lunes, abril 04, 2011

 

MANCHA SOBRE MI PADRE



Conforme me acomodo en el nuevo ritmo de mi trabajo literario y periodístico, he hallado más cancha para urdir historias de mayor calado y no tanto ya los maquinazos que impone el frenesí periodístico. Traigo pues, aquí abajo, un cuento de reciente hechura. He procurado relajar mis nociones sobre el género y escribir, en la moda de hoy, relatos sin esqueleto, pero siguen sin cuadrarme y siempre tiendo a respetar, así sea con deficiencia, las varillas de la construcción cuentística. Espero que funcione el método en el caso del cuento que aquí ofrezco. Quiero añadir, entre paréntesis, que lo he dedicado con llanto a la memoria de Christian Humberto, mi sobrino caído hace un año en la estúpida barbarie de estos tiempos.

Mancha sobre mi padre

Jaime Muñoz Vargas

para mi sobrino Christian Humberto, siempre con nosotros

¿Quién le robó de pronto la juventud?
¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?
¿Quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón?
Alfredo Zitarrosa

Cincuenta años después supe la verdad largamente sospechada. Me la confesó don Aristeo, mi padre, ese imparable y extraño bebedor. Estaba en el lecho donde al final murió de viejo, a los 85, triste y todavía con mucho olor a trago. Bebió hasta el último minuto, sin freno, y con el vasito de cerveza en la derecha respondió a mi tímida pregunta. Nunca en medio siglo habíamos hablado sobre el tema, pero me animé a borrar la duda más grande de mi vida cuando la medicina ya no le concedió más esperanzas. Nomás por eso le pregunté, para saber si en realidad era cierto lo que pesqué en el lejano pasado o era sólo una invención de mis fantasías adolescentes. Ahora tengo sesenta y tantos, y la respuesta que obtuve de mi padre fue un golpe, sí, pero también una especie de felicidad, como un hurra que tardó cinco décadas en brotarme desde el pecho y otorgarme la razón.
—Sí, hijo, arreglé aquel juego para perder —dijo mi padre y luego le pegó otro trago a la cerveza—; ¿cómo lo supiste?
—Nada, pa, se me hizo raro que perdiéramos aquella vez. Ya ve que jugábamos muy bien.
No quise agregar mucho, para no fastidiarlo en sus últimos momentos. No quise decirle que oí, que supe lo que tramó con el entrenador enemigo para que nos ganara Atlético Centenario el campeonato de la décima temporada de futbol que se jugó en 1958 y que en justicia debimos ganar si su alcoholismo no hubiera metido mano negra. Pero mi padre quería una explicación; postrado y todo, en la cama y ligeramente levantado con almohadones, me preguntó por qué le preguntaba.
—Es un recuerdo que tengo, pa. Creí que aquella vez podíamos ganar con facilidad, pero el juego no nos salió como queríamos, se acordará. Usted cambió mucho nuestra alineación y el árbitro pitó raro.
Era por supuesto una mentira, una embustera píldora de tranquilidad para mi viejo. Para mí era suficiente la palabra “arreglé”, verbo que con muy poquitas letras disolvía mi duda como en ácido. Mi padre “arregló” el partido para que lo perdiéramos, mi padre maniobró para que aquella mañana del 58 no hiciéramos lo que podíamos hasta quedarnos sin la copa que tanta ilusión nos había hecho. Yo lo quería, era mi padre y en general había sido bueno con todos, pero en el fondo de mi memoria le reclamaba habernos traicionado. Era como si todo mi pasado junto a él, que no fue malo pese a su manera de empinar el vaso, se viera como la foto amarilla de nuestro equipo: con una mancha accidental sobre el rostro de mi padre. Esa foto la conservo yo, y allí aparece todo el Barrio Azul Racing Club en color amarillo triste. En la imagen formamos, como es obligatorio, dos líneas, la de los parados y la de los colocados en cuclillas. Mi padre está de pie, en el lado izquierdo de la foto, ya para entonces con su inseparable cerveza en la mano y abrazándome con la otra, que también estoy de pie y me veo muy serio, como asustado por el partido que estaba a punto de empezar. En esa foto yo ya sabía, o creía que sabía, lo que mi padre había cocinado: arreglar, negociar nuestra derrota a cambio de no sé qué, creo que de dinero, ese dinero que siempre le faltó para mantenernos bien y para su interminable trago.
Además de nuestros recuerdos, la foto es lo único que queda de esa fecha. Ahora está amarilla, casi como pintan las escenas de recuerdo en las películas. No sé en qué momento ni por qué, en la cara de mi padre cayó una mancha café oscuro que casi obliga a imaginar su rostro. Es el único medio opacado y el único junto conmigo que se ve serio. Los demás compañeros de Barrio Azul lucen sonrientes, creo que confiados porque en aquella temporada nadie nos podía ganar. Hasta Chepe se ve feliz, con una sonrisa que parece rebanada de melón en su cara de copete lacio caído sobre la frente aquella vez. No era fácil que Chepe estuviera feliz, pues dos semanas antes había sufrido el accidente, la fractura que lo tenía en muletas e impidió que fuera nuestro centro delantero. De todos modos, Chepe nos acompañó al partido y a la foto, se puso de pie en un extremo, se sostuvo en las muletas de palo, y allí se ve su pierna un poco levantada y la escayola que le cubría desde los dedos hasta poco más allá de la rodilla. Era su pierna zurda, la de los goles. Chepe sonrió, pues, sin saber que sería la última foto que se tomaría con un equipo de futbol, pues luego de las ilusiones y las esperanzas y las cirugías la pierna le quedó un poco en forma de ve chica, sin flexión, anulada para todo lo que fuera velocidad y juego rudo.
Por las alegrías de aquellas caras, principalmente por la de Chepe, malquise a mi padre durante algunos años. No entendía bien por qué había arreglado lo que arregló, qué maldito resorte de su interés lo movió a meternos zancadilla. Nunca le dije a nadie que yo sabía, ni a él siquiera, hasta que pude hacerle la pregunta, ya en su lecho último. Y no me equivoqué, la tristeza y el rencor de aquellos años se habían fundado sobre un hecho cierto: mi padre nos traicionó. Si no hubiera sido así, nadie nos impide alzar la copa, pues esa temporada ganamos todos los partidos y muchos por goliza.
La tristeza me pegó más aquella vez por Chepe, no por mí. En el barrio todos habíamos lamentado su percance. Se llamaba José López, así de simple, pero ese nombre sin chiste fue nuestra mejor arma en aquella temporada. Tenía trece años, como yo, pero jugaba como si tuviera veinte, con unas facultades del demonio. Para acabar pronto, nunca estuve en una cancha con un futbolista como él. Recuerdo que antes de los partidos nos decía su frase mágica: “Ustedes mándenme el balón, compas, y yo hago lo demás”. Si uno lo oía sin conocerlo, parecía fanfarrón, pero era cierto lo que sonaba a echada: nosotros nomás le mandábamos la bola y él hacía lo demás a veces hasta caminando, sin despeinarse el copetillo rocanrolero echado hacia atrás con brillantina de la que dejó de usar poco después del accidente. En aquella temporada, como pasa de vez en cuando incluso en las ligas profesionales, cayeron en las manos de mi padre puros buenos jugadores, algo así como espíritus hechos especialmente para compaginar en el futbol. Desde la portería al eje del ataque, don Aristeo, mi padre, juntó a la mejor palomilla que se haya visto en estos rumbos. Mi padre también tenía su don, era líder, le creíamos todo, y nos sabía trabajar. Siempre bebía, incluso mientras jugábamos los partidos. En aquellos tiempos no se veía mal nada de lo que hacían los adultos, como tomar cerveza en los partidos de juveniles, y los niños no opinábamos. Obedecíamos, nomás. Así que mi papá nos pedía entrenar al menos dos veces a la semana, y allí bebía. También nos obligaba a que llegáramos una hora antes de los juegos, y allí también cargaba con su cerveza. Nosotros no veíamos su botella, sólo lo escuchábamos a él, lo que nos indicaba para sacar adelante las victorias. Sus análisis de los partidos y sus indicaciones eran tan buenos que salíamos siempre mejor armados a los segundos tiempos. Todo era cuestión de que don Aristeo viera el parado de los rivales para que en el descanso nos dijera, Chucho, acá, más a la izquierda; Toro, aguas con la entrada del zurdillo que juega cargado a la banda; Chepe, siga fijo en la punta; Ramiro, salga más y déjelos en fuera de lugar. Así nos decía, y todo lo que indicaba, aunque oliera a cerveza, era correcto, tan atinado que en los segundos tiempos anotábamos goles a veces por racimos, de a tres o cuatro, y ganábamos.
En 1958 nos fuimos invictos de orilla a orilla, directito a la final. No sé cuántos goles clavamos, pero estoy seguro que fueron más de sesenta en veinte partidos, un promedio de casi tres por juego. Chepe metió cerca de la mitad, como 28, así que el perro era un ariete temible, nuestro mejor elemento y el mejor de toda la liga. Se veía por eso que de seguir por allí llegaría sin problemas a la primera división, al Guadalajara, al América, a los grandes. Pero pasó lo que les pasa a muchos predestinados: un accidente. Y por una tontería, caray. Andábamos volando papalotes, era abril, y sólo faltaban dos partidos para la final. Las vías del tren a veces nos impedían correr del otro lado del terreno porque en ese lugar se detenían por ratos los vagones. Eso fue lo que pasó: la cuerda de Chepe se rompió con un golpe de viento, su papalote comenzó a caer y quiso recuperarlo. Pero el tren estaba atravesado, así que no había forma de pasar a menos que lo brincara en el enganche. Sin avisar, como si saltara ante la barrida de un defensa, se paró sobre los fierros que parecían manazas de monstruo mecánico. No sé por qué se detuvo, tal vez sintió el primer jalón de la máquina y quiso presumir su equilibrio. Se oyó otro jalón de la máquina y los vagones comenzaron a caminar. Nunca me explicaré por qué no brincó a tiempo, el caso es que lo perseguimos unos metros y cuando al fin pegó el salto a tierra emitió en el aire un juguetón grito de apache mientras caía. Lo veo en cámara lenta, no lo olvido: Chepe cayendo con los pies por delante, estirados y el cuerpo recto y un poco inclinado hacia atrás. Y el pozo, y la piedra, y la caída en el hoyo de nuestro goleador y el tronido de un golpe seco, brutal, como de rama trozada por un hachazo. Sus amigos llegamos de inmediato, y Chepe ya no gritaba como apache, sino de dolor, como niño al que le pellizcan el alma. Usaba un vejestorio de pantalón corto con barbitas, así que vi su pierna desnuda, los huesos salidos en dirección anormal y sólo sostenidos por el pellejo. Chepe aullaba, lloraba, pedía que lo ayudáramos. Fui el primero en correr. No sé de dónde me salieron tantas agallas y tanta claridad, pero a los tres amigos que veían conmigo la tragedia les vociferé que lo fueran acercando a mi casa mientras yo me adelantaba para avisarle a don Aristeo y si se podía a la mamá de Chepe, que vivía más lejos. Tuve la suerte de que mi padre estuviera; iba saliendo al bar y lo alcancé; agitado, sin aliento, como pude le expliqué la horrible cosa que acababa de pasar. Supongo que en la cara me vio horror, porque me tomó de los hombros y me sacudió para que le aclarara la noticia. Todo eso lo sigo admirando en cámara lenta, como si lo tuviera guardado en una cinta de cine. Corrimos. Mi padre me siguió y cuando llegamos al pozo dijo no sé cuántas maldiciones, descompuesto su rostro por la angustia de ver algo tan feo. Chepe estaba quieto, desmayado por el susto y el dolor, no sé. Tampoco sé cómo le hizo mi padre para echárselo en el hombro de un impulso, el caso es que en menos de un instante ya lo llevaba a cuestas y con un mugido exigió que me adelantara al sitio de los taxis, para que le pidiera uno. Corrí. Recuerdo que llegué a la carcacha boluda, le dije al señor que me llevara hacia el rumbo de las vías y cuando al fin nos encontramos con mi padre, él había caminado casi cuatro cuadras, sin parar, con un adolescente en el lomo. El taxista también dijo muchas maldiciones cuando vio la pierna de Chepe. Mi padre, el chofer y mi amigo se perdieron dos cuadras adelante sobre el taxi que rechinó llanta al dar la vuelta.
Cuando partieron me arrepentí de no haber subido al taxi para acompañar a mi papá. No supe qué hacer luego, pues me daba miedo matar de susto a la mamá de Chepe, decirle que su hijo se había partido la pierna y que no sabía dónde estaba. Preferí esperar, impaciente, en el umbral de mi casa y aguardar con ansia la llegada de mi padre. La tragedia ocurrió a media tarde, como a las cinco. A las once, con la cabeza muy inclinada hacia el piso, llegó mi padre. Le pregunté con miedo, casi con pavor ante la posibilidad de escuchar una respuesta espantosa. Y sí, la respuesta no fue nada grata: llegó a la Cruz Roja, donde atienden gratis. Lo metieron a un quirófano. No había doctor, pero los socorristas comenzaron a maniobrar sobre el problema. Mi padre, afuera, le indicó al taxista la dirección aproximada donde vivía la madre del muchacho. Le pidió que fuera a avisarle, a traerla él mismo si era posible. Un rato después llegó la madre de Chepe y mi padre le informó lo que sabía. Un salto del tren, un pozo, una roca en el fondo, un mal paso, un segundo, un accidente, no ha llegado un doctor, pero ya lo atienden los socorristas, señora.
El sábado, un día antes del siguiente partido, mi padre nos convocó en casa para informar al equipo sobre la salud de Chepe. Con su cerveza en la mano, fumando con humo despatarrado, don Aristeo no estaba optimista ni quiso emocionarnos gratis. Serio, con voz baja, como si conversara con adultos, el entrenador, mi padre, habló de fractura múltiple, de rodilla, de meniscos, de tibia, de peroné, de tobillo, de desgracia. Recuerdo que hacía pausas en las que crecía la expectación de los compañeros; fumaba y bebía, se recuperaba un poco y luego repetía fractura múltiple, rodilla, meniscos, tibia, peroné, tobillo, desgracia. Supimos entonces que los dos partidos faltantes y la final los jugaríamos sin el mejor, sin Chepe. Algo añadió mi padre sobre operaciones, sobre larga recuperación, sobre yeso durante algunos meses.
Todos asumimos que, pese a todo, Chepe volvería, que su pierna mágica era capaz de dar la lucha y regresar a las canchas y a los goles. Qué importaban los tres últimos partidos, si de todos modos los podíamos ganar y dedicarle el campeonato a Chepe, al gran Chepe. Éramos jóvenes y claro está que no medíamos bien los gestos de don Aristeo. La realidad era peor de lo que imaginamos, como pudo verse después. Pero nosotros, adolescentes al fin, jugamos los dos partidos finales de la temporada regular y ganamos casi como si estuviera Chepe, uno de ellos por goleada. Por esos días noté que mi padre le pegó más duro al trago, tanto que hasta me asombró una vez que lo escuché vomitar en el baño, congestionado de alcohol. Mi padre bebía, siempre bebió, pero era resistente, no sé, o a la hora de la hora se moderaba y nunca se le veía cayendo o hablando con palabras arrastradas y babosas. El olor a cerveza nunca lo perdía, se podía platicar con él y daba la impresión de que jamás estaba borracho. Pero por las fechas del accidente lo noté sumido en sí mismo, clavado en su silencio, bebiendo más. Recuerdo que por eso, sin pedírmelo siquiera, el viejo quebró mi alcancía de marrano. No le reclamé, por supuesto, pues quién era yo para echarle nada en cara a don Aristeo. Estaba bien que se liberara, que bebiera todo lo que cupiera en su estómago si con eso se olvidaba un poco de lo que le pesaba.
Ganamos pues los dos últimos partidos y llegamos fácil a la final. Sin Chepe y todo, éramos los favoritos, aunque Atlético Centenario no era tan mal equipo. Como lo patrocinaba la Lechera Centenario S.A. de C.V., era el único que entrenaba en campo de césped y llegaba en un camión de la empresa, uniformado con tal orden que parecía profesional. Nosotros no le temíamos, pues en la campaña sumamos muchísimos más puntos y nuestra diferencia de goles era notablemente superior. Claro que no tendríamos a Chepe, pero de todos modos jugábamos con idea y nunca nos fallaba la estrategia de mi padre. Fue, recuerdo, un acontecimiento en la ciudad. Sé que hasta salió una nota en el periódico, pero en mi casa no comprábamos los diarios y sólo vi el recorte porque alguien me lo mostró. El juego se celebraría un domingo, y el sábado previo don Aristeo nos reunió en su casa, mi casa. Esa vez sí se notaba algo borracho, y recuerdo que hasta me dio vergüenza. Pese a la voz destartalada y los ojos hinchados y vidriosos, nos acomodó sobre una cartulina en cada posición y nos dijo cuáles eran las debilidades de Atlético Centenario. “Ya los vi jugar —dijo— y podemos ganarles sin problema”. No discutíamos, no reparábamos en su manera de darle duro a la cerveza, lo respetábamos. Lo que dijo aquella noche era básicamente lo mismo que nos había dado tantos triunfos: el parado del equipo era idéntico, salvo por la ausencia de Chepe en el eje del ataque.
Mi padre despidió a sus chicos y les dijo que mañana una hora antes en la cancha, sin falta. Yo me quedé, claro, y pronto me eché en la cama con el deseo de hallar muy pronto el sueño. Pero los nervios, los nervios y la impaciencia, me mantuvieron despierto hasta la madrugada. Mi cuartito daba a la calle y como hacía calor dejé abierta la ventana, toda. Los ruidos del mundo entraban claros, pero disminuyeron pasada la medianoche; fue entonces cuando comencé a caer doblado por el sueño. Hubiera sido mejor no haber oído, dormir y despertar al día siguiente sin saber de la charla que guardaba la traición de mi padre a nuestro equipo. Durante muchos años pensé que había sido un sueño, que las palabras alcoholizadas de mi padre no eran ciertas, que las había escuchado en una pesadilla elaborada en las fronteras del insomnio. Pero no: oí lo que oí, y fue doloroso. Mi padre llegó a casa acompañado de un sujeto. Durante un rato platicaron cerca del árbol que le daba sombra a nuestra fachada, y pensaron que nadie los oía. Ambos estaban ebrios. Me puse de pie para observar en la semioscuridad y reconocí la panza del entrenador de Atlético Centenario. Borrachos al fin, no calculaban el tono de sus voces, así que logré escuchar lo esencial. Mi padre se negaba, decía muchas veces no no no no, y el otro insistía sobre no sé qué acuerdo previamente conversado. Luego mi padre aceptaba, decía una cifra, 20 o 25 a secas, y el otro decía no no no no. Negociaban algo, no sé qué. El otro ofrecía 15, y luego mi padre decía no no no no. Luego mi padre aceptaba 15, y el otro decía no no no no y bajaba la cifra a 10. Mi padre insistía que 20, y el otro como que comenzaba a dudar y decía 18. En ese tiroteo de números y negativas se extendieron durante media hora, y pude ver que los acompañaba una botella tal vez de tequila a la que le daban tragos alternados y vulgares, a pico limpio. Cuando al fin pasaron a la conclusión, a ese arreglo borroso no sólo por la poca claridad de las frases y la escena, sino por el trato que acordaba, vi que el entrenador de Atlético Centenario le pasó algo a mi padre y dijo “Mañana la otra mitad”. Lo escuché claro, con todas esas letras: “Mañana la otra mitad”. Mi padre aceptó el paquete y luego de otro par de horribles tragos, se saludaron de mano y se despidieron.
Quedé tonto, sin saber qué había visto. Cuando desperté no sé si fue una pesadilla o un hecho real. Confundido, ignoraba si soñé o fue cierto que luego de la ebria despedida mi padre entró a la casa y con el oído lo seguí: fue a la cocina, al gabinete donde a veces guardaba tragos. Oí desde mi almohada que revolvió trastos y tal vez en algún lugar halló una de sus botellas semivacías. Oí que se acercó a mi cuarto, que abrió la puerta, que me miró mientras yo fingía un sueño profundo. Se fue y perdí el rastro de sus movimientos cuando al fin su ruido se perdió en la recámara aledaña al patio donde mi mamá tenía muchas macetas.
Cuando desperté, enredado en una malla de imágenes confusas, tomé mi mochila y esperé a que don Aristeo saliera de su cuarto. A las nueve en punto salió recién bañado y peinadito con la brillantina que le untaba bien el pelo al cráneo. Los ojos enrojecidos eran la única huella que delataba su habitual juerga nocturna. Caminamos al campo de la deportiva y cuando llegamos ya estaban por allí, trotando, pateando balones, los demás. Aún no aparecían los rivales ni público en la grada enana. A las diez en punto, una hora antes del partido, como lo exigía nuestro entrenador, todos estábamos listos y calentando. Nuestros enemigos llegaron de un solo golpe, en el camión de Lechera Centenario, y cuando poco a poco fueron bajando parecían profesionales con su vestido parejo, todo nuevo. No nos intimidamos, pues sabíamos de nuestra capacidad y confiábamos en las indicaciones de don Aristeo. Cuando el viejo nos reunió para dibujar en un pedazo de papel las líneas de un campo diminuto, sentí una mano en el hombro. Era Chepe. Reaparecía en un partido luego del accidente, esta vez para darnos ánimos. Pese a sus muletas y a su yeso, oyó las instrucciones del entrenador y, como todos los que jugaríamos, se extrañó de algunos detalles raros que de inmediato me hicieron recodar la plática de anoche entre dos borrachos. Yo era defensa central, pero don Aristeo me colocó de medio. Al Grillo, que era medio de ataque, lo puso atrás, de lateral. Al Cala, nuestro mejor extremo, lo colocó de centro delantero, y lo más grave: el Turco, nuestro centro delantero, el hábil sustituto de Chepe, fue convertido en defensa central. En pocas palabras, nuestro entrenador nos dio la impresión de que había enloquecido, pero le hicimos caso porque su palabra era incuestionable: “Ustedes párense así, pues he visto jugar a Centenario y sé que no podrá ganarnos”. Por un momento creí que hablaba en serio, que en verdad quería el trofeo para nosotros, pero cuando fuimos a que nos tomaran una foto yo llevaba a cuestas la víbora de la mentira, el inquieto pesar de una traición que, por inconfesable, me hacía cómplice también a mí. Mis compañeros no se dieron cuenta de nada y posaron para la foto con sonrisas, abrazados, contentos por el triunfo que los esperaba. Hasta Chepe se sumó a la imagen y allí está: en el extremo derecho del rectángulo, con sus muletas y su pata levemente levantada para que el yeso no tocara el polvo de la cancha.
Ya en el último momento, mientras nos dábamos ánimos y echábamos brinquitos y hacíamos trotes fijos para no perder calor, don Aristeo se reunió fuera del campo con el entrenador de Atlético Centenario y el árbitro. A solas dialogaron un poco y casi adiviné lo que decían: confirmaban la cochina pauta para consumar la derrota de Barrio Azul Racing Club. En ese momento me juré que no lo permitiría, que por mis compañeros, por mí, por Chepe, yo saldría de la final con el trofeo en la mano. Si era necesario morir, lo haría, pues nada quería más que impedir la porquería fraguada por mi padre. Sin que yo lo notara antes, la tribunita se llenó de público.
El partido comenzó con toques de estudio, sin superioridad de ningún conjunto. Por el acomodo inusual, tardamos como veinte minutos en lograr un ataque peligroso, pero a leguas se veía que Centenario no tenía con qué ganarnos. Desacomodados y sin Chepe, limitados por la sorpresa de jugar en posiciones desconocidas, éramos de todos modos muchísima pieza para nuestros enemigos. Como al minuto treinta comenzamos a sumar unidades al frente un poco a trompicones, con más talento individual que juego orquesta. Dos veces estuvimos muy cerca de anotar, pero los disparos pegaron en los postes. En un contragolpe, Centenario llegó hasta nuestra zona defensiva sin mucha fuerza, pero todo fue que uno de sus delanteros cayera con un rozoncito en el área para que el árbitro marcara penal. A leguas se vio que no había sido, pero no reclamamos. Anotaron. Volvimos al ataque y otra vez llegamos con facilidad, pero nuestro gol no cayó. Así, con nosotros atacando y ellos muy atrás, terminó el primer tiempo. No olvido que, contra su costumbre, don Aristeo nos indicó que siguiéramos igual, y no hizo cambios. Siempre hacía cambios, algún movimiento maestro que servía como detalle fino. Era un gran lector de los partidos, pero aquella vez, cerveza en mano, sin el entusiasmo común en él, sólo dijo “sigan igual”.
Por eso en el segundo tiempo seguimos igual. Empatamos, como era lógico, pero en un tiro de esquina de Centenario el árbitro marcó otro penal inexistente. O sea, nos quería hundir; él también estaba en el arreglo. Luego nos echó a dos, según él por groserías, y en la distracción provocada por el enojo nos clavaron un gol sin chiste luego de una melé. Desesperados, con nueve jugadores nada más, nos fuimos todos al ataque y logramos el segundo gol. Las reglas decían que si empatábamos éramos campeones, por la mejor posición en la tabla. Atacamos pues con todo, más con el corazón que con buen juego. En una pared perfecta, casi en el último minuto, anotamos el de la igualada, pero, como era previsible, el señor de negro lo anuló. Eso no me asombró, sino el hecho de que don Aristeo no reclamara, como dando por hecho, con su paz, que era buena la decisión del podrido silbante. Sin Chepe, sin dos hombres, con dos penales marcados en nuestra contra, con el árbitro de espaldas y con don Aristeo comprado, era imposible que ganáramos. No olvido que tras el pitazo final muchos terminamos en el llanto. Cuando salí de la cancha, Chepe también lloraba, y nos abrazamos, frustrados, casi como si hubiéramos perdido la guerra de independencia. Luego ya no supe qué más pasó, pues las imágenes de la derrota se empalman en el recuerdo con las de mi rencor, con las del odio por mi padre, con las de mi impotencia mientras abrazaba a mis compañeros sin poder decir palabra. Yo tenía en la garganta la respuesta a esa tragedia, pude gritar “mi padre negoció el partido con el entrenador de Atlético Centenario, yo lo oí, y junto con el árbitro nos fastidiaron la final”. Pero no, callé y me convertí en cómplice de aquella fechoría que terminó por destruir una temporada perfecta y por quitarle a Chepe el sueño de una copa cuando más la necesitaba. ¿Por cuántos pesos para su fétido alcoholismo se vendió don Aristeo? Oí que hablaron de 18, pero no supe si se referían a dinero o a qué. Era lo de menos, pues el golpe a nuestras ilusiones ya estaba dado. Perdimos con un robo, y eso ya nadie lo podía enderezar.
Los días siguientes fueron terribles, tan feos que lo del juego perdido pareció cosa minúscula. Caí en una especie de tristeza que me llevó a guardar un silencio amargo que se hacía más agrio cuando veía a mi padre. Casi no me importó que los jugadores de nuestro equipo se desperdigaran y que en la siguiente campaña los del Barrio Azul ya no funcionáramos igual. Todo eso parecía chico, digo, junto a lo que pasó con Chepe. Le tumbaron el yeso y la pierna siguió mal. Lo operaron por segunda vez y sufrió varios meses con vendas y cuidados. Pasado el año, por culpa de un tren, de un brinco y una piedra su pierna quedó mal, un poco doblada hacia dentro en el área de la rodilla. Por supuesto, Chepe podía caminar y quizá trotar, pero no correr. De hecho, su problema lo dejaba fuera de las canchas para siempre, pues el rengueo era un impedimento que lo colocaba al margen de cualquier afán futbolero. No olvido la tarde perdida del 58 o 59 en la que lo visité. Sentados en la banqueta, platicamos mucho y lloró cuando llegamos al tema de su pierna. “Ya no jugaré más, Ramiro”, dijo con los ojos como lagos. Tendríamos cerca de quince años, pero en aquellos tiempos uno se hacía adulto más temprano y entendía, así que sentí aquello como patadón en la moral. Chepe era huérfano de padre y ahora también era huérfano de futbol. Creo que quise abrazarlo, pero no lo hice. Sólo pensé en don Aristeo, fue inevitable pensar en don Aristeo.
Tengo poco más de sesenta años, soy padre, soy profesor de secundaria y puedo decir que ya pasé por todo lo que debe hacer un hombre, pero el recuerdo de aquel partido y de la pierna de Chepe nunca me abandona. En eso pensé cuando vi al sesentón Chepe en el sepelio de mi padre, llorando junto al féretro. Antes supuse que ya no vivía en la ciudad, por eso al cruzarnos otra vez nos dimos un abrazo cálido y ceñido. Me dio el pésame y dijo que había querido muchísimo a mi padre, que nunca lo olvidó. Sentí gusto al escucharlo, pero también molestia, un desacomodo interior. Le pedí que luego del entierro nos fuéramos por allí, a tomar algo, un café. Aceptó. Ya tenía la cabeza llena de canas y rengueaba mucho más.
No fuimos a un café, sino a una cantina del centro. Pedimos dos cervezas. Le reiteré que me daba mucho gusto verlo. Recordamos algunas andanzas del pasado y sin remedio desembocamos en el partido ineludible. Allí me armé de valor y comencé la confesión.
—Mi padre me dijo algo poco antes de morir, y tengo que compartirlo contigo —hice una pausa corta, para medir la reacción de Chepe—: Don Aristeo vendió el partido que perdimos contra Atlético Centenario.
Chepe le dio un traguito a su botella y sin asombro ni nada, como si dijera cualquier cosa, me robó la palabra y habló mirando hacia la mesa, como en un rezo.
—Lo sé, Ramiro, sé que tu padre se arregló con el entrenador de Centenario y entre los dos le dieron un buen moche al árbitro. Me lo dijo mi madre hace algunos años, cuando ella murió, pero nunca he contado la historia para no manchar el nombre de tu padre, quien le pidió a mi madre que guardara ese secreto porque los chiquillos del equipo se sentirían defraudados y jamás iban a comprender. Si no hubiera sido por él y por la operación que pagó, me amputan la pierna condenada al corte. Chueca y casi inútil si tú quieres, todavía la tengo y es gracias a él, a tu padre, como bien sabes. Por eso no podía fallar a su sepelio, por eso me viste en el panteón, llorando frente a la tumba de tu viejo, agradecido con él hasta que a mí me toque, feliz toda la vida por el partido que perdimos. JMV





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