jueves, octubre 07, 2010
FERNANDO VALLEJO EN LA LAGUNA
Famoso por novelas como La virgen de los sicarios o El desbarrancadero, Fernando Vallejo, escritor colombiano naturalizado mexicano, es quizá todavía más famoso por su vendaval de opiniones. Dueño de una expresión explosiva al hablar y al escribir, Vallejo es de los pocos intelectuales latinoamericanos que no se anda con reticencias para quedar bien con alguien, salvo con su conciencia. Como pocos, ha dicho lo que ha querido en el tono y con las palabras que le brotan del alma. La suya es, por ello, una trayectoria de feroz iconoclasta, de empecinado dinamitador de cuanto suele ser admitido como convencional y ya no llama la atención hasta que alguien como Vallejo lo subraya y lo pone en crisis.
En algún viejo texto escribí que de Vallejo tengo noticias desde 1987, aproximadamente. El primer libro que de él leí es, pasadas las décadas, el que más aprecio. Se trata de Logoi, un voluminoso estudio, pródigo en ejemplos, sobre la escritura literaria; allí Vallejo nos convence de que, vista al microscopio, toda construcción verbal con aspiraciones literarias es una calca de un calca de una calca, es decir, que en realidad no hay nada nuevo bajo los renglones que sólo en apariencia pasan como originales. Publicado por el FCE, todavía tengo Logoi y no miento si digo que es, de su tipo, uno de los libros que más recomendaría a quienes han tomado la extraña decisión de dedicarse a la literatura, esto para que pierdan la ingenuidad y olviden desde ya que su obra será un punto de partida y no, irremediablemente, un clon de estructuras gramaticales preestablecidas. Hay otra razón, más personal, por la que aprecio a Logoi: al menos de manera parcial, varios de sus capítulos los comenté, estudioso lápiz en mano, con mi amigo Gerardo García Muñoz.
En aquel momento yo estaba lejos de saber que Fernando Vallejo había nacido en Medellín hacia 1942 y que desde los albores de los setenta vivía en México. No eran tiempos de internet y la información fluía a otra velocidad; de milagro, en esta provincia olvidada, encontré Logoi en la fugaz librería Unicornio, así que hasta dudé cuando después supe algo sobre un novelista llamado Fernando Vallejo que cada vez cobraba más prestigio por sus relatos y por sus bombarderas opiniones. ¿Era el mismo Vallejo o era otro?, me pregunté alguna vez. Pasado un tiempo supe que era el mismo, que el autor de aquel libro para mí importante, Logoi, era también un novelista consumado y una voz disidente en casi todos los tópicos que le interesan al santurrón mundo contemporáneo.
Luego vino la fama, la fama que le atrajo, por ejemplo, el premio Rómulo Gallegos, lo que de paso le acarreó el problema de las entrevistas y las invitaciones por doquier, el asedio al que se ven sometidos quienes pasan la barrera del anonimato a la celebridad mundial. Así, Vallejo tiene ya al menos diez años acechado por el periodismo internacional, por las grabadoras y los mails que no cesan de perseguirlo para extraer de él una declaración con TNT. Algunos entrevistadores lo han logrado, y es por eso que Vallejo es hoy en América Latina uno de los personajes más polémicos. A algunos les desagrada lo que opina; otros muchos le aplauden. El caso es que se trata de un escritor que no se irá del mundo sin disparar las muchas heridoras flechas que habitan su abultado carcaj.
Baste como ejemplo la entrevista concedida a Juan Villoro y publicada en Babelia, suplemento cultural de El País (6/1/2002): “A Voltaire lo educaron los jesuitas, y a mí los salesianos. Y los jesuitas comparados con los salesianos son unas mansas palomas. Yo conozco lo peor de lo peor. Pero mi polémica no es con este Papa, que al fin de cuentas no es más que un pobre diablo que ya por fortuna se va a morir; mi polémica es con Cristo, uno al que tampoco le dio el alma para entender lo que tenía que entender: que los animales también son nuestro prójimo, y no sólo el hombre, que es el más malo de los animales. Y después de Cristo con Mahoma, esa bestia reproductora y lujuriosa”; “Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, los curas, los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos”; y “La poesía hay que hacerla en prosa. El verso no tiene razón de ser desde que se inventó la escritura, o sea un poquito después de Homero. […] Los versos son sonsonete. Quiero decir los de antes, los que tenían ritmo y rima; en cuanto a los de hoy, son pedacería de frases”. JMV
En algún viejo texto escribí que de Vallejo tengo noticias desde 1987, aproximadamente. El primer libro que de él leí es, pasadas las décadas, el que más aprecio. Se trata de Logoi, un voluminoso estudio, pródigo en ejemplos, sobre la escritura literaria; allí Vallejo nos convence de que, vista al microscopio, toda construcción verbal con aspiraciones literarias es una calca de un calca de una calca, es decir, que en realidad no hay nada nuevo bajo los renglones que sólo en apariencia pasan como originales. Publicado por el FCE, todavía tengo Logoi y no miento si digo que es, de su tipo, uno de los libros que más recomendaría a quienes han tomado la extraña decisión de dedicarse a la literatura, esto para que pierdan la ingenuidad y olviden desde ya que su obra será un punto de partida y no, irremediablemente, un clon de estructuras gramaticales preestablecidas. Hay otra razón, más personal, por la que aprecio a Logoi: al menos de manera parcial, varios de sus capítulos los comenté, estudioso lápiz en mano, con mi amigo Gerardo García Muñoz.
En aquel momento yo estaba lejos de saber que Fernando Vallejo había nacido en Medellín hacia 1942 y que desde los albores de los setenta vivía en México. No eran tiempos de internet y la información fluía a otra velocidad; de milagro, en esta provincia olvidada, encontré Logoi en la fugaz librería Unicornio, así que hasta dudé cuando después supe algo sobre un novelista llamado Fernando Vallejo que cada vez cobraba más prestigio por sus relatos y por sus bombarderas opiniones. ¿Era el mismo Vallejo o era otro?, me pregunté alguna vez. Pasado un tiempo supe que era el mismo, que el autor de aquel libro para mí importante, Logoi, era también un novelista consumado y una voz disidente en casi todos los tópicos que le interesan al santurrón mundo contemporáneo.
Luego vino la fama, la fama que le atrajo, por ejemplo, el premio Rómulo Gallegos, lo que de paso le acarreó el problema de las entrevistas y las invitaciones por doquier, el asedio al que se ven sometidos quienes pasan la barrera del anonimato a la celebridad mundial. Así, Vallejo tiene ya al menos diez años acechado por el periodismo internacional, por las grabadoras y los mails que no cesan de perseguirlo para extraer de él una declaración con TNT. Algunos entrevistadores lo han logrado, y es por eso que Vallejo es hoy en América Latina uno de los personajes más polémicos. A algunos les desagrada lo que opina; otros muchos le aplauden. El caso es que se trata de un escritor que no se irá del mundo sin disparar las muchas heridoras flechas que habitan su abultado carcaj.
Baste como ejemplo la entrevista concedida a Juan Villoro y publicada en Babelia, suplemento cultural de El País (6/1/2002): “A Voltaire lo educaron los jesuitas, y a mí los salesianos. Y los jesuitas comparados con los salesianos son unas mansas palomas. Yo conozco lo peor de lo peor. Pero mi polémica no es con este Papa, que al fin de cuentas no es más que un pobre diablo que ya por fortuna se va a morir; mi polémica es con Cristo, uno al que tampoco le dio el alma para entender lo que tenía que entender: que los animales también son nuestro prójimo, y no sólo el hombre, que es el más malo de los animales. Y después de Cristo con Mahoma, esa bestia reproductora y lujuriosa”; “Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, los curas, los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos”; y “La poesía hay que hacerla en prosa. El verso no tiene razón de ser desde que se inventó la escritura, o sea un poquito después de Homero. […] Los versos son sonsonete. Quiero decir los de antes, los que tenían ritmo y rima; en cuanto a los de hoy, son pedacería de frases”. JMV