viernes, septiembre 12, 2008

 

FÁBRICA DE CHIVOS

¿Qué pasaría en un país normal si alguien sufre la desgracia de ser convertido en chivo expiatorio superestrella? Imaginemos que ese alguien es detenido bajo la acusación de que es un peligroso cabecilla de secuestradores; imaginemos que el contexto de su detención es el de la urgencia por desactivar una bomba de desprestigio sobre cierto gobierno ávido de buena imagen; imaginemos que, pese a la metralla mediática, la captura deja muchas dudas regadas en el camino; imaginemos eso y más.
Al poco rato, gracias a que las instancias judiciales operarían una investigación con aseo y apego a la ley y a la lógica, las indagaciones aclararían si el inculpado es o no inocente.
Después de todo, las autoridades podrían hacer preguntas y comprobar con sus propios ojos si el detenido es lo que supuestamente es:
irían a su casa, interrogarían a sus familiares, vecinos y amigos, explorarían entre sus pertenencias, hurgarían sus cuentas bancarias, revisarían su expediente laboral, etcétera.
Al final, creo, no habría tantas dudas sobre su situación, pues un secuestrador de altos vuelos muy difícilmente procede sin dejar huellas, e igual un ciudadano honrado: su interacción en el teatro social deja numerosos rastros.
Hasta el momento, y a reserva de esperar la llegada de resultados más contundentes, lo que se ha visto sobre la banda de La Flor, y particularmente sobre su líder, despierta algunas sospechas.
Alimenta estas dudas la sola explotación propagandística de ese “golpe” al crimen organizado.
Es una simple percepción, pero la mirada algo evasiva de Miguel Ángel Mancera, procurador capitalino, en la entrevista a Loret de Mola hace pensar, cuando menos, en un funcionario nervioso, en un sujeto poco idóneo para dialogar con el periodismo sobre un tema tan delicado.
Puede ser, asimismo, una ficción redonda la carta que los hijos de Sergio Ortiz Juárez han hecho llegar a Calderón y difundido en los medios, pero en ella bordan comentarios de, creo, fácil confirmación y muy reveladores sobre la personalidad de un sujeto inculpado de tan grave y resonante delito.
Es un embrollo, el embrollo en el que terminan todas las investigaciones politizadas en nuestro país.
Es imposible, pues, que Sergio Ortiz Juárez, sea o no culpable, evite la cárcel; sólo un milagro podría salvarlo de ese destino.
En las actuales circunstancias, no hay poder humano en el país que aclare irrecusablemente su inocencia o su culpabilidad, así que pagará si es culpable, aunque también lo hará si es inocente.
El gobierno de Ebrard ya madrugó, y no hay reversa: el detenido y sus presuntos secuaces no pueden ser inocentes ni aunque lo sean, porque eso haría polvo la escasa reputación que le queda al ebrardato en materia de combate al crimen y, a la larga, eso mismo liquidaría un proyecto político que tiene la pupila colocada en 2012.
El performance propagandístico mediante el cual destaparon la noticia da idea plena de que este es el caso típico en el que muy poco importa la investigación, pues ningún gobierno en sus cabales lanzaría pirotecnia por un campanazo de tal dimensión para luego recular y decir que se equivocó, que fue un gran error.
La politización del delito, que llegó a forzar una cumbre sobre seguridad y dio para que allí fuera acuñada la frase periodística del año (“Si no pueden, renuncien”), ha condicionado de paso que esta investigación se supedite a los aprioris:
un gobierno urgido de buena prensa y un mandatario, Ebrard en este caso, que sean peras o manzanas desea recuperar los puntos perdidos en la carrera por su posicionamiento.
En el inmenso reino de la impunidad, los chivos son fundamentales para la supervivencia del poder, más cuando éste parece hacer agua.
Es imposible saber qué pasa en verdad con el caso Martí, así que cuidado:
debemos tener presente que México ha sido, por tradición, una fábrica de chivos.





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