sábado, noviembre 06, 2010
VILLA DE FRENTE Y DE PERFIL
Acaso no hay en México un personaje más famoso que Villa ni con una imagen pública atravesada por tantos entreverados claroscuros. Precisamente por eso es también el personaje literario más atractivo de nuestra historia, el héroe-villano con las cartas credenciales idóneas para ser trabajado mediante la ficción, si es que aceptamos de antemano que su vida, así sea contada con la mayor objetividad, no parece en sí misma una delirante fantasía. En los abordajes al guerrillero, sin embargo, han predominado los propósitos historicistas, el afán por darle lógica a sus mil descabelladas andanzas. Dos biografías canónicas sobre el duranguense se ciñen a este fin: la de Frederich Katz y la de Paco Ignacio Taibo II.
El deseo de literaturizar a Villa se presenta atractivo a simple vista pero entraña, creo, tremendas dificultades, como ocurre con otros personajes históricos de su tamaño o mayores. Por un lado, la enorme masa documental (esto incluye las aproximaciones fílmicas) acumulada desde que saltó a la celebridad desafía al narrador más ducho; por otro, el hecho ya insinuado de que ni visto académicamente Villa deja de parecer un personaje engendrado en el útero de la fantasía. ¿Qué novelista, pues, en sus cabales puede arrostrar semejantes obstáculos sin parecer desmesurado o ingenuo? ¿Se puede añadir información sobre un sujeto que ha llenado ya miles, tal vez millones, de páginas? ¿Es posible hacer ficción sobre lo que en sí misma parece una existencia de novela? Las tres preguntas han sido respondidas afirmativamente por el escritor saltillense Armando Alanís en Las lágrimas del centauro, novela que trabaja sobre la fabulosa materia (fabulosa en sentido estricto) que es la biografía de Villa, el laberinto movedizo que construyó de 1878 a 1923.
Armando Alanís nació en Saltillo, Coahuila, en 1956, y radica desde hace 18 años en la ciudad de México. Egresó de la carrera de comunicación social en la Universidad Anáhuac, estudió un posgrado en filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y vivió durante algunos años en Dublín. Ha publicado, entre otros, Alma sin dueño, La mirada de las vacas, Fosa común y La vitrina mágica. Ha colaborado en periódicos como La Jornada y Milenio. Actualmente es profesor de la UACM.
El autor expuso su idea de inmiscuirse con Villa en una entrevista a Milenio México; allí declaró: “Villa me interesa por norteño, ranchero, mujeriego y subversivo. Los rebeldes siempre me han simpatizado, y el caudillo de Durango lo fue toda su vida, lo mismo cuando andaba de bandido en la sierra que cuando fue nombrado general en jefe de la División del Norte. Hacía lo que le daba la gana, o lo que pensaba que debía hacer, y generalmente se salía con la suya. En Las lágrimas del centauro narro su vida y hazañas, sin ninguna pretensión de ser exhaustivo. En mi novela está Villa con sus cualidades y defectos, con sus aciertos y errores”.
Como podemos apreciar, la complejidad que encarnó Villa es el acicate principal para Alanís, quien asumió concientemente el reto de meterse en un berenjenal biográfico. ¿Cómo procedió? El narrador saltillense construyó una novela que recorre a Villa de lado a lado, desde sus andanzas infantiles hasta la hora de su muerte en Parral. En medio, los episodios más significativos no sólo de su carrera militar, sino aquellos (digamos “domésticos”) en los que se revela su talante, los momentos a veces desdeñados por la Historia con mayúscula ora porque no están suficientemente documentados, ora porque parecen nimios o anecdóticos, ora porque al final no determinaron la elevación de su estatua. Alanís apela a los instantes donde Villa no está en plan de estratega para que en efecto nos parezca más humano, “un hombre de carne y hueso, lejos [así dicen los editores en la cuarta de forros] de las estampitas de papel”. Esos instantes son, sobre todo, los que nos recuerdan su irrefrenable gula sexual, lo enamoradizo que fue, rasgo probado por el collar de esposas o amasias que desfiló por sus infatigables catres, valga la hipálage.
Dividida en siete trancos, Las lágrimas del centauro no puede prescindir, empero, del Villa militar, ese Villa corporizado por la leyenda y envuelto desde pequeño en todo tipo de escaramuzas violentas. Alanís nos lleva casi cronológicamente a los puntos señeros de la carrera político-castrense de su protagonista. En todos los casos recurre a un procedimiento elíptico, es decir, sin hacer énfasis que desplacen el tono de novela hacia el de biografía o escritura histórica. Explico: como el autor presupone una enciclopedia básica sobre Villa en la cabeza de cada receptor, no abunda en detalles técnicos, en fechas o nombres propios para dar cuenta de un pasaje emblemático. Cierto que dice “Ciudad Juárez”, “Torreón”, “Zacatecas”, escenarios todos de batallas importantes encabezadas por el revolucionario, pero eso se da sólo en plan de insinuación, con rodeos tácticos necesarios para que la novela no se aleje mucho del género ni se convierta en otra cosa. Los lectores medianamente avisados presentimos o sabemos lo que sigue en los capítulos, pues en esencia el relato concatena lógicamente —enlazados, como ya dije, a destellos relacionados con la intimidad de Villa— los picos de la cronología villista.
Un libro cuya estructura guarda parentesco con Las lágrimas del centauro es Madero, el otro, de Ignacio Solares. En ambos casos los narradores procedieron mediante el engarzamiento de pasajes históricos de acuerdo a las cronologías ya aceptadas como válidas. Al final de las novelas uno tiene la impresión de que recorrió, gracias a un proceso de acumulación, las vidas íntegras de los personajes, con los capítulos fungiendo como estroboscopios que iluminan a flashazos cada fragmento de vida. Pero hay diferencias, creo que hay diferencias. Solares buscó un hilo conductor, un hilo novelístico, al afantasmar a Madero, al volverlo un espíritu. Aprovechó inmejorablemente la afición esotérica del parrense, su creencia en la comunicación con el más allá. De hecho, eso determina hasta el tono de la narración, el permanente y áspero diálogo entre el fantasma y el Madero “real” dentro de la irrealidad novelística. Las lágrimas del centauro no tienen ese hilo, o si lo tienen es más tenue, menos explícito: es el propio Villa, su leyenda.
No debemos extrañar la falta de un hilo conductor o idea eje o reiteración del motivo principal en una novela sobre Villa. Cierto que pudo hallarse, no sé, un odio fijo y recurrente, o un amor inextinguible y por ello reciclado cada determinada cantidad de capítulos, pero eso sería emitir una idea contraria a lo que fue la vida de Villa. Si algo la caracterizó, sospecho sin ánimo de difamar, sólo porque así se dio, fue la anarquía, cierto dejarse guiar por instintos tornadizos, dependientes de coyunturas o de hombres. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si el guerrillero no es invitado a platicar por Abraham González casi de casualidad? ¿Qué si no ve lo que ve en la mirada de Madero? Villa era duro de cáscara, pero en el fondo voluble, ondulante, de ideas primitivas aunque muchas de ellas nobles. Pues bien, Alanís logra trasmitirnos esa lógica de la ilogicidad, el estado de anarquía vital de Villa al colocar sus acciones en el flujo imprevisible que fue esa existencia atada siempre a los acontecimientos históricos y, principalmente, a los vaivenes de su arrebatado humor, a esa vida que, como dice una canción, fue cayendo y levantando sin solución de continuidad.
Y hablando de humor, del otro humor, Las lágrimas del centauro lo tienen a pasto, lo cual se agradece. Igual se aplaude el estilo limpio y salpicado de copiosos giros campiranos todavía vivos. Es, por ello, un aporte a la larga y al parecer interminable saga de obras sobre la Revolución. Por eso vengo afirmando que el movimiento armado de 1910 es el Gran Tema de la literatura mexicana. Creo que Armando Alanís se ha sumado con mérito a esa brillante costumbre de nuestra narrativa.
Comarca Lagunera, 5, noviembre y 2010
Las lágrimas del centauro, Armando Alanís, MR-Novelas Históricas, México, 2010, 294 pp. Texto leído en la presentación celebrada ayer en el Museo de la Revolución. Participamos el autor, Silvia Castro Zavala y yo. Entre otros lugares, Las lágrimas del centauro está a la venta en la librería Educal instalada en el Museo Arocena, en Torreón. JMV
El deseo de literaturizar a Villa se presenta atractivo a simple vista pero entraña, creo, tremendas dificultades, como ocurre con otros personajes históricos de su tamaño o mayores. Por un lado, la enorme masa documental (esto incluye las aproximaciones fílmicas) acumulada desde que saltó a la celebridad desafía al narrador más ducho; por otro, el hecho ya insinuado de que ni visto académicamente Villa deja de parecer un personaje engendrado en el útero de la fantasía. ¿Qué novelista, pues, en sus cabales puede arrostrar semejantes obstáculos sin parecer desmesurado o ingenuo? ¿Se puede añadir información sobre un sujeto que ha llenado ya miles, tal vez millones, de páginas? ¿Es posible hacer ficción sobre lo que en sí misma parece una existencia de novela? Las tres preguntas han sido respondidas afirmativamente por el escritor saltillense Armando Alanís en Las lágrimas del centauro, novela que trabaja sobre la fabulosa materia (fabulosa en sentido estricto) que es la biografía de Villa, el laberinto movedizo que construyó de 1878 a 1923.
Armando Alanís nació en Saltillo, Coahuila, en 1956, y radica desde hace 18 años en la ciudad de México. Egresó de la carrera de comunicación social en la Universidad Anáhuac, estudió un posgrado en filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y vivió durante algunos años en Dublín. Ha publicado, entre otros, Alma sin dueño, La mirada de las vacas, Fosa común y La vitrina mágica. Ha colaborado en periódicos como La Jornada y Milenio. Actualmente es profesor de la UACM.
El autor expuso su idea de inmiscuirse con Villa en una entrevista a Milenio México; allí declaró: “Villa me interesa por norteño, ranchero, mujeriego y subversivo. Los rebeldes siempre me han simpatizado, y el caudillo de Durango lo fue toda su vida, lo mismo cuando andaba de bandido en la sierra que cuando fue nombrado general en jefe de la División del Norte. Hacía lo que le daba la gana, o lo que pensaba que debía hacer, y generalmente se salía con la suya. En Las lágrimas del centauro narro su vida y hazañas, sin ninguna pretensión de ser exhaustivo. En mi novela está Villa con sus cualidades y defectos, con sus aciertos y errores”.
Como podemos apreciar, la complejidad que encarnó Villa es el acicate principal para Alanís, quien asumió concientemente el reto de meterse en un berenjenal biográfico. ¿Cómo procedió? El narrador saltillense construyó una novela que recorre a Villa de lado a lado, desde sus andanzas infantiles hasta la hora de su muerte en Parral. En medio, los episodios más significativos no sólo de su carrera militar, sino aquellos (digamos “domésticos”) en los que se revela su talante, los momentos a veces desdeñados por la Historia con mayúscula ora porque no están suficientemente documentados, ora porque parecen nimios o anecdóticos, ora porque al final no determinaron la elevación de su estatua. Alanís apela a los instantes donde Villa no está en plan de estratega para que en efecto nos parezca más humano, “un hombre de carne y hueso, lejos [así dicen los editores en la cuarta de forros] de las estampitas de papel”. Esos instantes son, sobre todo, los que nos recuerdan su irrefrenable gula sexual, lo enamoradizo que fue, rasgo probado por el collar de esposas o amasias que desfiló por sus infatigables catres, valga la hipálage.
Dividida en siete trancos, Las lágrimas del centauro no puede prescindir, empero, del Villa militar, ese Villa corporizado por la leyenda y envuelto desde pequeño en todo tipo de escaramuzas violentas. Alanís nos lleva casi cronológicamente a los puntos señeros de la carrera político-castrense de su protagonista. En todos los casos recurre a un procedimiento elíptico, es decir, sin hacer énfasis que desplacen el tono de novela hacia el de biografía o escritura histórica. Explico: como el autor presupone una enciclopedia básica sobre Villa en la cabeza de cada receptor, no abunda en detalles técnicos, en fechas o nombres propios para dar cuenta de un pasaje emblemático. Cierto que dice “Ciudad Juárez”, “Torreón”, “Zacatecas”, escenarios todos de batallas importantes encabezadas por el revolucionario, pero eso se da sólo en plan de insinuación, con rodeos tácticos necesarios para que la novela no se aleje mucho del género ni se convierta en otra cosa. Los lectores medianamente avisados presentimos o sabemos lo que sigue en los capítulos, pues en esencia el relato concatena lógicamente —enlazados, como ya dije, a destellos relacionados con la intimidad de Villa— los picos de la cronología villista.
Un libro cuya estructura guarda parentesco con Las lágrimas del centauro es Madero, el otro, de Ignacio Solares. En ambos casos los narradores procedieron mediante el engarzamiento de pasajes históricos de acuerdo a las cronologías ya aceptadas como válidas. Al final de las novelas uno tiene la impresión de que recorrió, gracias a un proceso de acumulación, las vidas íntegras de los personajes, con los capítulos fungiendo como estroboscopios que iluminan a flashazos cada fragmento de vida. Pero hay diferencias, creo que hay diferencias. Solares buscó un hilo conductor, un hilo novelístico, al afantasmar a Madero, al volverlo un espíritu. Aprovechó inmejorablemente la afición esotérica del parrense, su creencia en la comunicación con el más allá. De hecho, eso determina hasta el tono de la narración, el permanente y áspero diálogo entre el fantasma y el Madero “real” dentro de la irrealidad novelística. Las lágrimas del centauro no tienen ese hilo, o si lo tienen es más tenue, menos explícito: es el propio Villa, su leyenda.
No debemos extrañar la falta de un hilo conductor o idea eje o reiteración del motivo principal en una novela sobre Villa. Cierto que pudo hallarse, no sé, un odio fijo y recurrente, o un amor inextinguible y por ello reciclado cada determinada cantidad de capítulos, pero eso sería emitir una idea contraria a lo que fue la vida de Villa. Si algo la caracterizó, sospecho sin ánimo de difamar, sólo porque así se dio, fue la anarquía, cierto dejarse guiar por instintos tornadizos, dependientes de coyunturas o de hombres. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si el guerrillero no es invitado a platicar por Abraham González casi de casualidad? ¿Qué si no ve lo que ve en la mirada de Madero? Villa era duro de cáscara, pero en el fondo voluble, ondulante, de ideas primitivas aunque muchas de ellas nobles. Pues bien, Alanís logra trasmitirnos esa lógica de la ilogicidad, el estado de anarquía vital de Villa al colocar sus acciones en el flujo imprevisible que fue esa existencia atada siempre a los acontecimientos históricos y, principalmente, a los vaivenes de su arrebatado humor, a esa vida que, como dice una canción, fue cayendo y levantando sin solución de continuidad.
Y hablando de humor, del otro humor, Las lágrimas del centauro lo tienen a pasto, lo cual se agradece. Igual se aplaude el estilo limpio y salpicado de copiosos giros campiranos todavía vivos. Es, por ello, un aporte a la larga y al parecer interminable saga de obras sobre la Revolución. Por eso vengo afirmando que el movimiento armado de 1910 es el Gran Tema de la literatura mexicana. Creo que Armando Alanís se ha sumado con mérito a esa brillante costumbre de nuestra narrativa.
Comarca Lagunera, 5, noviembre y 2010
Las lágrimas del centauro, Armando Alanís, MR-Novelas Históricas, México, 2010, 294 pp. Texto leído en la presentación celebrada ayer en el Museo de la Revolución. Participamos el autor, Silvia Castro Zavala y yo. Entre otros lugares, Las lágrimas del centauro está a la venta en la librería Educal instalada en el Museo Arocena, en Torreón. JMV