miércoles, septiembre 08, 2010
UN CUENTO DE KAMISHIBAY
Lo traté poco. Anduvo por aquí, en La Laguna, más o menos durante dos años, quizá entre 2007 y 2009. Pero no sé exactamente, pues lo traté poco. Sé que asistió al taller literario de Saúl Rosales en el TIM y que ganaba algo de plata con su “kamishibay”, una técnica de teatro japonés con dibujos montados en un teatrino y platicados con estilo de cuentacuentos. Era un hombre amable, humilde, culto. Un día cualquiera se apersonó en mi oficina y me dijo que si había proyecto editorial, él ofrecía sus cuentos. Me dio una copia y casi de inmediato le comenté que no eran malos; al contrario —le dije— sus relatos tenían malicia, estaban bien escritos y no deslucirían en ninguna colección. Me estoy refiriendo a Enrique González Heredia (el Kamishibay), a su paso fugaz por La Laguna y a los cuentos que me dejó. Uno de ellos es éste; lo tituló “Asilo político”; lo releí el fin de semana y volvió a gustarme:
Federico siempre fue diferente a todos los hombres que me buscaban en el cuartito de la gorda Marcela: los demás llegaban y de inmediato iban “a lo que te truje, Chencha”, pero Federico no, él se tomaba su tiempo; se quedaba sentado en la orilla de la cama, mirándome sin decir palabra, Luego me tomaba despacio, sin prisa, y me decía cosas... cosas que nunca, nadie me supo decir. A veces me preguntaba si mis ojos guardaban el brillo de los luceros que se colaban por la ventana, otras veces decía que mi pelo era un cachito de noche que se había atorado en la almohada. Yo lo escuchaba con gusto, aunque a veces pensaba que Federico estaba un poco mal de la cabeza, porque aunque había otras muchachas en aquella casa, él siempre me buscaba a mí y cuando me ocupaba con otros hombres se iba en silencio, nunca protestaba. Pasaban dos días o tres y pronto lo tenía nuevamente en el salón, buscándome con la mirada, o se aparecía de repente en la mesa donde estuviera, sonriendo con cara de niño travieso. Pero otras veces llegaba huraño, triste. Nunca me decía por qué. En ésas ocasiones me llevaba al cuarto y me tomaba de golpe, sin hablar. Al final encendía un cigarro y se quedaba con la mirada fija en las sombras. Yo lo miraba tras la brasa del cigarro y me parecía que dentro de su cabeza corrían sus pensamientos como un río que nunca se detenía. Me daba miedo hablarle, no me animaba a buscarlo en medio de su silencio, a llamarlo de donde quiera que anduviera pastoreando sus pensamientos.
A la gorda Marcela no le gustaba Federico, decía que me quitaba tiempo y desaprovechaba la oportunidad de ocuparme con otros hombres. A veces me decía con burla “Ahí está tu novio” y cuando nos tardábamos en nuestras cosas, mandaba a alguien para que nos golpeara la puerta. No le diré que mi vida era un paraíso, pero estaba a gusto, más cuando llegaba él y me regalaba esos momentos a su lado. Yo sabía esperarlo, aprendí a reconocer lo que deseaba sólo con ver sus ojos.
Una noche cerraron el salón; vinieron el presidente municipal y otros políticos, gente de la zona. Venían a festejar el cumpleaños de un candidato y no querían soportar testigos latosos. Teníamos un rato bailando y festejando. Uno de los que cuidaban la puerta vino a decirle a la gorda que allá afuera estaba un borracho necio a querer entrar.
—¡Pártanle la madre a ese cabrón! —ordenó el alcalde.
Cuando lo escuché sentí un hueco por dentro. Estaba segura de que el borracho de la puerta era Federico que venía a buscarme. De momento sentí miedo, miedo de no volver a escuchar aquellas palabras que me aliviaban de la vida, de pensar que de pronto me faltaran sus bromas, sus necedades... ¡No!, A Federico nadie debía tocarlo.
Abracé al hombre que bailaba conmigo, me pegué más a su cuerpo y con un movimiento que nadie imaginaba, le quité la pistola que traía a la cintura y sin detenerme un momento le vacié encima toda la carga, luego corrí mientras el escándalo prendía como incendio y en la entrada vi a Federico, que no entendía lo que pasaba. Corrimos en medio de la oscuridad y sin más que lo puesto huimos varios días hasta que alcanzamos la frontera y cruzamos hasta acá. Es por eso que le pedimos asilo político, señor oficial. Si volvemos es seguro que nos matan; dicen que era un político muy importante. JMV
Federico siempre fue diferente a todos los hombres que me buscaban en el cuartito de la gorda Marcela: los demás llegaban y de inmediato iban “a lo que te truje, Chencha”, pero Federico no, él se tomaba su tiempo; se quedaba sentado en la orilla de la cama, mirándome sin decir palabra, Luego me tomaba despacio, sin prisa, y me decía cosas... cosas que nunca, nadie me supo decir. A veces me preguntaba si mis ojos guardaban el brillo de los luceros que se colaban por la ventana, otras veces decía que mi pelo era un cachito de noche que se había atorado en la almohada. Yo lo escuchaba con gusto, aunque a veces pensaba que Federico estaba un poco mal de la cabeza, porque aunque había otras muchachas en aquella casa, él siempre me buscaba a mí y cuando me ocupaba con otros hombres se iba en silencio, nunca protestaba. Pasaban dos días o tres y pronto lo tenía nuevamente en el salón, buscándome con la mirada, o se aparecía de repente en la mesa donde estuviera, sonriendo con cara de niño travieso. Pero otras veces llegaba huraño, triste. Nunca me decía por qué. En ésas ocasiones me llevaba al cuarto y me tomaba de golpe, sin hablar. Al final encendía un cigarro y se quedaba con la mirada fija en las sombras. Yo lo miraba tras la brasa del cigarro y me parecía que dentro de su cabeza corrían sus pensamientos como un río que nunca se detenía. Me daba miedo hablarle, no me animaba a buscarlo en medio de su silencio, a llamarlo de donde quiera que anduviera pastoreando sus pensamientos.
A la gorda Marcela no le gustaba Federico, decía que me quitaba tiempo y desaprovechaba la oportunidad de ocuparme con otros hombres. A veces me decía con burla “Ahí está tu novio” y cuando nos tardábamos en nuestras cosas, mandaba a alguien para que nos golpeara la puerta. No le diré que mi vida era un paraíso, pero estaba a gusto, más cuando llegaba él y me regalaba esos momentos a su lado. Yo sabía esperarlo, aprendí a reconocer lo que deseaba sólo con ver sus ojos.
Una noche cerraron el salón; vinieron el presidente municipal y otros políticos, gente de la zona. Venían a festejar el cumpleaños de un candidato y no querían soportar testigos latosos. Teníamos un rato bailando y festejando. Uno de los que cuidaban la puerta vino a decirle a la gorda que allá afuera estaba un borracho necio a querer entrar.
—¡Pártanle la madre a ese cabrón! —ordenó el alcalde.
Cuando lo escuché sentí un hueco por dentro. Estaba segura de que el borracho de la puerta era Federico que venía a buscarme. De momento sentí miedo, miedo de no volver a escuchar aquellas palabras que me aliviaban de la vida, de pensar que de pronto me faltaran sus bromas, sus necedades... ¡No!, A Federico nadie debía tocarlo.
Abracé al hombre que bailaba conmigo, me pegué más a su cuerpo y con un movimiento que nadie imaginaba, le quité la pistola que traía a la cintura y sin detenerme un momento le vacié encima toda la carga, luego corrí mientras el escándalo prendía como incendio y en la entrada vi a Federico, que no entendía lo que pasaba. Corrimos en medio de la oscuridad y sin más que lo puesto huimos varios días hasta que alcanzamos la frontera y cruzamos hasta acá. Es por eso que le pedimos asilo político, señor oficial. Si volvemos es seguro que nos matan; dicen que era un político muy importante. JMV