viernes, junio 25, 2010

 

RENCORES PERROS



Una de las anécdotas que más recuerdo de mi ya remota infancia fue aquel juego en el que participaron dos perros. No es una metáfora, como decir “jugadores perros”, o sea, recios, feroces, combativos. Cuando afirmo que participaron dos perros me refiero precisamente a que participaron dos perros, dos canes, dos chuchos. Los dos de carne y hueso, con colmillos y todo. Sus nombres eran Tamal y Blacky. Sus dueños eran Chacho y Moi, respectivamente, jóvenes que habían hecho del odio mutuo su mejor aliado. Pertenecían a barrios rivales y alguna vez disputaron el encanto de una chamaca que al final se fue con otro y como herencia dejó un árido rencor entre dos jóvenes.
Sé que se encontraron una vez por los rumbos del mercado, que se mentaron sus dos chingadas madres y que casi se liaron a puñetazos allí mismo, a flor de calle. No lo hicieron porque pasaban por el lugar varias patrullas (aún había vigilancia en Torreón) y prefirieron escupirse un reto: en tal lugar y a tal hora, solos, a mano limpia. Cumplieron parcialmente: asistieron a la cita con total puntualidad, pero no lo hicieron solos. Por coincidencia, ambos llegaron acompañados por cuatro amigos, lo que formó un corro de diez jóvenes con facha de cabrones. Se dio otra coincidencia más, casi como si fuera un equivalente de los rivales humanos: los dos grupos llevaban un perro cada uno. No podría decirse que se tratara de animales finos, pues ambos tenían la apariencia hibrida del perro surgido en apareamientos espontáneos y callejeros. Uno era el Tamal, propiedad de Chacho; otro, el Blacky, de Moi. El segundo llevaba un nombre obvio: era negrísimo, mediano, de mirada fiera; el nombre del otro se debía también al color: era de pelaje amarillo rojizo y tenía una raya de pelo más roja en todo el espinazo, de manera que parecía tamal de chile; era también mediano, juguetón, disperso y algo tarugo quizá porque en su sangre se mezcló algo de cocker.
El caso es que los rivales no llegaron solos. Cada cual iba acompañado por un séquito de cuatro amigos más un perro. Acordaron las reglas para el pleito, pero a lo lejos pasó una patrulla y nuevamente se frustró el encontronazo. Uno de los cercanos de Chacho llevaba un morral con un gastado balón hecho de gajos hexagonales. Lo sacó mientras pasaba la policía, para pelotear y despistar, y fue ahí cuando a Moi se le ocurrió la idea. ¿Y si resolvemos esto con un partido, puto? La propuesta era mejor, aunque podía exhibir a los contrincantes como sacatones. Hubo dudas en los dos bandos, pero la idea los convenció. No era tan mala: en vez de ver un tomaidaca a trompadas entre dos, todos podían echar la pica para saber qué barrio era el mejor. Así de fácil y sin riesgo de que la policía los fuera a molestar.
Caminaron dos cuadras rumbo a la cancha de básquet habilitada con inmóviles porterías chiquitas. En el camino pasó algo muy extraño: los perros se trenzaron en un pleito de mordidas y gruñidos. Los separaron, pero era evidente que no querían estar quietos y nadie los podía cuidar. En ese momento surgió la otra idea, esta vez de Chacho: ¿y si los perros también juegan? Fue un chispazo de ingenio. Lo explicó así: nadie puede cuidar a los perros, pues jugaremos cinco contra cinco, pero si conseguimos un par de mecates podemos amarrarlos a las porterías de cada equipo para que jueguen de porteros.
La idea era notablemente estúpida, pero inmejorable dadas las circunstancias del enfrentamiento. Consiguieron un par de mecates del mismo tamaño (como dos metros por tramo); con ellos amarraron a los perros en el travesaño de cada portería y les dejaron la extensión suficiente para que tuvieran movimiento hacia los postes. Los perros serían pues los cancerberos (nunca mejor empleada esta palabra, pues años después supe que significa “perro que cuida las puertas del infierno”). El partido comenzó y, contra lo esperado, los perros se desempeñaron al principio con absoluta incompetencia. Dejaban caer los goles sin meter las manos, o el hocico, para ser precisos. El choque fue pactado como profesional, a 45 minutos por periodo. Al minuto 30 del primero iban 8-7 a favor de los del Blacky. En el segundo tiempo, como al 15, el marcador había aumentado: 17-15, con ventaja otra vez para los del perro negro. Ya para entonces los chuchos habían aprendido algo y se notaba por la forma como empezaron a comportarse: sabían que cuando el balón pasaba cerca debían tirarle el hocicazo y detenerlo. Fue entonces cuando el partido se apretó, llegó un empate a 18 goles y los perros ahora no dejaban pasar casi nada. El sol se puso y ninguno de los perros permitió más goles, así que no hubo más remedio. Ya era de noche, y como no había vigilancia de policías ni nada, Chacho y Moi, impelidos por su mutuo rencor, levantaron los puños y comenzaron a pelear como verdaderos perros. JMV





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