sábado, mayo 15, 2010
CADA QUIEN SUS MALES
Quizá porque la padecieron en sus manifestaciones más agudas, quizá porque en el mundo de la superinformación de todos modos vivimos aislados, quizá porque la realidad de cada país es intransferible a otros, lo cierto es que en la Argentina pocos entre quienes me oyeron (tal vez debo decir ninguno) estaba enterado de lo que nosotros hemos aprendido a ver como algo cotidiano: la violencia. He dejado este tema para tratarlo a mi regreso; ya estoy, pues, escribiendo en La Laguna, cansado pero, como dije ayer, contento. Y sí: tuve que apelar al You Tube para mostrar algunas escasas imágenes de lo que vivimos. Me daba en todo caso la impresión de que trataba algo absolutamente desconocido para mis interlocutores, un tema del que nunca habían oído hablar ni visto en los periódicos. De la violencia en México sabían algo vinculado sobre todo a las muertas de Juárez, no más.
No critico la desinformación, pues en general todas nuestras sufridas repúblicas se bastan solas en materia de problemas. Ellos, los argentinos, viven atados, por caso, a esa economía suya que es una especie de montaña rusa con preferencia a transitar en descenso. Me lo dijeron: en su país es imposible hacer planes a largo plazo, porque los bajones del peso suelen ser rudos y sorpresivos. Prácticamente no hay diálogo que no termine en la quejumbre por los magros ingresos en relación al permanente encarecimiento de los satisfactores materiales, empezando por la canasta básica. Un país, dicen, que puede producir carne como pocos en el mundo, sin embargo margina a la población del consumo adecuado de este ingrediente básico de su dieta cotidiana.
Ciertamente, la cara más visible de la economía argentina no luce del todo bien. Lo pude constatar en decenas de detalles que sin duda son parte del entramado de relaciones materiales en cualquier sociedad. Muchos servicios públicos funcionan, tal y como dice nuestra gente, porque dios es grande. Uno de ellos es el tren suburbano, medio de transporte muy usado en Buenos Aires y cuyo deterioro sólo evidencia contumaces estrecheces. Recuerdo cómo saqué allí mi primer boleto electrónico: le pregunté al vigilante de la entrada el procedimiento y me indicó que fuera a la máquina que dispensa los cupones. El artefacto era un cacharro total, con una pantalla en la que apenas se podía distinguir algo. Luego, al lado, varios botones, cada uno equivalente a la estación o destino que podía elegir el usuario. Los botones, empero, no tenían al lado ningún mensaje, ninguna palabra que indicara el lugar, y sólo algunas habían sido pintadas a mano con marcador indeleble que de todos modos ya se estaba borrando por el uso. El policía me ayudó a saber que equis botón era el de mi destino, echó mis monedas a la ranura, picó y nada, no salió el boleto. Luego, como cualquier vándalo, le dio tres o cuatro golpes rudos a la máquina para que escupiera el boleto o al menos devolviera mi dinero. Nada ocurrió, le pregunté que si no había otro procedimiento, y me dijo que fuera a la ventanilla (boletería) atendida por un ser humano. Ninguna estaba abierta, sólo otras máquinas como la que ya me había defraudado. Por fortuna, en una de ellas trabajaban unos niños pobrísimos y a todas luces autosubempleados en el oficio de meter monedas y picar botones. Les di el dinero, hicieron el movimiento (dos o tres puñetazos a la máquina) y al fin me dieron el boleto. Luego fui a introducirlo en la ranura que permitía girar los tubos de acceso, pero no servían. Al lado, un vigilante semidormido había abierto una puerta para que pasara todo mundo con sólo levantar el famoso boletito. En el metro me pasó algo similar: compré el cupón, lo introduje a la ranura y la máquina lo expulsó. Repetí tres veces el procedimiento hasta que un fastidiado policía me dijo que entrara por otra puertita.
Los servicios públicos, en general, me parecieron mediocres, como golpeados por una economía de mera supervivencia. Por eso, y por mucho más que ignoro, las paredes están llenas de graffiti político violento y la sociedad vive polarizada, odiando a sus políticos tanto o más que nosotros a los nuestros. Asombrosamente, y aunque por supuesto la delincuencia ronda por allí, presentí un nivel de inseguridad mucho menor al mexicano. Más: condicionado por lo que veo acá, me dediqué a calcular la cantidad de policías de calle, y vi pocos. Y más todavía (lo que me alegra): en la Argentina no vi un solo militar en quince días. JMV