jueves, julio 08, 2010

 

CÁBALA GITANA



La superstición debe tener límites. En el futbol es llamada cábala por culpa de los argentinos, y hay tantos casos de credulidad en los superpoderes de un objeto o un acto que sería aburrido enumerarlos. Baste traer tres o cuatro ejemplos: el portero que usó toda su vida profesional una misma camiseta interior que al fin se convirtió en oblea raída; el otro portero que antes de cada partido debía tocar los dos palos del arco y hacer allí un breve rezo; el defensa que comenzó todos sus choques hincado y con las manos anudadas en su espalda; la barba de Maradona en el mundial de Sudáfrica. Digamos que son supersticiones racionales, si se nos permite la paradoja. Lo que no tuvo nombre en este mundo fue la cábala de Horacio Salamanca, mejor conocido como el Gitano, quien jugó una media temporada de la liga mayor con un hámster oculto entre sus ropas.
La historia es increíble, pero ocurrió, fui testigo y uno de los pocos que pudieron ver al pobre animal en el que Salamanca depositó su fe. El comienzo es oscuro, pero más o menos se dio así. Luego de un partido en el que perdimos por goleada, el Gitano Salamanca llegó a su casa y se dio un baño. Estaba viendo tele cuando llegó su prima Sonia; comenzaron a platicar y ella le dijo que su novio le había regalado un hámster, pero que ella no lo quería, pues le daba algo de asco. La prima lo ofreció en custodia y Salamanca no encontró razones para negarse a la adopción. Siempre le habían atraído los animales raros, y un hámster no era precisamente la mascota de las multitudes.
Cuando lo tuvo en sus manos, sintió el extraño peso del animalito: era como tener una pelota de tenis, pero viva. El Gitano recuerda que ese día salió a comprar unos zapatos nuevos de futbol y como no tenía una jaula decidió cargar con el hámster. Allí comenzó la suerte: se sentó, como siempre, en la parte trasera del camión y en un asiento aledaño vio una pequeña bolsa de negro plástico. La tocó un poco, pues sospechó que contenía algo. ¿Basura? No, un fajo de veinte billetes de cien pesos. No había identificación, así que era imposible preguntar por el propietario; de hacerlo, toda la gente iba a ser dueña del dinero. El Gitano bajó del camión y caminó feliz a la zapatería: eran suyos esos dos mil pesos caídos del cielo.
Se probó los zapatos más caros, unos Nike tan lujosos que envidiaría Lionel Messi. Cuando fue a pagarlos, la señorita de la caja le dio una sorpresa: Deportes Delgadillo entregaba gratis la mercancía escogida a cada cliente número mil. Salamanca era el número tres mil desde que comenzó la promoción, así que se llevó los tacos sin pagar un solo cinco. En el camino de regreso pensó en ese par de extraordinarios hechos: el dinero y los Nike, la pura felicidad. Agradeció a dios, se tocó el bolsillo de la sudadera y allí estaba el hámster… el hámster. La conjetura llegó de golpe: era el hámster, el bendito culpable era el hámster. Hizo una prueba para estar seguro. Llegó a casa y perforó con algunos hoyitos la caja de zapatos: allí dejó encerrado al roedor. Luego salió de nuevo, fue a un parque, caminó un buen rato, entró a otra tienda y no pasó nada. Volvió a su casa, sacó al hámster, salió otra vez y cuando apenas había caminado un par de cuadras se topó con Meche, la muchacha que siempre le gustó pero que jamás le hablaba bien. Asombrosamente, Meche lo saludó gustosa y se puso muy conversadora. Más: le aceptó una invitación al cine para el día siguiente. Era el hámster, definitivamente era el hámster.
Desde entonces procuró cargarlo a todas partes, oculto en la sudadera, en el bolsillo de la chaqueta, donde fuera. Cierto que ya no hallaba bolsas con dinero o Meches bien dispuestas a salir, pero no pasaba un rato sin que sucediera algo bueno. Minúsculo, pero bueno, y fue por eso que decidió cargar con el hámster a los partidos. Para ocultarlo tuvo que coser un habitáculo secreto en la camisa de futbol. El aditamento era como una pequeña bolsa de canguro, pero interior, zurcido al envés de la tela. Como el refugio quedaba casi invisible a la altura de sus caderas, se fajaba un poco la blusa y allí, entre el pantaloncillo y la camiseta, colgado un poco hacia fuera, quedaba resguardado el hámster mágico.
El Gitano Salamanca era extremo volador. Su especialidad consistía en enviar centros a la olla, pases puestos a merced de cualquier rematador. Cuando se presentaba la oportunidad, también hacía goles. Su equipo solía mostrar un desempeño regular, pero todo cambió con el hámster sutilmente escondido. Fue algo maravilloso. Su equipo pasó de la mediocridad a ganar cada partido restante de la liga. Así llegó a semifinales, siempre con el Gitano a todo trote, dirigiendo centros y haciendo lindos goles.
En la final, reñida como era previsible, Salamanca anotó un par de tantos y estábamos en el 30 del segundo tiempo cuando vino el golpe artero. Un defensa resentido por el marcador en contra lo vio hacerse del esférico y desbordar a un lateral; cuando el Gitano emprendía la carrera al fondo de la línea, el central se le fue encima con un leñazo a la altura del ombligo. Nuestro extremo cayó y yo fui el primero que llegué en su auxilio. Pero no pasó nada, se levantó, se esculcó algo en la camisa y vi que sacó un animalito exangüe. Luego, muy al final, después de que perdimos 3-2, el alicaído Salamanca me contó la historia de su amuleto, el único amuleto vivo que ha influido con éxito en partidos de futbol. JMV





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