viernes, junio 18, 2010
AQUEL POTRO ANGELICAL
El tipo era de lo más raro. Si pensabas en un caballo, era un caballo. Qué lástima que no podamos platicar sobre el Potro Peniche y al mismo tiempo echarnos unas cervezas, pero al menos por correo electrónico te cuento que lo vi ayer. Treinta años después me lo topé y no me reconoció. Yo sí, pues tiene la misma cara inconfundible de pura sangre, y al final no creció tanto como esperábamos. Yo soy más alto que él, imagínate. Lo que pasa es que en la secundaria nos llevaba dos años y dos años en la adolescencia es un jodal, te da para que te veas más verijón comparado con puñetitas que apenas entran a la pubertad. Él tenía como catorce, nosotros doce apenas, así que el Potro Peniche nos sacaba como veinte centímetros y ya parecía señor. Además, como era seco se le veía la manzana muy saltona en el cogote, de adulto.
Pero te estoy hablando del Potro Peniche y tal vez ni lo recuerdes. Era el único sujeto en La Laguna que le iba al Potosino. Era de allá, de San Luis o de un lugar cercano. Dicen que hablaba maravillas de los Tuneros, pero yo lo traté sólo en la cancha. Él estudiaba con los lasallistas, y se hizo famoso entre los jugadores de las secundarias regionales porque se pasaba la vida, dicen, pegado a los rezos, pues según esto sus papás eran muy creyentes. Puede ser, pues eran de San Luis y allá la gente es más clavada que nosotros para esas cosas. El caso es que Peniche se destacaba por su fe. Muchos creyeron que iba para padrecito, porque creo que se fumaba una misa diaria y ayudaba a los curas en sus ondas. Yo lo vi, no se me olvida, en una kermés. Estaba en un puesto de venta de aguas frescas y empanadas de camote junto a unas mujeres que parecían monjas. Una de ellas era su madre, creo, y era idéntica a la viejita que sale tirando rollos en un canal religioso del cable. Junto a esas abnegadas y recogidas damas (dicho esto sin albur) el Potro parecía un monaguillo, un querubín con cara equina.
No sé cómo era en sus clases, pero lo que sí sé es que en los partidos de la liga que enfrentaba a las secundarias en la región era uno de los defensas centrales más salvajes. Todavía conservo una cicatriz que me hice cuando en un pase a fondo corrimos juntos y con una zancadilla descarada me tumbó. Casi dejé los meniscos en la tierra y el Potro se paró de inmediato para reclamar falta en su contra. En los partidos era otro, se le metía el chamuco.
Quizá recordarás que la rudeza física era lo de menos en el comportamiento del Potro. Muchos hacían lo mismo, te barrían, te daban codazos, te empujaban todo el tiempo. El Potro añadía a ese trato habitual de los zagueros centrales algo que no parecía corresponder con un monaguillo que devoraba misas y colaboraba con cara angelical en las kermeses. No le paraba el hocico. Lo sé porque lo viví. Fui centro delantero y durante dos o tres años jugué varios partidos contra él. De hecho, tú también jugaste en su contra, pero como eras lateral jamás lo padeciste. En cambio yo, qué te puedo decir. La primera vez me asustó mucho y rogué al cielo que nunca me pasaran el balón. El tipo no jugaba bien, era lo que en la jerga llamamos “tronco”, pero le ponía tanta devoción a cada jugada que compensaba su mala calidad con un pundonor fanático, con una responsabilidad de japonés. Metía la pierna, empujaba, te tiraba todo el tiempo codacitos, era un estóper incomodísimo, una especie de víbora de esas que te amarran y te asfixian. Pero eso es lo de menos, como ya te dije. Lo importante era su boca. Con todo y su conocido fervor religioso, no cesaba de maldecirte. Jamás imaginé que alguien pudiera llegar a tanto, y eso me asustaba más que sus patadas. El repertorio de sus insolencias era vasto. Mientras el árbitro corría tras las jugadas lejanas, el hocico del Potro se colocaba muy cerquita de mi indefensa oreja y con voz de adulto me dejaba caer su catálogo de leperadas. “Ojalá y te llegue el balón, putito”; “En la próxima te empino, mierda”; “Luego del partido me enchufo a tu mami”; “Vas a terminar haciéndome una”; “¿Qué se siente ser jotillo, eh, qué se siente?”; “Cuando te manden la pelota voy a romperte los aguacates de un patín”. Carajo, qué elegancia la del Potro. Incluso sabía palabras que yo no conocía y después entendí que eran terribles: “Orita te sodomizo, nene, ya verás”. Por si fuera poco, a las palabras añadía gargajos y piquetes de dona. Estaba zafado. Lo impresionante es que al terminar los partidos se transformaba y lo podías ver muy tranquilo en misa, como si no tuviera aquel repertorio. Lo perdí de vista, como te digo, muchos años, aunque sabía por los periódicos que era un hombre social, que formaba asociaciones civiles, que sembraba amistad y todo eso. Así que ni hablar: no me sorprendió verlo salir de un burdel, lente oscuro y cabeza agachada. Supongo que luego de sus aventuras se ponía a rezar. Ese cabrón Peniche, nunca dejó de ser el Potro.JMV
Pero te estoy hablando del Potro Peniche y tal vez ni lo recuerdes. Era el único sujeto en La Laguna que le iba al Potosino. Era de allá, de San Luis o de un lugar cercano. Dicen que hablaba maravillas de los Tuneros, pero yo lo traté sólo en la cancha. Él estudiaba con los lasallistas, y se hizo famoso entre los jugadores de las secundarias regionales porque se pasaba la vida, dicen, pegado a los rezos, pues según esto sus papás eran muy creyentes. Puede ser, pues eran de San Luis y allá la gente es más clavada que nosotros para esas cosas. El caso es que Peniche se destacaba por su fe. Muchos creyeron que iba para padrecito, porque creo que se fumaba una misa diaria y ayudaba a los curas en sus ondas. Yo lo vi, no se me olvida, en una kermés. Estaba en un puesto de venta de aguas frescas y empanadas de camote junto a unas mujeres que parecían monjas. Una de ellas era su madre, creo, y era idéntica a la viejita que sale tirando rollos en un canal religioso del cable. Junto a esas abnegadas y recogidas damas (dicho esto sin albur) el Potro parecía un monaguillo, un querubín con cara equina.
No sé cómo era en sus clases, pero lo que sí sé es que en los partidos de la liga que enfrentaba a las secundarias en la región era uno de los defensas centrales más salvajes. Todavía conservo una cicatriz que me hice cuando en un pase a fondo corrimos juntos y con una zancadilla descarada me tumbó. Casi dejé los meniscos en la tierra y el Potro se paró de inmediato para reclamar falta en su contra. En los partidos era otro, se le metía el chamuco.
Quizá recordarás que la rudeza física era lo de menos en el comportamiento del Potro. Muchos hacían lo mismo, te barrían, te daban codazos, te empujaban todo el tiempo. El Potro añadía a ese trato habitual de los zagueros centrales algo que no parecía corresponder con un monaguillo que devoraba misas y colaboraba con cara angelical en las kermeses. No le paraba el hocico. Lo sé porque lo viví. Fui centro delantero y durante dos o tres años jugué varios partidos contra él. De hecho, tú también jugaste en su contra, pero como eras lateral jamás lo padeciste. En cambio yo, qué te puedo decir. La primera vez me asustó mucho y rogué al cielo que nunca me pasaran el balón. El tipo no jugaba bien, era lo que en la jerga llamamos “tronco”, pero le ponía tanta devoción a cada jugada que compensaba su mala calidad con un pundonor fanático, con una responsabilidad de japonés. Metía la pierna, empujaba, te tiraba todo el tiempo codacitos, era un estóper incomodísimo, una especie de víbora de esas que te amarran y te asfixian. Pero eso es lo de menos, como ya te dije. Lo importante era su boca. Con todo y su conocido fervor religioso, no cesaba de maldecirte. Jamás imaginé que alguien pudiera llegar a tanto, y eso me asustaba más que sus patadas. El repertorio de sus insolencias era vasto. Mientras el árbitro corría tras las jugadas lejanas, el hocico del Potro se colocaba muy cerquita de mi indefensa oreja y con voz de adulto me dejaba caer su catálogo de leperadas. “Ojalá y te llegue el balón, putito”; “En la próxima te empino, mierda”; “Luego del partido me enchufo a tu mami”; “Vas a terminar haciéndome una”; “¿Qué se siente ser jotillo, eh, qué se siente?”; “Cuando te manden la pelota voy a romperte los aguacates de un patín”. Carajo, qué elegancia la del Potro. Incluso sabía palabras que yo no conocía y después entendí que eran terribles: “Orita te sodomizo, nene, ya verás”. Por si fuera poco, a las palabras añadía gargajos y piquetes de dona. Estaba zafado. Lo impresionante es que al terminar los partidos se transformaba y lo podías ver muy tranquilo en misa, como si no tuviera aquel repertorio. Lo perdí de vista, como te digo, muchos años, aunque sabía por los periódicos que era un hombre social, que formaba asociaciones civiles, que sembraba amistad y todo eso. Así que ni hablar: no me sorprendió verlo salir de un burdel, lente oscuro y cabeza agachada. Supongo que luego de sus aventuras se ponía a rezar. Ese cabrón Peniche, nunca dejó de ser el Potro.JMV