domingo, marzo 06, 2011
TRANQUILÍSIMO TORREÓN
El domingo 6 de marzo de 2006, hoy hace seis años, publiqué la primera entrega de la columna Ruta Norte en el periódico La Opinión. Eso duró sin pausa hasta el 30 de enero de 2011. Luego de un febrero de extraño descanso y reacomodo, vuelvo a las publicaciones en el blog. Mi deseo es que sean textos de otro tipo, un poco menos frecuentes, pero más amplios. Mientras no surja otra posibilidad, trataré de colgar al menos uno por semana. En cuánto a los géneros, trabajaré con la reseña de libros, el artículo (cultural, político, social), la crónica y el ensayo; algo meteré también de narrativa, aunque esto quiero encaminarlo con más énfasis a los libros.
He pensado que junto con el blog, para reforzar la difusión, doy por fin, luego de varios meses eludiéndolo, el sí al Fecebook. No tengo experiencia allí, no sé cómo usarlo e ignoro si será útil para ampliar los alcances de Ruta Norte. Esta segunda etapa del blog es, vale decirlo desde ahora, más experimental, un acertijo para mí. Lo que quiero es responder afirmativamente a la generosa cantidad de cartas que saludaron con inquietud mi salida del La Opinión y me recomendaron seguir aunque fuera sólo en el blog y a un ritmo no tan frenético. Pues bien, aquí está mi aceptación.
Dado que ahora transito por terracería, molestaré a mis contactos vía mail y pido a los lectores (algunos cercanos en términos de amistad) que difundan en sus círculos digitales mi ofrecimiento de palabras.
Por reapertura, trepo en esta segunda temporada de Ruta Norte un relato escrito durante la semana que hoy termina y en una primera versión para blog, es decir, susceptible a mejoras.
Tranquilísimo Torreón
Jaime Muñoz Vargas
Nunca se había topado otra vez con ese nombre. Gota de Uva, se llamaba, y estaba en una esquina cercana a un mercado famoso de Torreón. Para recordarlo debía hacer un esfuerzo, el esfuerzo que se necesita para reconstruir imágenes que habían sido realidad muchos años antes, tal vez hacía 25 o poco más. El recuerdo de ese nombre lo llevó directo al nombre de don Julián, el del apellido raro y trato más amable que conoció en La Laguna; también, por supuesto, al de su hijo homónimo. Sí, Horacio vivió un tiempito en Torreón allá por el 86. Fue sólo un mes. Estaba a punto de comenzar el segundo mundial de México, era abril, porque en la foto que conserva trae una playera verde de la selección. Le quedaba claro que el mundial estaba por arrancar, lo vio en Querétaro (ciudad sede) unas semanas después, así que su foto en Torreón con la playerita verde era de abril, quizá de marzo. Allí estaba él, serio, mirando la cámara del fotógrafo callejero que le ofreció la Polaroid a buen precio. Al fondo se ven unos árboles chaparros, una fuente, una especie de feo quiosco, una hilera de palmeras y un gran edificio a medio construir. La foto fue tomada en la Plaza de Armas.
Además de la foto, Horacio había retenido el nombre de la cantina: Gota de Uva, y un montón de recuerdos en jirones que no alcanzaban a conformar un todo congruente, una película que se pudiera contar sin mentir o exagerar en la narración de orilla a orilla. Su recuerdo de Torreón era pues un archipiélago de borrosas y gratas imágenes en las que destacaban la transparencia solar del mediodía, el calor imbatible, los cerros calvos de las orillas, las calles amplias, un terregal que allá llaman “tolvanera”, la comida en exceso, la escasísima vegetación, el abierto trato de su gente y la tranquila fiesta de las calurosas noches que allá pudo pasar.
En aquellos días del 86 Horacio tenía apenas 23 años y un deseo enorme de trabajar. Había estudiado economía en Querétaro y gracias a que hizo el servicio social en una biblioteca pública le cayó de carambola el viaje al norte. El director de la biblioteca había notado que su esmero en la clasificación y el acomodo era notable, más que el demostrado por el estudiante habitual en etapa de servicio. Eso bastó para que el director le pusiera el ojo y lo llamara a la oficina:
—Mire, Horacio, una tía por parte de mi madre vive en el norte y tiene una gran biblioteca. Se acaba de cambiar de casa y como es mujer de edad necesita a alguien que le ayude con sus libros. Si se anima con el trabajo, le pagará unas dos o tres semanas de sueldo y los viáticos. ¿Le entra?
Horacio acababa de egresar, no tenía trabajo y estaba por concluir el servicio social. Aunque fueran dos o tres semanas, la novedad del ofrecimiento lo sedujo. Ir al norte, ayudar a una anciana con sus libros y quizá pasarla bien no era una aventura despreciable para nadie de veintitantos años, mucho menos para un recién egresado sin empleo formal en el horizonte.
—¿Y dónde es exactamente? —preguntó casi afirmando.
—En Torreón, ¿ha ido?
—No, jamás. Lo más norteño que conozco es Aguascalientes.
—Pues bueno, ¿acepta?
—Claro, voy, usted dígame cuándo.
—Déjeme ver los detalles con mi tía, pero esté listo para agarrar el camión lo más pronto que se pueda.
La salida no era tan urgente y demoró tres semanas. La famosa tía estaba por cambiarse de casa y alargó el suspenso más de lo esperado. Mientras llegaba el sí, Horacio liquidó los trámites del servicio social; de rutina, para no enfriarse, siguió con sus labores en la biblioteca pública. No quería que el director lo perdiera de vista y le diera a otro la chamba de Torreón. Por fin, una mañana lo llamó a la oficina y le dijo que su camión saldría al día siguiente. Allí mismo le compartió los pormenores de la chamba: según los criterios de clasificación que había aprendido durante el servicio, o cualquier otro que quisiera improvisar según su criterio, ordenaría la biblioteca de la anciana y acomodaría los libros en cajas para que fueran trasladadas a los estantes de la nueva casa.
—Pan comido, Horacio. Todo es cuestión de que aquello quede más o menos en orden y que nadie, salvo usted, meta mano en los libros de mi tía.
El director añadió que la señorita (era señorita) encabezó la mudanza como capataz, pero no permitió que el salvajismo de los cargadores pusiera un dedo en ninguno de sus libros.
—Mi tía Lupita es muy especial, ya la conocerá —dijo, y como tal vez notó en mi gesto una sombra de repentino susto, compensó— pero es muy buena persona, por eso ni se preocupe.
Horacio recibió las últimas instrucciones y, lo más importante, un sobre con la dirección, el teléfono y el dinero de los viáticos del viaje de ida y unos pesos de pago adelantado. Era, en los hechos, el primer salario que recibía en su vida, así que salió de la biblioteca con el ánimo hasta la coronilla.
Nunca pensó que el viaje de Querétaro a Torreón le iba a parecer tan largo. Por más que se asomaba no aparecía en la madrugada nada que le diera idea de que estaba cerca el fin. Duró trece horas. Tomó el camión a las nueve de la noche y hasta las diez del día siguiente había llegado. Poco antes, en el amanecer, vio por la ventanilla el cambio de la panorámica. Ya no era el aspecto húmedo, templado y verde-musgo del centro, sino un territorio plano, con cerros que apenas se dejaban admirar como pellizcos a la tierra. La vegetación le pareció del viejo oeste, de un verde apagado y en muchos casos amarillenta, como muerta. Pese a esos rasgos, el cielo y la iluminación del día le fueron revelando una belleza rara en el inagotable suelo, una desnuda inmensidad de color café con leche.
Bajó del camión en una centralita que casi daba lástima. Pronto notó que al costado de un bulevar llamado Revolución se acomodaban, en distintas calles, los edificios de las diferentes líneas de autobuses para pasajeros. Era una zona populosa. Al salir de la central caminó unas cuadras hacia donde lo guió el instinto y llegó a un mercado que a esa hora, casi las once de la mañana, era un hervidero de personas y vehículos. Vio que estaba en la esquina de la calle Múzquiz y el bulevar. Poco más allá, unas vías de tren con seis vagones opacos e inmóviles y poco más allá, imperturbable, una casona imponente en la cresta de un cerro. Había llegado a Torreón.
Quiso caminar otro poco, para desentumecer las piernas y agarrar aire limpio, pero pensó que tal vez la tía Lupita ya tenía, gracias a su sobrino, información sobre su hora de salida y estaría esperándolo con impaciencia. Caminó por la Múzquiz en sentido contrario al flujo de los coches y reparó en lo ancho de las aceras. Sin darse cuenta llegó al corazón del mercado y en una callejuela vio negocios de zapatos, dulcerías, fruterías y cantinuchas que a esa hora ya exhibían una que otra puta gorda y muy platicadora afuera de los establecimientos. Torreón se notaba trabajadora, agitada, viva. Como cualquier viajero novato, sintió la extraña necesidad de que lo reconocieran como fuereño y lo orientaran o le preguntaran de dónde era. Era un deseo bobo, pues a no ser por la mochila en el hombro —su único rasgo de visitante—, todo en él parecía cuajado con el mismo molde mestizo que había fabricado a los torreonenses. Sería distinto si pareciera nórdico, africano o asiático, pero si hubiera sido así, carecería de motivo para andar caminando con azoro en un mercado de Torreón.
Al pasar por una especie de fonda vio a un sujeto panzón que le propinaba brutales tarascadas a una torta amplia y abultada; pese al tamaño del pan, las rodajas de cebolla y tomate alcanzaban a salir un poco y lucían más apetitosas que una cebra para un tigre. Quiso comer algo, detenerse a respirar en paz antes de enfrentar a la patrona desconocida; en el fondo tenía miedo de que fuera una anciana déspota. Sin pensar más, paró un taxi y le dijo que lo llevara a la calle Blanco. Sintió que el chofer lo había notado fuereño; con una sonrisa, el hombre le dijo que la Blanco estaba a cinco cuadras, que podía caminarlas, pero que si quería, lo llevaba. Horacio aceptó, y en el breve camino sólo hubo tiempo para decirle que estaba por primera vez en Torreón, que era de Querétaro. Al encontrar el número, el chofer no aceptó pago.
—No, amigo, haga de cuenta que fue un aventón. Yo veía para este rumbo.
El sujeto era moreno y picado de viruela, y sonreía con una mazorca donde brillaba un diente de plata. Horacio le agradeció desconcertado, y lo vio alejarse sin decir más. Al darse la vuelta vio la casa: era antigua, con negra herrería sólida y paredes impecablemente pintadas de amarillo. Una casa baja, sin jardín frontal, pegada a la banqueta como casi todas las casas en ese rumbo de Torreón. Metió el brazo por una reja para alcanzar algo que parecía el timbre. Lo pisó con el índice pero no oyó nada. Luego sacó una moneda y comenzó a propinar golpecitos en la reja. Las ventanas parecían un poco altas, pero parado de puntas pudo ver que no había cortinas y al menos la primera habitación ya carecía de mobiliario. Pensó que podía pasar como sospechoso de algo, así que administró los toquidos cuanto pudo. Según el director, la tía lo iba a esperar en la casa toda la mañana, pero no era así. Llevaba un número telefónico, pero no quiso usarlo por temor a parecer imperativo con la vieja. Prefirió esperar. Se sentó un rato en el primer escalón de la entrada y en eso apareció una mujer. ¿Era ella? No podía serlo, pues se veía a kilómetros ajena a cualquier refinamiento.
—Buenos días, joven. ¿Espera a la maestra Lupita?
—Sí… sí —sorprendido por la aparición, Horacio apenas pudo maniobrar con la pregunta.
—Algo me dijo ayer que vendría un trabajador a socorrerla con los libros, joven. Si gusta, puedo llamarle por teléfono para decirle que usted ya llegó. Soy su vecina de la sastrería, mire —la vieja apuntó con su dedo hacia la izquierda, donde lucía un letrero que nomás decía “Sastre”.
—Sí, gracias, señora, se lo agradeceré.
La anciana se retiró a paso lento. En la mano llevaba una bolsa de red atestada con verdura. Tardó un rato y volvió.
—Ya le avisé. Dice que viene para acá —informó y de nuevo fue a perderse en la sastrería.
Como media hora después se detuvo un taxi y de allí bajó una mujer blanca y frágil, pequeña y muy acicalada. Podía tener entre sesenta y setenta años, pues estaba en una edad indescifrable para un muchacho de 23. Usaba una pañoleta guinda en el pelo y un trajecito sastre azul marino, de maestra, y una blusa blanca que le reforzaba la facha magisterial. Pese a su tamaño y su aparente debilidad, la forma en la que bajó del coche y el gesto del taxista al cobrar delataban que la vieja no era un flan. Horacio se puso de pie y caminó para mostrar de inmediato su servicialidad.
—¿Maestra Lupita?
—Soy yo, joven, soy yo… ¿y usted es Horacio?
—Horacio Sobrino, maestra, para servir.
—Gracias, joven Horacio, un gusto tenerlo aquí.
Mientras la anciana sacaba las llaves para abrir la reja y la puerta principal, Horacio pensó que el primero encuentro no había sido malo. Se presentó bien, y la maestra Lupita le dejó caer una mirada que parecía sinceramente atenta. Pasaron al zaguán, luego a la sala, luego a un patio y a dos habitaciones. Mientras recorrían el desolado espacio, la maestra Lupita explicaba.
—Mire, joven Horacio, no sé para qué me ando cambiando a estas alturas de mi vida. Pero bueno, ya lo hice y ni cómo arrepentirme. En esta casa viví cuarenta años, aquí hice mi vida, pero por una loquera inexplicable se me pegó brincar a una casa un poco menos deteriorada. Esta la rentaré, le están dando mantenimiento, pero no quiero meter a nadie hasta que no saque mi biblioteca. Mi idea es llevarla en orden; ya tengo libreros nuevos en la otra casa, pero necesito un especialista que me ayude con la clasificación y con la carga. Cuando mi sobrino supo lo que yo necesitaba no paró hasta conseguirme la ayuda. Venga, déjeme le enseño.
En las palabras de la mujer no había tristeza, cansancio, emoción, molestia, nada. A lo mucho, se sombreaban con un velo de indiferencia que la llevaba a orientar su explicación sin apasionamiento, un poco mecánicamente. Quitó un par de candados, movió un par de aldabones y entraron a una habitación de cuatro por cuatro metros; tenía un pequeño escritorio, una Remington negra y lustrosa, lápices y otros utensilios de escritorio; al lado, cinco estructuras metálicas que por ambas caras se alzaban con un contenido de dos metros de libros. Una vez entró a la casa del director y él sí, francamente, tenía muchos libros; los de la maestra no eran tantos, así que la chamba de Torreón prometía no ser tortuosa.
—Lo que quiero quizá ya se lo explicó mi sobrino Toño. Hay que bajar los libros, ordenarlos por temas o materias, usted sabrá mejor que yo de eso, guardarlos en cajas para que los transporten a mi casa nueva y luego, cuando estén todos allá, acomodarlos como mejor se dejen. Eso es todo. ¿Cómo ve, joven?
—Eso me comentó el director. Haré el trabajo lo mejor que pueda, maestra.
—No lo dudo, se ve usted muy listo, joven.
El piropo lo dijo igual que lo demás, sin mucho énfasis, distante. Horacio recordó a su madre y reparó que tal vez hay una etapa de la vida en la que ya no emociona nada.
—Es raro que no haya llegado don Julián. Es el señor que anda haciendo las reparaciones para cuando la rente. Pero no le va a estorbar, joven, pues él andará en los cuartos y usted se encerrará en la biblioteca. Si quiere, lo voy dejando ya, para que busque dónde quedarse y vaya a comer. No es necesario que comience hoy. Descanse. Le doy la llave y mañana usted entra solo. Mire, también le doy este dinero para sus gastos.
La maestra sacó de su bolso un tubito de billetes. Se los dio a Horacio y le dijo que se iba.
—Cualquier cosa, ya sabe, llámeme cuando guste. Hágalo desde la sastrería. Si quiere llamar a su familia, llame desde allí, yo pagaré sus conferencias.
Distante, amable, desprendida, comprensiva, la maestra y su biblioteca eran el trabajo perfecto para un desempleado queretano. Apenas la anciana cerró la puerta, Horacio volvió a la biblioteca y se le fue una hora en examinar los lomos, el escenario de su futura chamba. Pensó que deseaba quedar muy bien, que el director y su tía no se sintieran defraudados. Un gruñido en las tripas le recordó que no había comido desde su salida en Querétaro. Estaba en el zaguán cuando en la puerta oyó una llave; la puerta se abrió y apareció un hombre de jeans, cachucha y camisa de cuadritos, vaquera. Era don Julián. No se sorprendió por la presencia del muchacho, como quien ya estaba avisado sobre el trabajo que realizaría para la maestra.
—Julián —dijo el hombre y tendió la mano—, usted debe ser el de los libros, ¿no?
—Sí, soy ése. Horacio Sobrino, servidor.
La maestra lo llamó “don Julián”, pero era joven, menor de cuarenta. El fuereño le dijo que saldría a buscar comida y un alojamiento y que volvería mañana a comenzar con el asunto de los libros.
—¿Y ya sabe dónde va a quedarse, joven?
—No, buscaré un hotelito por aquí cerca.
—Si quiere yo lo ayudo. No es que me meta, pero conozco unos alojamientos limpios y a buen precio aquí cerquitas.
Horacio aceptó la ayuda, agradecido y algo apenado por distraer a don Julián. Salieron y caminaron con rumbo al mercado.
—Ya anduve cerca de este lugar en la mañana. ¿Cómo se llama el mercado?
—Alianza, es la parte más vieja de Torreón. Por allí cerca están los alojamientos. Allá lo llevo. No traigo mi camioneta, la están arreglando, por eso venimos a pata.
Y sí, cuatro cuadras después apareció la casa que tenía la decencia de no autodenominarse “hotel”. Era apenas un local con “alojamientos” sobre la calle Zaragoza. Le gustó que la recepción se viera aseada y pagó una noche, para probar si el cuarto era cómodo y aseado, además de económico. Don Julián se despidió y quedaron de verse al día siguiente.
Por fin en el cuarto, Horacio se tumbó la ropa y buscó la ducha con ansiedad. Traía la sensación de mugre que deja el autobús, y necesitaba tumbársela. Cuando terminó, puso a funcionar una refrigeración algo ruidosa. Se echó en la cama, todavía húmedo del baño. Sintió con perfecto placer el aire que secaba su cuerpo y sin darse cuenta cayó en un sueño plúmbeo. Tres horas después, todavía en trusa, despertó. Eran las siete de la tarde y seguía sin comer. Se calzó ropa ligera, una playera publicitaria de la selección, y salió a probar suerte con los restaurantes. Su olfato lo hizo buscar el rumbo del mercado donde había visto la torta gigantesca. La imaginó espléndida, y volvió el rechinar de tripas. Llegó a la fonda —Lonchería Mayo, se llamaba— y antes de pedir su torta oyó a otro cliente llamar “lonche” a la especialidad del negocio.
—Me da el lonche más grande que preparen —dijo en su turno.
En dos minutos estaba frente a él una brutal torta de tres pisos. Le llamó la atención que no la calentaran, pero la sintió deliciosa. Con una tuvo, de tan gorda que se la sirvieron. Mientras comía hizo cuentas mentales de sus recursos. Pensó por un momento que le habían dado de más, pues apenas gastaría una pequeña cifra en hospedaje y por las comidas no se preocupaba: haría dos por jornada, y muy económicas. Terminó de comer y caminó por el mercado. Con asombro vio que casi era las ocho de la noche y la gente no paraba de moverse. Todo se sentía agitado en el ambiente. Caminó de nuevo rumbo a los alojamientos y en el caminó se topó con la plaza de armas; un fotógrafo con Polaroid le ofreció un click; ya había poca luz, pero aceptó y quedó muy bien, con el quiosco y los pobrecitos árboles al fondo. Luego se sentó en una banca frente al Casino de La Laguna, y hasta ese momento reparó en la cantidad enorme de rótulos que decían “La Laguna”. Ya más relajado, notó que era incesante la cantidad de mujeres hermosas. En menos de diez minutos sumó a treinta de muy buenas hechuras. Compró cigarros. Hacía un calor apenas mitigado por un vientecillo sin fuerza.
Al llegar a los alojamientos, listo para encerrarse y descansar como preámbulo para el trabajal del siguiente día, don Julián lo esperaba en la recepción. Se saludaron.
—Pensé que tal vez quería dar una vuelta a la ciudad. Ya me arreglaron la troca, por si gusta…
Era demasiada amabilidad, y Horacio sospechó algo turbio en tanto ofrecimiento. Sintió que negar sería grosero, e hizo cálculos de tiempo. Para fijar un límite desde la aceptación, dijo que disponía de una hora libre. Subieron a una Ford raspada, Horacio le ofreció un cigarro y comenzaron una errancia lenta, fumando, con las ventanillas abiertas.
—Dígame qué se le antoja. ¿Una cervecita?
—Sí, vamos a donde usted diga.
—Lo voy a llevar a un lugar tradicional, ya verá.
La camioneta fue estacionada junto a un cine, el Laguna. Caminaron unos pasos y en la esquina ya esperaban, muy ofrecedores de canciones, varios charros, norteños y catrines con guitarras, trompetas, maracas y acordeones. Allí estaba el Gota de Uva. Entraron y de inmediato los atendió un mesero con camisa blanca arremangada. Las primeras dos cervezas sirvieron para intercambiarse los generales. Julián Aranzubía, cuarenta años, casado, dos hijos —Julián y Margarita—, multiusos de la plomería, la electricidad y la pintura de brocha gorda. Se pegaba el gollete y daba largos tragos a la cerveza con buen ritmo. Platicaba poco, daba la impresión de que prefería escuchar y beber; sólo se puso parlanchín cuando habló de sus hijos; dijo como cinco veces que los quería “estudiados”, si se podía ingenieros. El tiempo se diluyó como las cervezas y las borrosas palabras de aquella primera noche en Torreón. Eran las dos de la madrugada y Horacio salió del Gota de Uva con una sensación de verdadera embriaguez; pudo ver que la noche estaba viva, que decenas de parroquianos iban de un lado a otro, o que decenas de coches se arrimaban a los músicos para pedir presupuestos. Contra su costumbre, había despachado como doce botellas. Don Julián descargó veinte o poco más, pero se le notaba incólume, tan despierto que con palabras fluidas no le permitió al fuereño liquidar la cuenta.
Ebrio, pensó que había llegado el momento decisivo, que don Julián ahora sí revelaría el propósito de su generosidad. El hombre preguntó si quería cenar algo. Horacio dijo que sí, y pronto derivaron en una menudería donde probó un potaje magistral, para revivir a los muertos. Pese a la hora, estaba llena de clientes. Terminaron, ahítos, mudos. Sin sobresaltos, sin palabras, don Julián lo dejó en la puerta de los alojamientos. Horacio le dio las gracias, entró a su habitación y se derramó en la cama, fulminado.
Despertó de golpe, sobresaltado y con algo de resaca, a las diez de la mañana. Ya era tarde. Mientras se bañaba hizo una síntesis del día anterior. Notó que en todo le fue bien, que no había padecido ningún tropiezo o malestar. El taxista, la esposa del sastre, la maestra, don Julián, todos lo habían ayudado a sentirse bien en su primer viaje de trabajo. Intuyó que no todo seguiría así, que en cualquier momento pasaría algo malo.
Por recomendaciones de una mucama, desayunó gorditas, el plato tradicional de Torreón, en un estanquillo. Fue maravilloso, y otra vez muy económico. Luego caminó hacia la casa de la maestra y no fue necesario usar la llave: la reja y la puerta estaban abiertas. Allí andaba don Julián, quien preparaba brochas y pinturas. Lo acompañaba un niño como de siete años, su hijo.
—Este es Juliancito. Salude, mijo —el mocoso estiró la mano, con la vista baja—. ¿Ya desayunó, joven? ¿Durmió bien? —la voz de don Julián no insinuaba nada, sólo cordialidad—. Se lo digo porque traje unas gordas picosas, por si gusta.
—Ya comí algo, don Julián, gracias.
Horacio vio metido al trabajador en sus trajines de multiusos. Al lado de unas tinas con pintura y brochas tenía abierta una caja amarilla de herramienta. Fumaba con el cigarro clavado en los dientes, sin tomarlo con las manos y sin hacerle muecas al humo. Cruzaron unas pocas palabras más y Horacio fue a la biblioteca para comenzar con su tarea. En mediodía logró armar un plan general de ataque al encargo de la maestra Lupita. Notó que las materias podían organizarse en tres disciplinas: educación, historia y literatura, en ese orden de importancia según el número de volúmenes. Era un trabajo demasiado sencillo y placentero, la organización de aproximadamente dos mil libros que, por la apariencia de los lomos, habían acompañado la vida de la maestra. Especuló que necesitaría unas dos semanas, a lo mucho tres, para cerrar el trabajo. En ese momento decidió avanzar a un ritmo pausado para que todo cuadrara en un mes y poder cobrar con mayor facilidad. En su fuero íntimo sintió, con tenue bochorno, que le pagarían unas vacaciones. Horacio no tenía la culpa de eso, y de todas maneras haría su mejor lucha para dejar la biblioteca impecablemente organizada. Ya encarrilado, procedió a vaciar los primeros estantes y acomodar los libros en las tres materias predominantes y una extra que decidió llamar “miscelánea”. La maestra ya lo había dotado con una cantidad importante de cajas plásticas de archivo, sin armar. En la Remington tecleó la lista con autor, título y editorial, para que el registro fuera perfecto y la maestra supiera bien a bien lo que tenía.
Sin darse paz, concentrado, trabajó hasta las siete. Suspendió el trabajo, metió las aldabas a la biblioteca y antes de salir buscó a don Julián. Desde la azotea, el hombre lo saludó ya muy salpicado de manchas blancas en la ropa; su hijo le sostenía un nivel y una cuchara. Se despidieron y antes de que Horacio tomara la calle, don Julián le peguntó si no quería otra rondita de cervezas. El bibliotecario dudó, pero quedaron de verse a las nueve.
Luego de quince días de trabajo con los libros, las cajas y la clasificación estaban casi listas. Las jornadas siempre remataban con un paseo en la camioneta de don Julián, quien lo llevó al Cerro de las Noas para tener una panorámica nocturna de la ciudad, al bosque Venustiano Carranza, a la Alameda, al estadio Revolución, al estadio Moctezuma aledaño al aeropuerto y a otros lugares de supuesto interés. La verdad, a Horacio la ciudad le parecía fea, desangelada. Lo que más le gustó fue cada uno de los restaurantes y las cantinas que salpicaban el plano de la ciudad. En todos lados se comía y bebía rico y barato, y en todos lados se respiraba un aire de tranquilidad. Sólo una vez, al pasar por un bar, vio fugazmente el pleito de dos pendejos que a mano limpia se amagaban como boxeadores sin estilo. Lo demás era fiesta, y las noches se poblaban de almas y de coches, como en la Zona. Don Julián lo llevó a ese otro punto “de interés”: era un territorio cercado en medio de una colonia proletaria. Le decía a secas “la Zona”, con una expresión algo reverencial. Se trataba del sitio más alucinante de Torreón, un espacio de putas y borrachos, de viejos y de jóvenes, de lilos y de otras baratijas humanas que formaban una Gomorra lumpen, hedionda y febril. La apariencia de la Zona no podía ser más sórdida. Los neones rojos, las banquetitas estrechas, la distribución en fila de cada tugurio y el pandemonio de tanto trasnochado le daban un aspecto algo infernal, pero en las tres o cuatro noches que entraron no pasó nada, y don Julián se movía en esas callecitas como quien deambula por Disney. A Horacio le daba pena confesarlo, pero luego de una variedad en la que se desnudó una vedet, sintió la picazón, el antojo de una chica. Don Julián, experto en esos trotes, le procuró un mejor remedio.
—Aquí en la Zona no, joven —siempre le dijo “joven” —. Usted tiene universidad y las mujeres de aquí son para compas jodidos. Lo llevaré a otro lugar y allí verá chicas de su categoría.
Comprensivo, don Julián lo puso en una casa común y corriente en el que una señora de edad, hipopotámica y desenfadada, lo atendió con fría eficacia. Mostró la mercancía y sin dudarlo se inclinó por una delgada y alta que lo trabajó con fingida convicción.
Casi al mes el cuerpo ya le deslizaba la factura. Todas los días en Torreón fueron lo mismo: desayuno, trabajo en la biblioteca, comida y juerga con don Julián. Él sabía administrarse con pericia, pues nunca se veía agobiado. A veces eran nomás unas cinco cervezas y cena, pero otras desplumaban botellas de buen tamaño y terminaban en la madrugada. En uno de esos trotes Horacio llegó algo ebrio a los alojamientos y pensó en la estancia torreonense: observado con detenimiento, ese mes había sido un paraíso. Nunca un problema, nunca hambre, nunca aburrimiento, nunca un golpe, nunca una preocupación. Sabía por ejemplo que las noches en algunas ciudades del país podían ser peligrosas, pero en Torreón el único peligro eran las mordidas de los polis. Fuera de eso, qué paz respiró en aquellas madrugadas plenas de cerveza y tacos, de mujeres y música en las cantinitas donde don Julián actuó como guía experimentado.
Llevó las cajas ya organizadas en la camioneta de don Julián. La casa nueva de la maestra era chica, pero bonita e iluminada con amplios tragaluces, moderna. Hasta donde entendió, quedaba en la orilla de Torreón, en una colonia llamada Nueva San Isidro. En dos días acomodó los libros y le entregó la lista a la maestra, quien jamás puso en duda la clasificación y el pago que merecía el biblotecario de Querétaro.
—Es todo, señora. Mañana vuelvo a mi tierra.
—Mire, joven, ¡qué rápido se pasa el tiempo! Y pobre de usted, ha de estar aburridísimo.
La maestra no podía saber que Horacio estaba todo, menos “aburridísimo”. Él no podía confesarle los trotes nocturnos con don Julián, el vagabundeo etílico y gastronómico por la tranquila noche lagunera, así que optó por no responder nada. En la mirada de la maestra vio un brillo de sincera compasión.
—Tan muchacho, usted. Debe extrañarlo todo. A su gente, a sus amigos…
—Sí —mintió para no ser descortés—, pero ya mañana amaneceré en Querétaro, maestra.
—Bendito sea mi padre dios, y perdóneme haberlo molestado. Mire, aquí está la liquidación. Sentí que era muy poquito lo que me dijo mi sobrino, así que le puse un poco más. Espero que sea lo justo por su amable ayuda.
Horacio había hecho un buen trabajo, era cierto, pero de todos modos sentía que no merecía nada, pues el mes en Torreón se fue como un paseo, con casi treinta noches de trago y comida aquí y allá. Volvió a callar, agradeció a la maestra tanta confianza y le pidió que si volvía a requerir de un trabajo similar, lo llamara.
Esa noche, la última, don Julián pasó por él para llevarlo a la central de camiones. Decidieron que antes debían sellar la amistad con unas cervezas. Horacio le pidió que fueran al Gota de Uva, donde habían empezado sus tragos y su conversación. Tuvieron tiempo para tres Tecates. Horacio anotó en una servilleta la dirección de su nuevo amigo y quedó de llamarle o escribirle. Poco rato después, ya en su asiento y con el autobús en marcha, Horacio se esculcó la camisa y no halló la servilleta. Al llegar a Querétaro lo esperaba la noticia de que había una vacante en el gobierno y pronto consiguió su primer trabajo firme. Lo demás, el tiempo, se fue como se va siempre: sin ruido, implacable.
Casi treinta años después, vaga en el internet y llega a una nota horrible publicada en El Universal. Lee: “Balacera en Torreón deja siete muertos”. La foto de complemento muestra unas fachadas y la punta y la torreta de una patrulla. Pese a la oscuridad, Horacio logra percibir al fondo el rótulo de la cantina. No se ven mariachis ni otras personas alrededor, sólo algunos efectivos encapuchados. Por las evidencias, piensa que algo malo ha ocurrido en el festivo y tranquilísimo Torreón de su recuerdo. Lee algunos párrafos y cuando llega a la lista de nombres, la nota dice que los muertos tienen “entre 25 y 35 años”. Sólo hay tres identificados: uno de ellos tiene un nombre conocido: “Julián Aranzubía”. Horacio piensa, no sin algo de remordimiento: “Su hijo”. Por un instante se le cruza en la cabeza la idea de viajar con un pésame al festivo y tranquilísimo Torreón de su recuerdo. JMV
He pensado que junto con el blog, para reforzar la difusión, doy por fin, luego de varios meses eludiéndolo, el sí al Fecebook. No tengo experiencia allí, no sé cómo usarlo e ignoro si será útil para ampliar los alcances de Ruta Norte. Esta segunda etapa del blog es, vale decirlo desde ahora, más experimental, un acertijo para mí. Lo que quiero es responder afirmativamente a la generosa cantidad de cartas que saludaron con inquietud mi salida del La Opinión y me recomendaron seguir aunque fuera sólo en el blog y a un ritmo no tan frenético. Pues bien, aquí está mi aceptación.
Dado que ahora transito por terracería, molestaré a mis contactos vía mail y pido a los lectores (algunos cercanos en términos de amistad) que difundan en sus círculos digitales mi ofrecimiento de palabras.
Por reapertura, trepo en esta segunda temporada de Ruta Norte un relato escrito durante la semana que hoy termina y en una primera versión para blog, es decir, susceptible a mejoras.
Tranquilísimo Torreón
Jaime Muñoz Vargas
Nunca se había topado otra vez con ese nombre. Gota de Uva, se llamaba, y estaba en una esquina cercana a un mercado famoso de Torreón. Para recordarlo debía hacer un esfuerzo, el esfuerzo que se necesita para reconstruir imágenes que habían sido realidad muchos años antes, tal vez hacía 25 o poco más. El recuerdo de ese nombre lo llevó directo al nombre de don Julián, el del apellido raro y trato más amable que conoció en La Laguna; también, por supuesto, al de su hijo homónimo. Sí, Horacio vivió un tiempito en Torreón allá por el 86. Fue sólo un mes. Estaba a punto de comenzar el segundo mundial de México, era abril, porque en la foto que conserva trae una playera verde de la selección. Le quedaba claro que el mundial estaba por arrancar, lo vio en Querétaro (ciudad sede) unas semanas después, así que su foto en Torreón con la playerita verde era de abril, quizá de marzo. Allí estaba él, serio, mirando la cámara del fotógrafo callejero que le ofreció la Polaroid a buen precio. Al fondo se ven unos árboles chaparros, una fuente, una especie de feo quiosco, una hilera de palmeras y un gran edificio a medio construir. La foto fue tomada en la Plaza de Armas.
Además de la foto, Horacio había retenido el nombre de la cantina: Gota de Uva, y un montón de recuerdos en jirones que no alcanzaban a conformar un todo congruente, una película que se pudiera contar sin mentir o exagerar en la narración de orilla a orilla. Su recuerdo de Torreón era pues un archipiélago de borrosas y gratas imágenes en las que destacaban la transparencia solar del mediodía, el calor imbatible, los cerros calvos de las orillas, las calles amplias, un terregal que allá llaman “tolvanera”, la comida en exceso, la escasísima vegetación, el abierto trato de su gente y la tranquila fiesta de las calurosas noches que allá pudo pasar.
En aquellos días del 86 Horacio tenía apenas 23 años y un deseo enorme de trabajar. Había estudiado economía en Querétaro y gracias a que hizo el servicio social en una biblioteca pública le cayó de carambola el viaje al norte. El director de la biblioteca había notado que su esmero en la clasificación y el acomodo era notable, más que el demostrado por el estudiante habitual en etapa de servicio. Eso bastó para que el director le pusiera el ojo y lo llamara a la oficina:
—Mire, Horacio, una tía por parte de mi madre vive en el norte y tiene una gran biblioteca. Se acaba de cambiar de casa y como es mujer de edad necesita a alguien que le ayude con sus libros. Si se anima con el trabajo, le pagará unas dos o tres semanas de sueldo y los viáticos. ¿Le entra?
Horacio acababa de egresar, no tenía trabajo y estaba por concluir el servicio social. Aunque fueran dos o tres semanas, la novedad del ofrecimiento lo sedujo. Ir al norte, ayudar a una anciana con sus libros y quizá pasarla bien no era una aventura despreciable para nadie de veintitantos años, mucho menos para un recién egresado sin empleo formal en el horizonte.
—¿Y dónde es exactamente? —preguntó casi afirmando.
—En Torreón, ¿ha ido?
—No, jamás. Lo más norteño que conozco es Aguascalientes.
—Pues bueno, ¿acepta?
—Claro, voy, usted dígame cuándo.
—Déjeme ver los detalles con mi tía, pero esté listo para agarrar el camión lo más pronto que se pueda.
La salida no era tan urgente y demoró tres semanas. La famosa tía estaba por cambiarse de casa y alargó el suspenso más de lo esperado. Mientras llegaba el sí, Horacio liquidó los trámites del servicio social; de rutina, para no enfriarse, siguió con sus labores en la biblioteca pública. No quería que el director lo perdiera de vista y le diera a otro la chamba de Torreón. Por fin, una mañana lo llamó a la oficina y le dijo que su camión saldría al día siguiente. Allí mismo le compartió los pormenores de la chamba: según los criterios de clasificación que había aprendido durante el servicio, o cualquier otro que quisiera improvisar según su criterio, ordenaría la biblioteca de la anciana y acomodaría los libros en cajas para que fueran trasladadas a los estantes de la nueva casa.
—Pan comido, Horacio. Todo es cuestión de que aquello quede más o menos en orden y que nadie, salvo usted, meta mano en los libros de mi tía.
El director añadió que la señorita (era señorita) encabezó la mudanza como capataz, pero no permitió que el salvajismo de los cargadores pusiera un dedo en ninguno de sus libros.
—Mi tía Lupita es muy especial, ya la conocerá —dijo, y como tal vez notó en mi gesto una sombra de repentino susto, compensó— pero es muy buena persona, por eso ni se preocupe.
Horacio recibió las últimas instrucciones y, lo más importante, un sobre con la dirección, el teléfono y el dinero de los viáticos del viaje de ida y unos pesos de pago adelantado. Era, en los hechos, el primer salario que recibía en su vida, así que salió de la biblioteca con el ánimo hasta la coronilla.
Nunca pensó que el viaje de Querétaro a Torreón le iba a parecer tan largo. Por más que se asomaba no aparecía en la madrugada nada que le diera idea de que estaba cerca el fin. Duró trece horas. Tomó el camión a las nueve de la noche y hasta las diez del día siguiente había llegado. Poco antes, en el amanecer, vio por la ventanilla el cambio de la panorámica. Ya no era el aspecto húmedo, templado y verde-musgo del centro, sino un territorio plano, con cerros que apenas se dejaban admirar como pellizcos a la tierra. La vegetación le pareció del viejo oeste, de un verde apagado y en muchos casos amarillenta, como muerta. Pese a esos rasgos, el cielo y la iluminación del día le fueron revelando una belleza rara en el inagotable suelo, una desnuda inmensidad de color café con leche.
Bajó del camión en una centralita que casi daba lástima. Pronto notó que al costado de un bulevar llamado Revolución se acomodaban, en distintas calles, los edificios de las diferentes líneas de autobuses para pasajeros. Era una zona populosa. Al salir de la central caminó unas cuadras hacia donde lo guió el instinto y llegó a un mercado que a esa hora, casi las once de la mañana, era un hervidero de personas y vehículos. Vio que estaba en la esquina de la calle Múzquiz y el bulevar. Poco más allá, unas vías de tren con seis vagones opacos e inmóviles y poco más allá, imperturbable, una casona imponente en la cresta de un cerro. Había llegado a Torreón.
Quiso caminar otro poco, para desentumecer las piernas y agarrar aire limpio, pero pensó que tal vez la tía Lupita ya tenía, gracias a su sobrino, información sobre su hora de salida y estaría esperándolo con impaciencia. Caminó por la Múzquiz en sentido contrario al flujo de los coches y reparó en lo ancho de las aceras. Sin darse cuenta llegó al corazón del mercado y en una callejuela vio negocios de zapatos, dulcerías, fruterías y cantinuchas que a esa hora ya exhibían una que otra puta gorda y muy platicadora afuera de los establecimientos. Torreón se notaba trabajadora, agitada, viva. Como cualquier viajero novato, sintió la extraña necesidad de que lo reconocieran como fuereño y lo orientaran o le preguntaran de dónde era. Era un deseo bobo, pues a no ser por la mochila en el hombro —su único rasgo de visitante—, todo en él parecía cuajado con el mismo molde mestizo que había fabricado a los torreonenses. Sería distinto si pareciera nórdico, africano o asiático, pero si hubiera sido así, carecería de motivo para andar caminando con azoro en un mercado de Torreón.
Al pasar por una especie de fonda vio a un sujeto panzón que le propinaba brutales tarascadas a una torta amplia y abultada; pese al tamaño del pan, las rodajas de cebolla y tomate alcanzaban a salir un poco y lucían más apetitosas que una cebra para un tigre. Quiso comer algo, detenerse a respirar en paz antes de enfrentar a la patrona desconocida; en el fondo tenía miedo de que fuera una anciana déspota. Sin pensar más, paró un taxi y le dijo que lo llevara a la calle Blanco. Sintió que el chofer lo había notado fuereño; con una sonrisa, el hombre le dijo que la Blanco estaba a cinco cuadras, que podía caminarlas, pero que si quería, lo llevaba. Horacio aceptó, y en el breve camino sólo hubo tiempo para decirle que estaba por primera vez en Torreón, que era de Querétaro. Al encontrar el número, el chofer no aceptó pago.
—No, amigo, haga de cuenta que fue un aventón. Yo veía para este rumbo.
El sujeto era moreno y picado de viruela, y sonreía con una mazorca donde brillaba un diente de plata. Horacio le agradeció desconcertado, y lo vio alejarse sin decir más. Al darse la vuelta vio la casa: era antigua, con negra herrería sólida y paredes impecablemente pintadas de amarillo. Una casa baja, sin jardín frontal, pegada a la banqueta como casi todas las casas en ese rumbo de Torreón. Metió el brazo por una reja para alcanzar algo que parecía el timbre. Lo pisó con el índice pero no oyó nada. Luego sacó una moneda y comenzó a propinar golpecitos en la reja. Las ventanas parecían un poco altas, pero parado de puntas pudo ver que no había cortinas y al menos la primera habitación ya carecía de mobiliario. Pensó que podía pasar como sospechoso de algo, así que administró los toquidos cuanto pudo. Según el director, la tía lo iba a esperar en la casa toda la mañana, pero no era así. Llevaba un número telefónico, pero no quiso usarlo por temor a parecer imperativo con la vieja. Prefirió esperar. Se sentó un rato en el primer escalón de la entrada y en eso apareció una mujer. ¿Era ella? No podía serlo, pues se veía a kilómetros ajena a cualquier refinamiento.
—Buenos días, joven. ¿Espera a la maestra Lupita?
—Sí… sí —sorprendido por la aparición, Horacio apenas pudo maniobrar con la pregunta.
—Algo me dijo ayer que vendría un trabajador a socorrerla con los libros, joven. Si gusta, puedo llamarle por teléfono para decirle que usted ya llegó. Soy su vecina de la sastrería, mire —la vieja apuntó con su dedo hacia la izquierda, donde lucía un letrero que nomás decía “Sastre”.
—Sí, gracias, señora, se lo agradeceré.
La anciana se retiró a paso lento. En la mano llevaba una bolsa de red atestada con verdura. Tardó un rato y volvió.
—Ya le avisé. Dice que viene para acá —informó y de nuevo fue a perderse en la sastrería.
Como media hora después se detuvo un taxi y de allí bajó una mujer blanca y frágil, pequeña y muy acicalada. Podía tener entre sesenta y setenta años, pues estaba en una edad indescifrable para un muchacho de 23. Usaba una pañoleta guinda en el pelo y un trajecito sastre azul marino, de maestra, y una blusa blanca que le reforzaba la facha magisterial. Pese a su tamaño y su aparente debilidad, la forma en la que bajó del coche y el gesto del taxista al cobrar delataban que la vieja no era un flan. Horacio se puso de pie y caminó para mostrar de inmediato su servicialidad.
—¿Maestra Lupita?
—Soy yo, joven, soy yo… ¿y usted es Horacio?
—Horacio Sobrino, maestra, para servir.
—Gracias, joven Horacio, un gusto tenerlo aquí.
Mientras la anciana sacaba las llaves para abrir la reja y la puerta principal, Horacio pensó que el primero encuentro no había sido malo. Se presentó bien, y la maestra Lupita le dejó caer una mirada que parecía sinceramente atenta. Pasaron al zaguán, luego a la sala, luego a un patio y a dos habitaciones. Mientras recorrían el desolado espacio, la maestra Lupita explicaba.
—Mire, joven Horacio, no sé para qué me ando cambiando a estas alturas de mi vida. Pero bueno, ya lo hice y ni cómo arrepentirme. En esta casa viví cuarenta años, aquí hice mi vida, pero por una loquera inexplicable se me pegó brincar a una casa un poco menos deteriorada. Esta la rentaré, le están dando mantenimiento, pero no quiero meter a nadie hasta que no saque mi biblioteca. Mi idea es llevarla en orden; ya tengo libreros nuevos en la otra casa, pero necesito un especialista que me ayude con la clasificación y con la carga. Cuando mi sobrino supo lo que yo necesitaba no paró hasta conseguirme la ayuda. Venga, déjeme le enseño.
En las palabras de la mujer no había tristeza, cansancio, emoción, molestia, nada. A lo mucho, se sombreaban con un velo de indiferencia que la llevaba a orientar su explicación sin apasionamiento, un poco mecánicamente. Quitó un par de candados, movió un par de aldabones y entraron a una habitación de cuatro por cuatro metros; tenía un pequeño escritorio, una Remington negra y lustrosa, lápices y otros utensilios de escritorio; al lado, cinco estructuras metálicas que por ambas caras se alzaban con un contenido de dos metros de libros. Una vez entró a la casa del director y él sí, francamente, tenía muchos libros; los de la maestra no eran tantos, así que la chamba de Torreón prometía no ser tortuosa.
—Lo que quiero quizá ya se lo explicó mi sobrino Toño. Hay que bajar los libros, ordenarlos por temas o materias, usted sabrá mejor que yo de eso, guardarlos en cajas para que los transporten a mi casa nueva y luego, cuando estén todos allá, acomodarlos como mejor se dejen. Eso es todo. ¿Cómo ve, joven?
—Eso me comentó el director. Haré el trabajo lo mejor que pueda, maestra.
—No lo dudo, se ve usted muy listo, joven.
El piropo lo dijo igual que lo demás, sin mucho énfasis, distante. Horacio recordó a su madre y reparó que tal vez hay una etapa de la vida en la que ya no emociona nada.
—Es raro que no haya llegado don Julián. Es el señor que anda haciendo las reparaciones para cuando la rente. Pero no le va a estorbar, joven, pues él andará en los cuartos y usted se encerrará en la biblioteca. Si quiere, lo voy dejando ya, para que busque dónde quedarse y vaya a comer. No es necesario que comience hoy. Descanse. Le doy la llave y mañana usted entra solo. Mire, también le doy este dinero para sus gastos.
La maestra sacó de su bolso un tubito de billetes. Se los dio a Horacio y le dijo que se iba.
—Cualquier cosa, ya sabe, llámeme cuando guste. Hágalo desde la sastrería. Si quiere llamar a su familia, llame desde allí, yo pagaré sus conferencias.
Distante, amable, desprendida, comprensiva, la maestra y su biblioteca eran el trabajo perfecto para un desempleado queretano. Apenas la anciana cerró la puerta, Horacio volvió a la biblioteca y se le fue una hora en examinar los lomos, el escenario de su futura chamba. Pensó que deseaba quedar muy bien, que el director y su tía no se sintieran defraudados. Un gruñido en las tripas le recordó que no había comido desde su salida en Querétaro. Estaba en el zaguán cuando en la puerta oyó una llave; la puerta se abrió y apareció un hombre de jeans, cachucha y camisa de cuadritos, vaquera. Era don Julián. No se sorprendió por la presencia del muchacho, como quien ya estaba avisado sobre el trabajo que realizaría para la maestra.
—Julián —dijo el hombre y tendió la mano—, usted debe ser el de los libros, ¿no?
—Sí, soy ése. Horacio Sobrino, servidor.
La maestra lo llamó “don Julián”, pero era joven, menor de cuarenta. El fuereño le dijo que saldría a buscar comida y un alojamiento y que volvería mañana a comenzar con el asunto de los libros.
—¿Y ya sabe dónde va a quedarse, joven?
—No, buscaré un hotelito por aquí cerca.
—Si quiere yo lo ayudo. No es que me meta, pero conozco unos alojamientos limpios y a buen precio aquí cerquitas.
Horacio aceptó la ayuda, agradecido y algo apenado por distraer a don Julián. Salieron y caminaron con rumbo al mercado.
—Ya anduve cerca de este lugar en la mañana. ¿Cómo se llama el mercado?
—Alianza, es la parte más vieja de Torreón. Por allí cerca están los alojamientos. Allá lo llevo. No traigo mi camioneta, la están arreglando, por eso venimos a pata.
Y sí, cuatro cuadras después apareció la casa que tenía la decencia de no autodenominarse “hotel”. Era apenas un local con “alojamientos” sobre la calle Zaragoza. Le gustó que la recepción se viera aseada y pagó una noche, para probar si el cuarto era cómodo y aseado, además de económico. Don Julián se despidió y quedaron de verse al día siguiente.
Por fin en el cuarto, Horacio se tumbó la ropa y buscó la ducha con ansiedad. Traía la sensación de mugre que deja el autobús, y necesitaba tumbársela. Cuando terminó, puso a funcionar una refrigeración algo ruidosa. Se echó en la cama, todavía húmedo del baño. Sintió con perfecto placer el aire que secaba su cuerpo y sin darse cuenta cayó en un sueño plúmbeo. Tres horas después, todavía en trusa, despertó. Eran las siete de la tarde y seguía sin comer. Se calzó ropa ligera, una playera publicitaria de la selección, y salió a probar suerte con los restaurantes. Su olfato lo hizo buscar el rumbo del mercado donde había visto la torta gigantesca. La imaginó espléndida, y volvió el rechinar de tripas. Llegó a la fonda —Lonchería Mayo, se llamaba— y antes de pedir su torta oyó a otro cliente llamar “lonche” a la especialidad del negocio.
—Me da el lonche más grande que preparen —dijo en su turno.
En dos minutos estaba frente a él una brutal torta de tres pisos. Le llamó la atención que no la calentaran, pero la sintió deliciosa. Con una tuvo, de tan gorda que se la sirvieron. Mientras comía hizo cuentas mentales de sus recursos. Pensó por un momento que le habían dado de más, pues apenas gastaría una pequeña cifra en hospedaje y por las comidas no se preocupaba: haría dos por jornada, y muy económicas. Terminó de comer y caminó por el mercado. Con asombro vio que casi era las ocho de la noche y la gente no paraba de moverse. Todo se sentía agitado en el ambiente. Caminó de nuevo rumbo a los alojamientos y en el caminó se topó con la plaza de armas; un fotógrafo con Polaroid le ofreció un click; ya había poca luz, pero aceptó y quedó muy bien, con el quiosco y los pobrecitos árboles al fondo. Luego se sentó en una banca frente al Casino de La Laguna, y hasta ese momento reparó en la cantidad enorme de rótulos que decían “La Laguna”. Ya más relajado, notó que era incesante la cantidad de mujeres hermosas. En menos de diez minutos sumó a treinta de muy buenas hechuras. Compró cigarros. Hacía un calor apenas mitigado por un vientecillo sin fuerza.
Al llegar a los alojamientos, listo para encerrarse y descansar como preámbulo para el trabajal del siguiente día, don Julián lo esperaba en la recepción. Se saludaron.
—Pensé que tal vez quería dar una vuelta a la ciudad. Ya me arreglaron la troca, por si gusta…
Era demasiada amabilidad, y Horacio sospechó algo turbio en tanto ofrecimiento. Sintió que negar sería grosero, e hizo cálculos de tiempo. Para fijar un límite desde la aceptación, dijo que disponía de una hora libre. Subieron a una Ford raspada, Horacio le ofreció un cigarro y comenzaron una errancia lenta, fumando, con las ventanillas abiertas.
—Dígame qué se le antoja. ¿Una cervecita?
—Sí, vamos a donde usted diga.
—Lo voy a llevar a un lugar tradicional, ya verá.
La camioneta fue estacionada junto a un cine, el Laguna. Caminaron unos pasos y en la esquina ya esperaban, muy ofrecedores de canciones, varios charros, norteños y catrines con guitarras, trompetas, maracas y acordeones. Allí estaba el Gota de Uva. Entraron y de inmediato los atendió un mesero con camisa blanca arremangada. Las primeras dos cervezas sirvieron para intercambiarse los generales. Julián Aranzubía, cuarenta años, casado, dos hijos —Julián y Margarita—, multiusos de la plomería, la electricidad y la pintura de brocha gorda. Se pegaba el gollete y daba largos tragos a la cerveza con buen ritmo. Platicaba poco, daba la impresión de que prefería escuchar y beber; sólo se puso parlanchín cuando habló de sus hijos; dijo como cinco veces que los quería “estudiados”, si se podía ingenieros. El tiempo se diluyó como las cervezas y las borrosas palabras de aquella primera noche en Torreón. Eran las dos de la madrugada y Horacio salió del Gota de Uva con una sensación de verdadera embriaguez; pudo ver que la noche estaba viva, que decenas de parroquianos iban de un lado a otro, o que decenas de coches se arrimaban a los músicos para pedir presupuestos. Contra su costumbre, había despachado como doce botellas. Don Julián descargó veinte o poco más, pero se le notaba incólume, tan despierto que con palabras fluidas no le permitió al fuereño liquidar la cuenta.
Ebrio, pensó que había llegado el momento decisivo, que don Julián ahora sí revelaría el propósito de su generosidad. El hombre preguntó si quería cenar algo. Horacio dijo que sí, y pronto derivaron en una menudería donde probó un potaje magistral, para revivir a los muertos. Pese a la hora, estaba llena de clientes. Terminaron, ahítos, mudos. Sin sobresaltos, sin palabras, don Julián lo dejó en la puerta de los alojamientos. Horacio le dio las gracias, entró a su habitación y se derramó en la cama, fulminado.
Despertó de golpe, sobresaltado y con algo de resaca, a las diez de la mañana. Ya era tarde. Mientras se bañaba hizo una síntesis del día anterior. Notó que en todo le fue bien, que no había padecido ningún tropiezo o malestar. El taxista, la esposa del sastre, la maestra, don Julián, todos lo habían ayudado a sentirse bien en su primer viaje de trabajo. Intuyó que no todo seguiría así, que en cualquier momento pasaría algo malo.
Por recomendaciones de una mucama, desayunó gorditas, el plato tradicional de Torreón, en un estanquillo. Fue maravilloso, y otra vez muy económico. Luego caminó hacia la casa de la maestra y no fue necesario usar la llave: la reja y la puerta estaban abiertas. Allí andaba don Julián, quien preparaba brochas y pinturas. Lo acompañaba un niño como de siete años, su hijo.
—Este es Juliancito. Salude, mijo —el mocoso estiró la mano, con la vista baja—. ¿Ya desayunó, joven? ¿Durmió bien? —la voz de don Julián no insinuaba nada, sólo cordialidad—. Se lo digo porque traje unas gordas picosas, por si gusta.
—Ya comí algo, don Julián, gracias.
Horacio vio metido al trabajador en sus trajines de multiusos. Al lado de unas tinas con pintura y brochas tenía abierta una caja amarilla de herramienta. Fumaba con el cigarro clavado en los dientes, sin tomarlo con las manos y sin hacerle muecas al humo. Cruzaron unas pocas palabras más y Horacio fue a la biblioteca para comenzar con su tarea. En mediodía logró armar un plan general de ataque al encargo de la maestra Lupita. Notó que las materias podían organizarse en tres disciplinas: educación, historia y literatura, en ese orden de importancia según el número de volúmenes. Era un trabajo demasiado sencillo y placentero, la organización de aproximadamente dos mil libros que, por la apariencia de los lomos, habían acompañado la vida de la maestra. Especuló que necesitaría unas dos semanas, a lo mucho tres, para cerrar el trabajo. En ese momento decidió avanzar a un ritmo pausado para que todo cuadrara en un mes y poder cobrar con mayor facilidad. En su fuero íntimo sintió, con tenue bochorno, que le pagarían unas vacaciones. Horacio no tenía la culpa de eso, y de todas maneras haría su mejor lucha para dejar la biblioteca impecablemente organizada. Ya encarrilado, procedió a vaciar los primeros estantes y acomodar los libros en las tres materias predominantes y una extra que decidió llamar “miscelánea”. La maestra ya lo había dotado con una cantidad importante de cajas plásticas de archivo, sin armar. En la Remington tecleó la lista con autor, título y editorial, para que el registro fuera perfecto y la maestra supiera bien a bien lo que tenía.
Sin darse paz, concentrado, trabajó hasta las siete. Suspendió el trabajo, metió las aldabas a la biblioteca y antes de salir buscó a don Julián. Desde la azotea, el hombre lo saludó ya muy salpicado de manchas blancas en la ropa; su hijo le sostenía un nivel y una cuchara. Se despidieron y antes de que Horacio tomara la calle, don Julián le peguntó si no quería otra rondita de cervezas. El bibliotecario dudó, pero quedaron de verse a las nueve.
Luego de quince días de trabajo con los libros, las cajas y la clasificación estaban casi listas. Las jornadas siempre remataban con un paseo en la camioneta de don Julián, quien lo llevó al Cerro de las Noas para tener una panorámica nocturna de la ciudad, al bosque Venustiano Carranza, a la Alameda, al estadio Revolución, al estadio Moctezuma aledaño al aeropuerto y a otros lugares de supuesto interés. La verdad, a Horacio la ciudad le parecía fea, desangelada. Lo que más le gustó fue cada uno de los restaurantes y las cantinas que salpicaban el plano de la ciudad. En todos lados se comía y bebía rico y barato, y en todos lados se respiraba un aire de tranquilidad. Sólo una vez, al pasar por un bar, vio fugazmente el pleito de dos pendejos que a mano limpia se amagaban como boxeadores sin estilo. Lo demás era fiesta, y las noches se poblaban de almas y de coches, como en la Zona. Don Julián lo llevó a ese otro punto “de interés”: era un territorio cercado en medio de una colonia proletaria. Le decía a secas “la Zona”, con una expresión algo reverencial. Se trataba del sitio más alucinante de Torreón, un espacio de putas y borrachos, de viejos y de jóvenes, de lilos y de otras baratijas humanas que formaban una Gomorra lumpen, hedionda y febril. La apariencia de la Zona no podía ser más sórdida. Los neones rojos, las banquetitas estrechas, la distribución en fila de cada tugurio y el pandemonio de tanto trasnochado le daban un aspecto algo infernal, pero en las tres o cuatro noches que entraron no pasó nada, y don Julián se movía en esas callecitas como quien deambula por Disney. A Horacio le daba pena confesarlo, pero luego de una variedad en la que se desnudó una vedet, sintió la picazón, el antojo de una chica. Don Julián, experto en esos trotes, le procuró un mejor remedio.
—Aquí en la Zona no, joven —siempre le dijo “joven” —. Usted tiene universidad y las mujeres de aquí son para compas jodidos. Lo llevaré a otro lugar y allí verá chicas de su categoría.
Comprensivo, don Julián lo puso en una casa común y corriente en el que una señora de edad, hipopotámica y desenfadada, lo atendió con fría eficacia. Mostró la mercancía y sin dudarlo se inclinó por una delgada y alta que lo trabajó con fingida convicción.
Casi al mes el cuerpo ya le deslizaba la factura. Todas los días en Torreón fueron lo mismo: desayuno, trabajo en la biblioteca, comida y juerga con don Julián. Él sabía administrarse con pericia, pues nunca se veía agobiado. A veces eran nomás unas cinco cervezas y cena, pero otras desplumaban botellas de buen tamaño y terminaban en la madrugada. En uno de esos trotes Horacio llegó algo ebrio a los alojamientos y pensó en la estancia torreonense: observado con detenimiento, ese mes había sido un paraíso. Nunca un problema, nunca hambre, nunca aburrimiento, nunca un golpe, nunca una preocupación. Sabía por ejemplo que las noches en algunas ciudades del país podían ser peligrosas, pero en Torreón el único peligro eran las mordidas de los polis. Fuera de eso, qué paz respiró en aquellas madrugadas plenas de cerveza y tacos, de mujeres y música en las cantinitas donde don Julián actuó como guía experimentado.
Llevó las cajas ya organizadas en la camioneta de don Julián. La casa nueva de la maestra era chica, pero bonita e iluminada con amplios tragaluces, moderna. Hasta donde entendió, quedaba en la orilla de Torreón, en una colonia llamada Nueva San Isidro. En dos días acomodó los libros y le entregó la lista a la maestra, quien jamás puso en duda la clasificación y el pago que merecía el biblotecario de Querétaro.
—Es todo, señora. Mañana vuelvo a mi tierra.
—Mire, joven, ¡qué rápido se pasa el tiempo! Y pobre de usted, ha de estar aburridísimo.
La maestra no podía saber que Horacio estaba todo, menos “aburridísimo”. Él no podía confesarle los trotes nocturnos con don Julián, el vagabundeo etílico y gastronómico por la tranquila noche lagunera, así que optó por no responder nada. En la mirada de la maestra vio un brillo de sincera compasión.
—Tan muchacho, usted. Debe extrañarlo todo. A su gente, a sus amigos…
—Sí —mintió para no ser descortés—, pero ya mañana amaneceré en Querétaro, maestra.
—Bendito sea mi padre dios, y perdóneme haberlo molestado. Mire, aquí está la liquidación. Sentí que era muy poquito lo que me dijo mi sobrino, así que le puse un poco más. Espero que sea lo justo por su amable ayuda.
Horacio había hecho un buen trabajo, era cierto, pero de todos modos sentía que no merecía nada, pues el mes en Torreón se fue como un paseo, con casi treinta noches de trago y comida aquí y allá. Volvió a callar, agradeció a la maestra tanta confianza y le pidió que si volvía a requerir de un trabajo similar, lo llamara.
Esa noche, la última, don Julián pasó por él para llevarlo a la central de camiones. Decidieron que antes debían sellar la amistad con unas cervezas. Horacio le pidió que fueran al Gota de Uva, donde habían empezado sus tragos y su conversación. Tuvieron tiempo para tres Tecates. Horacio anotó en una servilleta la dirección de su nuevo amigo y quedó de llamarle o escribirle. Poco rato después, ya en su asiento y con el autobús en marcha, Horacio se esculcó la camisa y no halló la servilleta. Al llegar a Querétaro lo esperaba la noticia de que había una vacante en el gobierno y pronto consiguió su primer trabajo firme. Lo demás, el tiempo, se fue como se va siempre: sin ruido, implacable.
Casi treinta años después, vaga en el internet y llega a una nota horrible publicada en El Universal. Lee: “Balacera en Torreón deja siete muertos”. La foto de complemento muestra unas fachadas y la punta y la torreta de una patrulla. Pese a la oscuridad, Horacio logra percibir al fondo el rótulo de la cantina. No se ven mariachis ni otras personas alrededor, sólo algunos efectivos encapuchados. Por las evidencias, piensa que algo malo ha ocurrido en el festivo y tranquilísimo Torreón de su recuerdo. Lee algunos párrafos y cuando llega a la lista de nombres, la nota dice que los muertos tienen “entre 25 y 35 años”. Sólo hay tres identificados: uno de ellos tiene un nombre conocido: “Julián Aranzubía”. Horacio piensa, no sin algo de remordimiento: “Su hijo”. Por un instante se le cruza en la cabeza la idea de viajar con un pésame al festivo y tranquilísimo Torreón de su recuerdo. JMV