viernes, junio 18, 2010

 

GLORIAS DEL HALCÓN



Crecí con la ingenua idea de que el Halcón Martínez había sido el mejor jugador de la historia. Era de Monterrey, pero jugó un tiempo en La Laguna y terminó sus días en algún pequeño club de Veracruz. Al final resultó más o menos cierto lo que mi padre repetía cada vez que veíamos o escuchábamos futbol juntos: “Esa jugada la hubiera resuelto el Halcón Martínez”, “El Halcón Martínez jamás hubiera fallado ese penal”, “El Halcón hubiera hecho un quiebre más y pum, la mete”. No había video para comprobar si el famoso Halcón Martínez era lo que mi padre propalaba cada vez que hablaba sobre fut, así que un buen día decidí creerle. Yo también, sin ver un solo desplazamiento del Halcón, acepté todos los “hubieras” que mi padre inventaba; sólo tenía un póster sepia y enmarcado que mi viejo conservaba como alhaja. En pocas palabras, para mi padre el Halcón era el verdadero Pelé, el Pelé olvidado por la mezquina historia del futbol.
En esa historia la historia comienza así. Un joven de 18 trabaja como ayudante de jardinero en el campo donde jugaba el Laguna. Ese joven de 18 años que trabajaba como ayudante de jardinero se llama Pedro, y ahora es mi padre, y ahora tiene 77 años, y ahora sigue amando el futbol como cuando tenía 18 años. Ya no puede ver partidos, pues perdió la vista hace veinte años, pero los oye y los platica, los imagina. En sus tiempos de ayudante de jardinero, dice, muchas veces le tocó estar en entrenamientos de profesionales. Eran jugadores de segunda división, pero el hecho de que les pagaran por jugar era para mi padre, y sigue siéndolo, un privilegio digno de elegidos. Él dice: “Les pagaban por jugar”, sin distinguir que en aquella prehistoria pagaban una miseria, y esa miseria era aún más miserable en segunda división. Cuenta que cuando llegó el Halcón oyó a otros jugadores, seguramente envidiosos, comentando que el regiomontano ganaba no sé cuánto, una cifra que al joven ayudante de jardinero le pareció fantástica.
El Halcón llegó para alinear en la media, y en efecto fue el mejor pagado en el equipo de aquel año. Se daba el lujo (seguramente el único) de conducir un Ford Falcón nuevo, lo que terminó por asombrar al ayudante de jardinero. El regiomontano encajó bien en la alineación, tenía gol y sabía pasar, por lo que pronto se hizo querer por la afición local. Aunque pocas mujeres se asomaban al futbol, el ayudante de jardinero lo vio trepar a tres hermosas y distintas nenas en el Falcon, “halcón en inglés”.
Todo eso era menos importante, sin embargo, que aquella amistad inmortal nacida de casualidad. Mientras hacía pequeños cerros de pasto recién cortado, mi padre vio que hasta él llegó rodando un balón. Levantó la vista y allá, trotando, venía el Halcón con sus trapos de entrenamiento. Nunca se presentaba tan temprano, pero ese día apareció media hora antes de que aterrizaran los demás. Saludó al ayudante de jardinero y comenzó a dominarla. No dijo nada, y mi padre estaba tan asustado que ni siquiera supo cómo saludar. En eso, de golpe, el Halcón paró el esférico de gajos (todavía de gajos, literalmente) y preguntó: “¿Cómo te llamas, muchacho?” La voz correspondía al hombre, era grave y segura. “Pedro”, dijo mi padre. “Bueno, Pedro, un favor. Voy a hacer abdominales, échame la mano y sujeta mis tobillos”. Mi padre obedeció, tomó los tobillos del Halcón y allí se colocó el ídolo frente a él, con las manos en la nuca, sudado y rojo por el esfuerzo del ejercicio. Desde entonces, cuando el Halcón llegaba un poco más temprano, saludaba de nombre al ayudante de jardinero y a veces le pedía colaboración para las abdominales.
Eso bastó para que mi padre lo siguiera con más atención y poco después lo considerara el mejor jugador que había visto en su vida. El Halcón la movía, pero por supuesto no era para tanto. Mi padre duró en esa fábula casi toda su vida. Por eso ayer, cuando le dije que de casualidad lo entrevisté para una sección nostálgica del pasquín donde publico, tuve que inventar un Halcón adecuado al recuerdo de mi padre. No podía escribir que el Halcón era hoy un ruco olvidado, casi sordo, que habitaba en un chiquero de casa, que fue alcohólico y perdió lo poco que pudo hacer con el futbol. Le pregunté por el Falcon y sí, tuvo un Forcito Falcon hace muchos años. Para mi sorpresa, mi padre quiso saludarlo y me pidió que como pudiera lo llevara ante el Halcón. Tuve que inventar otra mentira para que el mito quedara intacto e incluso creciera, pues no iba a ser yo el mierda que destruyera eso: “El Halcón viaja muchísimo, papá. Ahora está en Sudáfrica. Es alto funcionario de la Federación Mexicana de Futbol”. JMV





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