeo pagado. Nadie le hizo caso al bisoño peleador. Los diarios de Albano, Nueva York, apenas mencionaron, en un rinconcito de papel, que Tyson derrotó por KO en el primer episodio a un tal Héctor Mercedes, combate preliminar de una función sin mucho condimento. Pero así comenzó su ruta formal hacia el trono. Las primeras actuaciones de profesional rápidamente lo instalaron como serio aspirante al cinturón pesado. En sus 16 peleas de arranque nadie le aguantó más de cuatro episodios. Tyson salía a masacrar al adversario y, con sólo dos años de labor convencedora, recibió el chance de disputar la corona de mayor quilataje a Trevor Berbick en Las Vegas. Cabe traer un detalle de valor: en el 85, a los 77 de su edad, murió Cus D’Amato; esto, lejos de amilanar a su educando, le imprimió mayores arrestos. A la memoria de Cus —el casi padre— Tyson dedicaría su carrera destructiva en el pugilismo venal. El 22 de noviembre del 86, a los veinte años, cuatro meses y 22 días de nacido, Tyson obtuvo el cinturón al aplastar, en el segundo asalto, a un Trevor Berbick que anduvo, por los macanazos, como zombi antes de que le salvaran la vida parando la pelea. El negrito de Catskill, así, se convirtió en el más joven campeón de peso máximo en la historia de la barreta. Fue entonces cuando la televisión y los periódicos le concedieron un lugar honorífico. La fama, los billetes, las ofertas y todo lo demás comenzaron a empalmarse en el impetuoso estrellato del ex vándalo. La vida, después de lo anterior, no resultaba tan mezquina como pintó al principio. Los anhelos de Tyson comenzaron a cristalizar con la supremacía universal en su división y alguna buena hembra serviría para celebrar el buen momento.

Todo para Tyson
El relumbrón de la gloria boxística le sirve a Tyson para ganarse el afecto de la gente. Sin inmiscuirse en política promueve a los negros, sus amados negros, tan discriminados todavía por tanto hijodeputa sin color. El campeón forma tumultos en plazas públicas, visita colegios como la madre Teresa y graba comerciales antidrogas. El ex pandillero incrementa su fama ya de por sí espléndida. Es un muchacho ejemplar y bla bla bla. Los reporteros y los cazautógrafos lo asedian. Por supuesto, Tyson no es precisamente un intelectual. Con su rústica expresión oral concede entrevistas y arranca sonrisas con sus ligeros desplantes de soberbia. Muestra que también sabe ser polémico, controversial, pomadoso y picante. Por estos meses, es el bienquerido, el bienamado de los cuadriláteros yanquis. En sus ratos libres —muy escasos— aumenta su cultura boxística. Asiste religiosamente a la filmoteca de Jim Jacobs y coteja, con entusiasmo de chiquillo, parte de los 26 mil filmes sobre peleas. Admira sobremanera los documentos en celuloide de Jack Dempsey, Henry Armstrong, Muhammad Alí y Roberto Durán, el Manos de piedra panameño. También le agradan, para entrenarse, los churros de karate, las películas de terror y las caricaturas que su infancia no conoció. Su odio de cinéfilo se lo reserva al Rocky hollywoodense de Stallone, boxeador de mentiritas. En ese trajín público-privado se dan sus defensas del cetro mundial. Y todo le daba fama al negrito: desde sus declaraciones chuscas hasta su turbio pasado, desde su animal fortaleza hasta su peculiar vestimenta sobre el ring: siempre de negro y sin calcetines. Luego de agenciarse el campeonato contra Berbick, Tyson conservó el fajín al derrotar al Quebratahuesos Smith, a Pinklon Thomas, a Tony Tucker, a Tyrrell Biggs. En el 88 cobró venganza por un ídolo de su niñez —Mohammad Alí— al aplastar al costal Larry Holmes, quien había despedazado “al más grande” algunos años ha. Después cayeron Tubbs (en Tokio), Spinks, Bruno y Williams. Vaya encumbramiento que alcanzó Tyson al final de los ochentas: 24 años y ya ganaba todo lo que quería con su imagen y sus puñetazos. El presente y el porvenir tenían lindos colores para el ex rufián del suburbio neoyorkino y nada, óigase bien, nada podría decolorar su jubilosa carrera como gladiador de los encordados. Por su ejemplo, el orbe lo respetaba y pocos le regateaban algún comentario de admiración o derroche de aplausos a su magnífica bestialidad bien encauzada, paradigma de la superación personal que tanto celebra el siempre insatisfecho consumismo gringo.

Zancadilla a Mike
Los noventa comenzaron con un mal augurio. El 11 de febrero, Tyson defendería su corona, en Tokio, contra un ilustre desconocido: James Buster Douglas. Los momios indicaban, con una lógica apegada a las fojas de los dos peleadores, que el monarca retendría el cinturón sin mayores complicaciones. El público japonés, uno de los pocos que pueden pagar las enormes bolsas que exige Tyson, se muestra ansioso de ver por segunda ocasión al monstruo de color. Platica con las geishas, enfrenta simuladamente a los luchadores de sumo, convive con los niños. No cabe duda alguna: es una celebridad, uno de los deportistas más famosos del momento. Y lo merece, caray. Horas antes del pleito, Buster Douglas recibe un telefonazo desde Estados Unidos: “Murió mamá”, le dicen. El retador, pues, trepa al cuadrilátero cargando la losa de aquella enorme pérdida. Eso lo sublima, lo enardece, lo acicatea para que consiga el triunfo frente a la piedra que es Tyson. La riña es pareja, aunque Tyson logra conectar algunos golpes que le dan ventaja en las puntuaciones. A la mitad del compromiso, un buen mandarriazo del campeón sacude al oponente; la campana salva a Buster. Tyson sigue metiendo las manos con cierta facilidad. Douglas, inspirado, enardecido hasta la heroicidad, resiste como los hombres el ladrillo de Tyson; éste se desespera, se desconcierta, pues ya surtió su mejor repertorio y nada, el retador sigue de pie, y lo peor, ahora parece que va para adelante sin importarle lo que den. El encuentro está sabroso y Octavio Meyrán, réferi mexicano, cumple como es necesario. Miles de espectadores en el planeta miran el zafarrancho y se mordisquean las uñas. En el último tercio de la batalla, Tyson, poco acostumbrado a las distancias largas, anda un tanto desmejorado. Por el contrario, Buster Douglas se encrespa y agiganta su condición. El retador, entonces, ve disminuido al monarca y aprovecha para meterle una ráfaga de guantes. Podemos imaginar lo que sigue en cámara lenta. Tyson baja demasiado la guardia; el cansancio demora su accionar. Buster se ve mandón, entero. Aplica un lancetazo criminal de derecha, luego un zurdazo asesino y Tyson acusa el efecto de aquellas puñaladas: visita, por vez primera en su trayecto deportivo, la desconocida lona. Meyrán le da la cuenta de protección. Tyson, mirada vidriosa, se levanta para que le vuelvan a surtir una fábrica de puños en el rostro. El réferi paró la refriega. Douglas miró al cielo para saludar a su madre recién ida y Tyson, aún alelado por la felpa, baja la cabeza en rictus depresivo. No conocía las zancadillas en este negocio; pues bien, mucho gusto. Cayó el invictísimo y su palmarés quedó con 37 victorias y una vergonzosa debacle. Así son las cosas, ya veremos cómo salir de este agujero.

Nueva campaña de Tyson
El trago acérrimo pasó en poco rato. El ex bandolero de Bronx subió de nuevo al cuadrilátero y en un año (de junio del 90 a junio del 91), salió airoso de cuatro compromisos. Tillman, Stewart y dos veces Ruddock fueron sus contrincantes. Tyson hacía campaña para enfrentarse al campeón del momento, otra maravilla, un negrote con finta diabólica llamado Evander Holyfield. La pelea entre estos dos gorilas se posponía y se posponía. La gente de Holyfield armaba cien excusas para soslayar el pleito de los gigantes, y Tyson, mientras tanto, esperaba y esperaba, haciendo pasadero el aburrimiento con el gasto de su fortuna y el entrenamiento a medio gas, hasta que este cabrón de Holyfield le diera la oportunidad de disputar la corona, para que se viera quién era quién.

Tyson pepena beldades
El principal vicio de Tyson, quizá su único vicio, ya lo dijimos, siempre fueron las chamacas. Una hembra con sus cositas bien puestas era capaz de derretir al ex rufián. Con sus millones probó de todo. Hoy salía con una trompudita y caderona, mañana con una flaca de buen ver. Prefirió siempre a las delgaditas de piel acanelada. Lo enloquecían las morenas aeróbicas, esas chuladas que con solo caminar le alborotaban las hormonas. Tenía muchísimo dinero y no cometió el error de enamorarse. Para qué, si había miles de beldades listas para caer victimadas por su voracidad de Casanova. Su ocio estaba regido, ahora, por una sola obsesión: mujeres, mujeres, más mujeres. Pero con todo y su platal, Tyson batallaba para encontrar la satisfacción de su apetito. Muchas preciosuras le guardaban algo de miedo. El millonetas era tosco, medio brutal y cínico. Pero ni modo, un buen regalo de Mike compensaba la rispidez con la que se conducía. Muchas pasaban por sus armas y quedaban contentas con el regalo que Tyson les alcanzaba. Se reconocía, él mismo, como un mujeriego empedernido, y le daba gusto serlo, y tener los billetes para serlo, por algo se partía la jeta sobre el ring, ¿o no? La fama seguía en excelente nivel y el negro musculoso viajaba en una de sus limosinas con los vidrios ahumados. En un hotel de Indianápolis estaba en la etapa de traje de baño el certamen Miss América Negra, que reunía a los mejores cuerazos de la raza en los Estados Unidos. Tyson se enteró y fue a merodear la pasarela de los forros. Por dentro, al ver aquel espectáculo, su apetito aumentó. Mira nomás aquélla; y que me dicen de ésta; y ésa otra qué bárbara. Conversó con algunas, hizo propuestas, mandó regalos. La que más le gustó fue una escultura llamada Desiree Washington, chula como ella sola, mamacita. Tyson trató de seducirla con sus encantos en metálico. La piropeó con fervor, le regaló alguna enceguecedora sortija. Luego Desiree, ingenua y pretenciosa, tonta o arribista, no sabemos, aceptó salir con Mike, tan gentil muchacho. Ambos se pasearon en la refulgente limosina. Cenaron lo mejor que se puede cenar. Charlaron entre risas y choque de champañas. Entonces Mike la invitó a la suite del hotel. Desiree, un poquitín atolondrada por el lujo, aceptó. Ya en la habitación los hechos se tornaron borrosos. Sabemos vagamente que Tyson quiso lo que todos quieres a esa hora. Desiree, dicen, se negó. Dicen también que Tyson, en el grado máximo de la calentura, forzó los acontecimientos y ultrajó las decencias de la señorita Washington. El boxeador cumplió su capricho y se largó, sobreentendiendo que la señorita ésa (¿cómo se llama?) había quedado contenta con el obsequio del famoso personaje. Pasaron unos meses y Tyson buscó nuevos amores, pasajeros y fortuitos, como era su estilo, el estilo de un campeón que no se anda con pendejadas sentimentales y esas musarañas.

Te hablan, Tyson
Patricia Gifford, jueza del Tribunal Superior del Condado de Marion en Indianápolis, mandó llamar al señor Tyson. La señorita Washington, bien asesorada, lo acusa de violador. De pronto, el destino del ex pendenciero se vuelve a oscurecer. Los acusadores sostienen que Tyson atacó sexualmente, el 19 de julio del 91, a Desiree W., jovencita de 18 años, hoy lastimada para siempre en su moral y etcétera etcétera. Tyson, con su conocida sinceridad, aceptó que era un mujeriego, y señaló que Descree sabía con quién andaba. “No la violé en ningún sentido de la palabra. Nunca me dijo que parara o que le estaba haciendo daño”, aclaró el boxeador ante la corte. Sin embargo, las evidencias presentadas por la parte acusadora parecieron más convincentes al jurado mixto de ocho hombres y ocho mujeres. Descree narró los pormenores que se dieron aquella noche en el cuarto 606 del hotel Canterbury. Mientras tanto, la opinión pública estaba cimbrada sobre el relato de los hechos. Se habló de fuerza bruta contra la pobre universitaria, de estupro, de sexo oral y groserías verbales. La defensa sostenía un solo argumento: la joven sabía con quién estaba y aceptó tener relaciones con el señor Tyson. Ella negó. Los acusadores embistieron y dejaron mal ubicado al titubeante Tyson. Esta pelea la estaba perdiendo. Después de unas semanas, el estira y afloja se resolvió el 26 de marzo, día de la decisión, día de la sentencia.

Seis a la sombra para Mike
Seis años a la sombra fue la condena para el rijoso. Tyson fue hallado culpable de violación y perversión criminales. Hubo pedidos de libertad bajo fianza, apelaciones, pero parece, en estas fechas, que Tyson tendrá que aburrirse entre las rejas de alguna cárcel, quiera o no. Todavía declaró: “Espero lo peor. No sé si podré afrontarlo”. Con sinceridad, y algo de cinismo, indicó: “Temo. Pero no soy culpable de este crimen. No le hice daño a nadie, no hubo ojos amoratados, no hubo costillas fracturadas”. Al final pudo decir: “Me gustaría disculparme con ella, pero no está aquí. Sé que mi comportamiento fue algo vulgar”. El 27 de marzo Tyson pasó su primera noche de cárcel en el reclusorio de Plainfield. Fue confinado solo en una celda debido a sus explosiones de cólera y “súbitos cambios de ánimo”. En 45 días le asignarán una cárcel permanente. Si tiene buena conducta podrían condonarle tres de los seis años que le enjaretaron. Pero no sabemos cómo se vaya a comportar. Nunca sabremos cómo reaccionará Mike. Por lo pronto tiene 25 años y no ha dejado de pensar en el boxeo (ni en las mujeres). En la sombra tendrá tiempo para ansiar como lo hacía en los reformatorios. Boxeo y mujeres, mujeres y boxeo, ¿qué más puede caber en la cabeza de Mike Tyson?





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