miércoles, junio 16, 2010

 

VENGANZA DEL MALETA



Mi hijo llevaba doce goles en ocho partidos, y era el 10 en el equipo de la secundaria. Construía, gambeteaba, pasaba, tiraba, no estaba nada mal para ser mi hijo. No estaba mal sobre todo por el recuerdo que guardaba de mi propia adolescencia; ahora yo tenía 46, pero el feo ayer no se había borrado, nunca se había borrado. Desde la raya lateral veía a mi hijo jugar gran futbol y en la pausas yo volteaba a mirar al gordito de la banca; el muchacho me recordaba los tiempos de mi ilusión por ser buen jugador. Uniformado, incluso con espinilleras, el gordito jamás alineaba. Su imagen era descorazonadora: la ropa impecable, seguro con aroma a nuevo todavía. Mientras los jugadores en el campo sudaban la desfajada camiseta y manchaban el pantaloncillo, el gordito de la banca chupaba una media naranja en espera de que algún lejano día lo incorporaran a un partido. Sus padres nunca lo acompañaban.
Desde la banca el gordito vio, partido tras partido, que sus compañeros avanzaron a la final. Mi hijo sumó 16 goles y fue indiscutiblemente el mejor del equipo. En el último cotejo pasó lo que pasa siempre cuando arrastramos mala suerte en la vida. Yo estaba en la banda, cerca de la raya en aquel juego donde sí habría abanderados. Los chicos calentaban, incluido el gordito que ni allí la tocaba, y en eso sentí una mano en el hombro. Al voltear vi a Mijangos, Samuel Mijangos, y el feo ayer volvió de golpe. Lo saludé con fingida efusividad. Le pregunté por el motivo de su presencia. Con muchas dificultades estaba allí porque su hijo le pidió el favor de que no se perdiera la final. En el entorno regional, en nuestra rala provincia, Samuel era un tipo exitoso. Todos sabíamos que lo suyo no era la rectitud, que desde su egreso de la carrera se había acercado a la política local y poco a poco logró metas que para otros fueron inalcanzables. Su salto a la fama lo dio cuando amarró la dirección de obras públicas en el ayuntamiento. Eran otros tiempos, se robaba mucho más a gusto que ahora, y con eso fue suficiente para que en tres años le florecieran negocios de bienes raíces y una cadenita de papelerías para su esposa. Cuando se le acabó el puesto, se colgó de otro no menos lucrativo en Saltillo, luego creo fue diputado local, después fue delegado federal de no recuerdo qué secretaría y ahora estaba en el DF haciendo trabajo para su partido. No le había ido nada mal, era basura fina. Al contrario, yo no pasaba de ser un simple empleado. Tenía un puesto de medio pelo en una empresa y salía para todo, pero apenas. Mi casa, mis dos sedanes austeros, la comida y el colegio de mis hijos estaban asegurados, pero nada de soñar con lujos.
Nos comparamos sin decirlo, intercambiamos la breve e hipócrita nostalgia de rigor y entonces volvimos al motivo de su visita. Trabajaba en la Ciudad de México y nomás podía venir, si todo iba bien, un par de días al mes. Ahora hacía una excepción, tomó el vuelo sólo para estar un día y acompañar a su hijo. Fue cuando le pregunté quién era su pequeño, y con el índice me señaló al gordito que no la tocaba ni en el baloneo de calentamiento. “Aquel chamaco, el número 34, se llama Óscar”.
Óscar, el gordito triste de la media naranja se llamaba Óscar. No tuve tiempo para sonreír por dentro porque el árbitro llamó a los capitanes, echaron el volado y comenzó el juego. Por supuesto, Óscar se fue a la banca y Miguel, mi hijo, al eje del ataque, lugar en el que marcó dos tantos antes de llegar al minuto 30. Mijangos halló a otro conocido suyo y se fue allá; era popular. Mientras el juego seguía, recordé que el Óscar de mi adolescencia fui yo y el Miguel fue Mijangos. Se habían invertido los papeles. Incluso con su padre allí, Óscar se quedó solo en la banca mientras los otros suplentes y el entrenador y los familiares y Mijangos y yo apoyábamos desde la raya lateral.
El juego se descompuso y nos empataron. Recordé más. Recordé que así, empatado el juego, el entrenador me metió faltando diez para terminar aquella final. En lugar de hacer algo por el equipo, en un centro me lancé de palomita según yo para sacarla y anoté un autogolazo. Luego mis compañeros empataron y en el lapso adicional logramos un sufrido triunfo 4-3. Eso no contuvo a Mijangos, quien en vez de celebrar se me acercó, irritado: “Pinche pendejo, por tu culpa ya andábamos perdiendo, maleta”. Ahora, faltando diez para el término del partido, hay empate a dos goles y allí está Mijangos. El entrenador, quizá para quedar bien, llama a Óscar, quien se levanta desconcertado, sin entender qué pasa. En su cara veo mi autogol, sé que eso hará, el pobre. Lo noto desamparado, su padre se le acerca y entonces hago lo que me dicta el recuerdo, lo que me dicta la obligación de vengarme de Mijangos, quien escucha. Me aproximo a su hijo y le digo, sin más, casi sinceramente, como si yo fuera su padre: “Ánimo, campeón, con usted ganamos”. JMV





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