jueves, octubre 14, 2010

 

LOS SUPERVIVIENTES DE ATACAMA



Recuerdo una versión bodrio de Los supervivientes de los Andes (1976), film de René Cardona. Luego vi otra técnicamente mejor cocinada, gringa ella, pero la que perduró en mi afecto fue aquélla, la primera que vi hace 35 años en el hoy extinto cine Palacio de Gómez Ídem. Queda claro que para un niño las películas de héroes reales no se pueden olvidar así nomás. Siempre, toda la vida luego de que supe el drama de los supervivientes andinos, pensé que pasar por una experiencia de ese pelo era como haber visitado el infierno —en aquel caso un infierno gélido— y volver a la existencia para platicar a todo mundo la aventura. La imagen que conservo redime en algo la ínfima calidad actoral de Hugo Stiglitz, el mero mero de los supervivientes que luego de un avionazo quedaron vivos en algún punto de la desolación andina y como acto supremo de su deseo por vivir comieron carne humana, la de los pasajeros muertos pero conservados en el refrigerador cordillerano.
Todo eso me vino a la cabeza con las imágenes de los mineros chilenos. Desde que se supo la tragedia, o más que la tragedia el hecho específico de que estuvieran vivos, sentí que presenciábamos un film nonato. Seguramente algún día lo será, pues ante el agotamiento de los temas es muy atractiva desde ya la historia de los 33 hombres atrapados a cientos de metros bajo tierra, metidos en un refugio y a la espera de una salvación que en efecto la técnica posibilitó desde el arranque de las operaciones, pero que no era una enchilada para tomarse a la ligera.
Además de la película ya prácticamente armada para que Hollywood le meta los mejores efectos especiales, la noticia de los supervivientes de Atacama permite otras lecturas. Una de ellas, que me impresiona porque no he dejado de habitar a plenitud la galaxia del antiguo y lento flujo informativo, es la cobertura mediática. El martes el mundo estaba viendo, vía internet o televisión, en vivo, con audio y toda la cosa, a los mineros en su covacha salvadora mientras comenzaban a subir. Tal vez nos acostumbramos demasiado rápido a esas monstruosidades de la comunicación, pero lo pienso con calma y quedo azorado. ¿Cómo, millones y millones de personas en el planeta teníamos los ojos puestos en un punto del universo literalmente recóndito, un punto que no era Nueva York ni París o un estadio de futbol en una final mundialista? Pues sí, las cifras que daban los medios sobre el rating del rescate fueron escalofriantes: mil millones de personas, una barbaridad. Se puede decir entonces que no había país que no estuviera de alguna forma atado al entorno de la mina San José.
El reality de los mineros (es innegable que en eso se convirtió) nos da idea pues del poder que ahora tiene la humanidad para colocarse en un mismo punto de la realidad. Eso es una maravilla, sin duda, pero también nos permite vislumbrar los peligros del control de los medios en unas pocas manos, en monopolios que pueden adueñarse de “la realidad” si entendemos, con Sartori, que es mediante las tecnologías de la comunicación y su dominio como hoy se asientan ante la opinión pública “verdades” que pueden ser (y son frecuentemente) mentiras.
Pese a la inmensa cantidad de cursilería que derramó toda crónica desde el famoso desierto chileno, resultó emocionante ver los trabajos de salvamento. Fue como un estar allí simultáneo, un testimoniar de primera mano lo que antes tardábamos años en saber con precisión gracias a un libro o a un documental. El mundo ya es muy otro, ahora tenemos la fascinante capacidad de ver y oír lo que sucede a 700 metros bajo tierra. Si eso ya no asombra, entonces no sé a dónde hemos llegado. JMV





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