jueves, junio 24, 2010

 

ZAMUDIO BAJO PRESIÓN



Lorenzo Zamudio pensaba que con el sombrero y vestido de civil se perdía muy bien entre la muchedumbre. Tenía razón, pocos reconocían en aquel hombre de ropa discreta y sombrero azul oscuro al árbitro Zamudio, Lorenzo Zamudio. El acoso no era mucho, cierto, pero nunca faltaba el malnacido que se pasaba de tueste y en la calle, si lo reconocía, gritaba desde un camión en movimiento, por ejemplo: “Maldito zopilote Zamudio, por tu culpa…”. Eran, como se dice siempre en estos casos, gajes del oficio; de vez en vez debía soportar insultos extracancha cuando una decisión suya no cuadraba con los apetitos del aficionado. Si marcaba un penal, se enojaban los de un lado; si no lo marcaba, se emperraban los del otro. Así que ni modo, él tenía que ser imparcial y sabía que nadie jamás lo iba a manipular. Su ética estaba por encima de todo; su temple, hay que decirlo, también.
Dos días después del clásico local pensó que ya se habían enfriado los ánimos y luego de un trámite en el banco decidió beber un par de cervezas. El calor de La Laguna obliga a eso. En mayo, junio, julio, incluso en agosto y hasta en septiembre uno va a cualquier parte y no pasa media hora sin que el clima haga lo suyo. Tenía excelente condición, corría a diario en la carretera aledaña al vado del río Nazas por el flanco de Gómez Palacio, pero el calor con indumentaria de árbitro no era lo mismo que con ropa de paisano. Calaba más así, de pantalón largo y camisa formal. Por eso el deseo de unas heladas. Se asomó al bar Tropical, estaba deshabitado y fue hacia la barra. Le gustaba la barra, el sitio que solían elegir los solitarios, como él. A la segunda cerveza llegaron unos parroquianos y tomaron una mesa próxima. Comenzaron a beber con prisa, entre repentinas carcajadas que lograban imponerse en volumen a la crónica del fut europeo que despedía el televisor por ESPN. Zamudio no hizo mucho caso a los fulanos, pues agarró buen ritmo con las cervezas y llegó hasta seis sin darse cuenta.
Bebía con calma para no sentir la bruma del alcohol, pero media docena de latas ya lo habían chispeado un poco. No supo si fue su imaginación, pero clarito oyó la palabra “joto” con voz aflautada, paródica, y de inmediato la carcajada colectiva de los muchachos. Zamudio continuó en lo suyo, miraba el fut de la Premier League en el televisor y se esforzaba por seguir al árbitro más que a los jugadores. Era un defecto de fábrica: los árbitros ven los partidos no para seguir el balón, pensó, sino las trayectorias del silbante. Le gustaba como pitaban en Europa; allá le parecía más fácil, el jugador actuaba menos y no se tiraba a chillar como marica por cualquier empelloncito de cagada. Se notaba que allá corrían como locos, que hacían pases largos y que cuando caían lastimados era porque en realidad les habían cometido falta. No era como en México o en Argentina o en Chile o en general en todo el futbol de América Latina, donde los jugadores en vez de concentrarse en sus tácticas se afanaban siempre en engañar al árbitro. Además de futbolistas, concluyó Zamudio, los jugadores nuestros son histriones.
Reflexionaba, bebía, miraba con atención al árbitro europeo cuando a su espalda volvió a escuchar la voz, una voz como de perico: “Joto”, y de nuevo la carcajada unánime. No pasó mucho tiempo para que la palabra reapareciera. Zamudio (ocho cervezas en el alma, una tranquilidad de acero) pensó en intervenir, pero se contuvo porque en quince años de arbitraje había aprendido eso como pocos: la agresión en contra era parte de su vida, y sabía que la ofensa mayor contra su madre debía asimilarla con el mismo gesto helado de quien recibe un saludo de buenos días en la oficina. Algo estaba pasando, sin embargo. Las cervezas sabían mejor aquella tarde calurosa y de dos que pensó tomar ya iba por la décima. Oyó otra vez la ofensa: “Joto”, y luego un silbido que imitaba la ocarina del árbitro. Supo entonces que la burla estaba enderezada contra él. Se dijo con tranquilidad: “No voltearé. Tendrán que decir esa palabra tres veces más para que yo entre en acción”. Y las contó: fueron tres más con sus respectivas carcajadas. Sereno, sacó su cartera del bolsillo y extrajo dos billetes que cubrían poco más de lo que consumió. Bajó entonces de la periquera. Miró a los muchachos con ceño firme. Vio su reloj. Silbó fuerte con los puros labios, sin silbato, e hizo seña de finalización con la mano derecha. Luego salió de la cantina sin ver de nuevo a quienes le fastidiaron el momento y esperaban con ansia su estallido. Ya en la calle, Zamudio pensó que lo bueno de ser árbitro, lo único bueno, se puede resumir en una sentencia: como el mundo es agresivo y mentiroso por naturaleza, toda la vida le ofrecía al buen silbante muchísimas oportunidades de entrenar. JMV





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