viernes, septiembre 03, 2010
CARNE DE ESTADÍSTICA
A estas alturas el mal de muchos es nuestro consuelo de tontos. Ahora es más difícil buscar y hallar a los que se han ido limpios que a los que hemos sido víctimas de algún siniestro; si analizamos bien, todo mexicano ha vivido ahora, aunque sea pequeñamente, su momento de horror. Me pongo de conejillo: en lo que va de este año, nomás en lo que va de este año, he sentido en pellejo propio, de menos a más: el robo con destrucción del medidor del agua, un acto vandálico y clandestino contra mi coche, y en el entorno de mi familia más cercana, el robo ayer del coche de mi hermano y el asesinato de mi sobrino en marzo. Por supuesto que el último punto de la enumeración ha sido el más desgarrador y ni siquiera es comparable a los otros, pero sumado todo confirma lo que aseveré al principio: que si hacemos cuentas, todos hemos padecido o visto padecer a nuestras familias y amigos por lo menos un hecho delictivo leve o pesado. Todos somos entonces carne de estadística, un numerito perdido y concreto en el abstracto océano de los porcentajes relacionados con la inseguridad nacional, estatal, local y casi vecinal.
Si pasamos de la familia a nuestro círculo de amistades, la situación empeora. Nadie puede levantar la mano y decir que no tiene un amigo o un conocido al que la vida le haya sonreído al grado de no recibir alguna salpicadura del desastre. Pienso un poco, sumo unos cuantos amigos en la mente, y todos tienen parientes, amigos o conocidos a los que han extorsionado, levantado, golpeado, robado, amenazado, defraudado. Así está de lindo el país en el que vivimos. Todos los días, a cualquier temible hora, nos enteramos de algo. Basta que aparezca el tema en una conversación para que alguien recuerde lo que le pasó ayer a su primo, lo que le sucedió a su mejor amigo, lo que vivió tal o cual conocido. Nomás ayer, por ejemplo, un camarada me contaba una historia de este tipo cuando recibí, al mismo tiempo, una llamada en el celular: mi hermano me daba la noticia de que su esposa, mi cuñada, había sido despojada de su coche en una colonia de Torreón. Lamentablemente, no tenía seguro, y, asombrosamente, me comunicó su mala nueva con una tranquilidad muy parecida a la resignación. Resignación. No sé si era resignación o qué, pero estaba sereno, sin la exaltación propia de quien tiene fresca la ofensa del despojo. Tal vez, ahora lo pienso, era una mezcla de resignación y racionalización del hecho. Quizá se hizo, antes de llamarme, las preguntas básicas: ¿vale la pena desgarrarse las vestiduras? ¿Es necesario denunciar? ¿Hay autoridades disponibles? Si lo hizo, seguramente respondió que no a todas las preguntas, así que lo mejor era tomar el hecho, como decían antes, “con filosofía”, como quien no ha perdido nada.
Aunque lo entiendo y yo mismo he procedido así ante “mis” desaguisados, eso me alarma. La autoridad ha llegado, de seguro, a la misma conclusión: los ciudadanos saben que la acción del mal es irremediable y no será punida; todos o la mayoría se encogerán de hombros, no denunciarán y apurarán el trago amargo con prisa, sin hacerla de cuento, pues en estos tiempos hay que pagar de inmediato el caldo y las albóndigas, es decir, hay que resignarse a vivir sin chistar en un estado de indefensión muy parecido al que vivieron los primeros pobladores del mundo antes de que el contrato social fuera inventado.
Dice una nota publicada ayer en La Opinión: “La inseguridad en México ha ido en aumento en los últimos meses pese a los esfuerzos de los tres niveles de gobierno, pues mientras se golpea a los cárteles de la droga, el secuestro se incrementó 15.6 por ciento, los homicidios 11.5 por ciento y el robo 4.7 por ciento”. A partir de allí son enumerados, como río torrentoso, los datos más salientes de la violencia y el crimen. Todo subió, todo alcanzó cotas jamás holladas por la realidad nacional. Lo extraño es que casi no es necesario conocer las cifras, los porcentajes, para creer los incrementos, pues el ciudadano común ha sufrido de cerca alguno de esos espantosos ítems. Por eso digo que todos somos ya carne de estadística y ni quién nos eche un lazo. JMV
Si pasamos de la familia a nuestro círculo de amistades, la situación empeora. Nadie puede levantar la mano y decir que no tiene un amigo o un conocido al que la vida le haya sonreído al grado de no recibir alguna salpicadura del desastre. Pienso un poco, sumo unos cuantos amigos en la mente, y todos tienen parientes, amigos o conocidos a los que han extorsionado, levantado, golpeado, robado, amenazado, defraudado. Así está de lindo el país en el que vivimos. Todos los días, a cualquier temible hora, nos enteramos de algo. Basta que aparezca el tema en una conversación para que alguien recuerde lo que le pasó ayer a su primo, lo que le sucedió a su mejor amigo, lo que vivió tal o cual conocido. Nomás ayer, por ejemplo, un camarada me contaba una historia de este tipo cuando recibí, al mismo tiempo, una llamada en el celular: mi hermano me daba la noticia de que su esposa, mi cuñada, había sido despojada de su coche en una colonia de Torreón. Lamentablemente, no tenía seguro, y, asombrosamente, me comunicó su mala nueva con una tranquilidad muy parecida a la resignación. Resignación. No sé si era resignación o qué, pero estaba sereno, sin la exaltación propia de quien tiene fresca la ofensa del despojo. Tal vez, ahora lo pienso, era una mezcla de resignación y racionalización del hecho. Quizá se hizo, antes de llamarme, las preguntas básicas: ¿vale la pena desgarrarse las vestiduras? ¿Es necesario denunciar? ¿Hay autoridades disponibles? Si lo hizo, seguramente respondió que no a todas las preguntas, así que lo mejor era tomar el hecho, como decían antes, “con filosofía”, como quien no ha perdido nada.
Aunque lo entiendo y yo mismo he procedido así ante “mis” desaguisados, eso me alarma. La autoridad ha llegado, de seguro, a la misma conclusión: los ciudadanos saben que la acción del mal es irremediable y no será punida; todos o la mayoría se encogerán de hombros, no denunciarán y apurarán el trago amargo con prisa, sin hacerla de cuento, pues en estos tiempos hay que pagar de inmediato el caldo y las albóndigas, es decir, hay que resignarse a vivir sin chistar en un estado de indefensión muy parecido al que vivieron los primeros pobladores del mundo antes de que el contrato social fuera inventado.
Dice una nota publicada ayer en La Opinión: “La inseguridad en México ha ido en aumento en los últimos meses pese a los esfuerzos de los tres niveles de gobierno, pues mientras se golpea a los cárteles de la droga, el secuestro se incrementó 15.6 por ciento, los homicidios 11.5 por ciento y el robo 4.7 por ciento”. A partir de allí son enumerados, como río torrentoso, los datos más salientes de la violencia y el crimen. Todo subió, todo alcanzó cotas jamás holladas por la realidad nacional. Lo extraño es que casi no es necesario conocer las cifras, los porcentajes, para creer los incrementos, pues el ciudadano común ha sufrido de cerca alguno de esos espantosos ítems. Por eso digo que todos somos ya carne de estadística y ni quién nos eche un lazo. JMV