jueves, abril 30, 2009

 

EL CAMINO DE LA PESTE

El tema de la influenza me llevó de la mano al tema de la peste en la literatura. De botepronto hallé dos referencias que se me quedaron enganchadas en la memoria:
El camino de Santiago”, largo cuento de Alejo Carpentier, e inevitablemente La peste, novela de Albert Camus. Invito pues a su lectura; ambos son de fácil consecución, pues hay diferentes ediciones.
El cuento de Carpentier aparece en el libro Guerra del tiempo o también en Cuentos completos.
Debo decir que es, que ha sido siempre uno de mis favoritos. La vida de ese personaje llamado Juan de Amberes, descrita con el barroquismo carpenteriano, es un banquete literario.
Al inicio del tranco dos, dice el narrador cubano:
“Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en gente venida de Italia.
Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo”.
Todo el cuento es una pieza maestra de perfección prosística, un dechado de belleza literaria. Así comienza (aparecerá completo en el blog), y mañana le sigo con la novela de Camus:
“Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas.
Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parche mal abrigado por el ala del sombrero, todo había de parecerle un tanto aneblado —aneblado como lo estaba ya por el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo, cuyo carro humeaba por todos los hornillos, un poco más abajo, cerca de la iglesia luterana que habían transformado en caballerizas.
Sin embargo, aquel barco traía una tal tristeza entre las bordas, que la bruma de los canales parecía salirle de adentro, como un aliento de mala suerte.
Las velas le estaban remendadas con lonas viejas, de colores mohosos; tenía pelos en los cordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar le colgaban andrajos de algas muertas.
Un caracol, aquí, allá, pintaba una estrella, una rosa gris, una moneda de yeso, en aquella vegetación de otros mares, que acababa de podrirse, en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormidas entre paredes obscuras.
Los marinos parecían extenuados, de pómulos hundidos, ojerosos, desdentados, como gente que hubiera sufrido el mal de escorbuto.
Acababan de soltar los cabos de una faluca que les había arrastrado hasta el muelle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento de ver encenderse las luces de las tabernas.
La nave y los hombres parecían envueltos en un mismo remordimiento, como si hubiesen blasfemado el Santo Nombre en alguna tempestad, y los que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el trapío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más el pie en tierra.
Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue como si el sol iluminara el crepúsculo de Amberes.
Sacados de las penumbras de un sollado, aparecieron naranjos enanos, todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles que empezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta.
Ante la salida de aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde transfigurada y un olor a zumos, a pimienta, a canela, hizo que Juan, atónito, pusiera en el suelo el tambor cargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él.
Era cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decían de los suntuarios caprichos de su dueña, ganosa siempre de los presentes que sólo un Alba, por mero antojo, podía hacer traer de las Islas de las Especias, de los Reinos de Indias o del Sultanato de Ormuz.
Aquellos naranjos, tan pequeños y cargados, habían sido criados, sin duda, en alguna huerta de moros bautizados —que nadie los aventajaba en eso de hacer portentos con las matas—, antes de desafiar tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espejos…”.





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