viernes, enero 29, 2010
SOBRE LA RESEÑA
El martes 26 de enero expuse en el Icocult Laguna algunas ideas sobre la reseña y mi oficio de reseñista. Además de los detalles técnicos, leí el itinerario que aquí ofezco:
Palimpsesto inagotable:
la reseña como siembra de lectores
Jaime Muñoz Vargas
Liminar
Hacia finales de los ochenta, recién egresado de la carrera de comunicación y ya instalado a plenitud en los territorios del desempleo, quien presenta este itinerario de lector y promotor de la lectura ya era, obviamente, un asiduo comprador de libros. Para economizar y porque soy un empedernido de las ediciones raras, visitaba y sigo visitando librerías de viejo. En Torreón nunca hemos tenido más de tres, pero eran suficientes para saciar mi curiosidad y para no quedar desvalijado de recursos. Por aquellas fechas hallé, viejo y muy amarillento, un libro editado con precariedad, pero a mi juicio atractivo. Su título es Una de cal y otra de arena, escrito por Margarita Peña y publicado en 1972 con el sello de Ediciones Injuve.
Este librito atrajo mi atención porque en su portada muestra el dibujo de una pila de libros cuyos lomos exhiben a su vez el título de cada ejemplar y el de su autor. Como para aquellos años era muy grande mi avidez por encontrar libros de crítica, me pareció raro que esa obra de la maestra Peña contuviera textos sobre libros muy recientes. Estaba acostumbrado a leer acercamientos, estudios, monografías, asedios a obras clásicas o, al menos, ya de cierta edad, así que Una de cal y otra de arena me sorprendió: por primera vez vi que las reseñas bibliográficas, generalmente derramadas en periódicos y revistas, también podían ser arracimadas en un libro como el de Margarita Peña. Si eso era posible, entonces la reseña tenía más importancia de la que aparentaba, y comencé a cobrarle aprecio. Debo decir que conservo Una de cal y otra de arena, y que mucho ha cambiado mi percepción del libro y la lectura desde que hice conciente el valor de la reseña bibliográfica como incuestionable favorecedora del libro y la lectura.
Explico el periplo que me llevó a cuajar tal conclusión.
Leer a tientas: primeras vislumbres
Muchos pueden presumir, con justo orgullo, las bibliotecas familiares y el estímulo de algún pariente a la hora de las primeras lecturas. Yo no. En mi casa de Gómez Palacio, Durango, fuimos siete hermanos, un papá empleado de una pasteurizadora y una madre ama de casa. No me quejo de esa infancia, pues sin duda discurrió tranquilamente, sin los sobresaltos del hambre o de la renta. Los libros que vi en casa siempre fueron sólo los de texto, esos que nos daban en la escuela y aprendíamos a escudriñar bajo las órdenes de los maestros. Poco después, no recuerdo cuándo, llegó la primera enciclopedia, lo que en mi caso fue una epifanía. Era la Grolier, impresa con algo de modestia pero muy bien encuadernada, firme, ideal para las catorce manos que se disputaban los tomos con el fin de hacer mejores tareas. Por allí empezó a latir mi gusto de lector, lo que devino voracidad cuando conjunté mi gusto por el futbol callejero con las revistas de deportes. Junto a la enciclopedia, junto a los libros de texto, una colección amplísima de revistas deportivas alimentó mi imaginación de niño provinciano que no tuvo Aquiles ni Agamenón, pero sí otros personajes mitológicos que anotaban goles o pegaban jonrones. No fue, debo admitirlo, una forma muy lujosa de ingresar al gusto de la lectura —en este caso, de la lectura periodística—, pero en aquel momento no era viable andar con quisquillosidades: con mi escaso presupuesto yo podía comprar revistas, y eso hacía para alimentar un flanco de mi imaginación, el de niño-adolescente que deseaba leer e imaginar.
Poco después, al final de la secundaria, un accidente me trajo los primeros libros que no eran de texto gratuitos ni la enciclopedia familiar. Eran, sí, mis primeros títulos. He contado esa anécdota en un breve ensayo titulado “Asombro de los libros”; la resumo: un día, mi único hermano mayor llegó con una caja de galletas en la que cargaba, no sé por qué, un pequeño lote de libros; eran como veinte piezas. Por una casualidad, había estado presente en un descarte de biblioteca y alguien le dijo que tomara los que quisiera, así que llenó la caja de galletas y luego ya no supo qué hacer con ella. Al llegar a casa me vio y, sin más, me los ofreció. Tomé el lote, lo acomodé en el espacio disponible de una repisa y fue allí, creo, donde nació todo lo que vino luego. La forma, el aspecto, la disposición de los libros —de mis libros— fueron tan impactantes que desde entonces son mis bienes más apreciados, tanto que además de presumir una biblioteca relativamente grande en el contexto de nuestra provincia relativamente ágrafa, me enorgullece saber que allí tengo primeras ediciones de López Velarde, Borges, Cortázar, Reyes, Paz, Arreola, Fuentes, Yáñez, García Márquez, Ibargüengoitia (la primera edición de Los relámpagos de agosto tiene justamente mi edad).
En suma, la etapa que va de mis siete u ocho años a los veinte marca mi paso del libro obligatorio o casual al libro personal, ese que he buscado con toda intencionalidad y placer de lector un poco enfermo de bibliomanía.
Conciencia del leer
Con la llegada de los primeros libros llegó asimismo lo que puedo denominar “conciencia del leer”. Si antes leía a ciegas, pellizcando aquí y allá lo que cayera, la edificación de una biblioteca avanzó paralela a la edificación de un gusto. Cerca de los veinte años pensé que en el futuro podía dedicarme a la literatura y al periodismo, a la escritura en suma. Por ello, bajo el imperativo de aquellas prioridades me incliné a la búsqueda de todo lo que rondara mis intereses literarios (novelas, libros de cuentos, poemarios, ensayos, algo de teatro) y periodísticos, sobre todo manuales y abecés. No desprecié otras disciplinas, y así fueron llegando también libros de historia, alguito de filosofía, no poco de antropología y política. Pasaron algunos años para que aquella biblioteca que empezó en una caja de galletas se convirtiera en un espacio quizá algo caótico, pero innegablemente grato.
La mayor parte de mi biblioteca la armé gracias a las librerías torreonenses: Faedo, Florencia, Del Maestro, Del Estudiante (antes Librolandia), Astraleph, Del Cristal, Unicornio, además de El libro usado y Otelo (ambas con material ya manoseado). Me serví también de las cadenas Soriana y Gigante, y más tarde de Sanborns, Vips, Gonvill y Cimaco. Poco después, ya más cerca de estas fechas, de la sucursal del FCE en el Teatro Isauro Martínez y Punto y aparte. Los viajes siempre me dejaron más de un libro, sobre todo los que hecho al DF y a Guadalajara, donde la FIL ha sido notable surtidor de mis estantes. Todo empezó, insisto, en una caja con veinte títulos descartados. No dejo de pensar que aquello fue maravilloso para mí, la llave de acceso al universo de los libros.
Escribir sobre escrituras
¿Qué hacer con los libros que poco a poco fueron habitando mis espacios? Servían para mucho. Me divertían, me instruían, me ayudaban en las clases de literatura y periodismo que durante cerca de veinte años impartí en la mayor parte de las universidades laguneras. Pero no era suficiente, según vi después. A comienzos de los noventa, una revista local demandó el concurso de mis modestos afanes y me encomendó la sección cultural. Fue allí cuando, sin quererlo, di con otra de las funciones que puede tener el libro: la de alimentar, la de motivar reseñas que a su vez estimulen la lectura. Me impuse entonces la tarea utópica de comentar (sobre todo para recomendarlos) todos los libros que pudiera de la producción local, la lagunera. Hice no sé cuántas reseñas, todas ambiciosamente largas y quizá fallidamente culteranas. Mi propósito fue claro desde aquel principio: que así como yo leía los libros, que otros también se sintieran estimulados a hacerlo. Por sistema, con disciplina, escribí sobre lo escrito, recomendé, señalé, critiqué cuanto puede. Nunca supe, ni sé ahora, la resonancia que tenían esas reseñas sobre libros, pero trabajé conciente de que los comentarios periodísticos sobre el contenido de aquellas obras era como sentarme a la mesa con mis lectores para platicares y recomendarles libros. Esa noción de la importancia que tiene la reseña bibliográfica en una sociedad de no lectores se ha ido afinando con el paso de los años. Ahora, más que desalentado por los invisibles resultados, estoy cada vez más seguro de que ese palimpsesto que consiste en escribir sobre la escritura es fundamental como dinamo de la lectura. No recibe mucho apoyo, los periódicos y las revistas (pienso ante todo en la región donde he vivido) no le han abierto cancha segura y sólo sé de un concurso que la promueve, pero la reseña es un producto periodístico que, asumido con responsabilidad y buena leche, podría multiplicar el número de lectores si los reseñistas, además de ser muchos, fueran buenos y bien remunerados (o bien remunerados precisamente por buenos).
Es verdad que una reseña ya profesional demanda cierta mínima enciclopedia y las herramientas básicas (ortografía y sintaxis más que decorosas) implicadas en toda escritura, pero podemos aceptar que una reseña (digamos amateur) la puede escribir cualquier lector, hasta un niño. Esto lo afirmo porque prácticamente no hay que batallar por el tema, es decir, el qué está resuelto desde que leemos el libro. El qué es el propio contenido de la obra leída, lo demás es información visible en el libro (editorial, número de páginas, año de publicación, ficha biográfica del autor, cantidad de apartados o capítulos, etcétera) y, claro, una opinión del lector-reseñista, juicio que puede ser impresionista, de lector no especializado. Como en todo, la práctica de la reseña mejora los dividendos críticos, pero no se puede empezar sino desde el comienzo, que consiste en leer y escribir la primera reseña, luego las que sigan, siempre bajo el presupuesto de que el tema está ya dado desde que el reseñista va leyendo lo que a la postre reseñará para bien, recalco, de la lectura.
En síntesis, así como hay bibliotecas, salas de lectura, concursos de cartel prolectura y demás, siempre he creído pertinente darle oportunidad a la reseña como foco de propagación del gusto por los libros y su acto siamés: la lectura.
Poner alas al libro
Convencido a plenitud de la importancia que tiene la reseña periodística como multiplicadora del efecto que produce la lectura, tengo casi veinte años metido en el silencioso y casi solitario hábito de la reseña. No espero nada de ella, salvo la satisfacción de saber que los libros han pasado por mis manos y luego, con una peculiar alquimia, por las teclas de mi computadora. No sé cuántas reseñas he acumulado en todo ese tiempo. Las he publicado en revistas (Brecha, Acequias, Nomádica, Fragua, Espacio 4, Noticias y Protagonistas), en periódicos (La Opinión Milenio, El Diario de Chihuahua) y alguna vez hasta leí comentarios reseñísticos en televisión. No traigo, porque no es necesario, ejemplos de esas reseñas diseminadas en tantos papeles, pero una muestra más o menos importante de mi trabajo como reseñador esta en la página de la revista virtual El Mensajero, publicada cada mes por el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza de la Universidad Iberoamericana Laguna. Allí hay, hasta el mes de agosto de 2009, más de cien reseñas de mi cuño, lo que equivale a decir que en ese solo espacio he hecho más de cien recomendaciones bibliográficas. Pueden ser observadas en la web de El Mensajero.
Para mí, esa labor ha sido, metafóricamente vista, como poner alas al libro. Por timidez, por falta de tiempo, por falta de pago, los clubes de lectura o las recomendaciones de café no se me dan tanto como la reseña, y no veo ninguna razón para malquererla o minusvalorarla. Cierto que no es la crítica académica, formal, severa de las universidades, pero ayuda, si nace de buena fe, a que los lectores avisados y no avisados se enteren de que existe tal libro con tales o cuales características y contenido, para que quizá a partir de allí traten de buscarlo y también leerlo.
Además de otros indicadores, una sociedad culta, o que al menos muestra deseos de instrucción, es aquella que ofrece y demanda reseñas, ese foro inmejorable para la conquista de lectores.
Elogio de la reseña
A tanto llegó mi obsesión por la reseña y la recomendación de libros que un buen día pensé en la necesidad de escribir un manualito con ejemplos, eso para sumar adhesiones a la causa. Terminé el libro y lo titulé Tientos y mediciones. Breve paseo por la reseña bibliográfica (una reseña sobre este libro, escrita por Vicente Alfonso, puede ser leída en este enlace. Fue publicado con un tiraje corto, de apenas 500 ejemplares ya agotados, con el sello de la UIA Laguna, eso en 2004. Allí trato, en su parte introductoria, de plantear algunas reglas mínimas de la reseña, de comentar su sentido, su necesidad, más o menos lo que resumidamente he dicho aquí. Además de eso, ofrezco en caída libre, una tras otra, como ristra, una serie de reseñas sobre libros del más diverso pelaje. Mi meta en ese caso (lo enfatizo en la parte liminar) era decir a los lectores que todo libro, independientemente de su tema, es susceptible de ser reseñado. Reuní pues, sin repetir género ni disciplina, reseñas sobre libros de arte, música, cómic, deporte, historia, periodismo, memoria, literatura (cuento, novela, ensayo, poesía…) y un largo etcétera. Al final, además del prólogo-teoría-manual sobre la reseña, apilé treinta ejemplos, esto inspirado en Una de cal y otra de arena, el libro que fue primer motor de mi gusto por el género.
Dije en el arranque de la introducción:
No creo en el silencio ni en la erudición estéril. Si me hubieran dado a elegir, preferiría —hasta Borges alguna vez insinuó preferir eso— ser Alfonso Reyes, pero como tal espejismo sólo es posible en el plano de la broma, me conformo con ser un lector que frecuentemente desea escribir sobre lo que lee. Escribir con la sola pretensión de ceder la experiencia de unas páginas, estimular en los demás el apetito de la lectura, guiar a otros ojos hacia el hallazgo de un placer. No más. En el goce de los libros, pues, no me he conformado con llegar a la última página; luego de concluir la travesía de los renglones he querido dejar algún apunte, la emoción sentida tras el viaje. Por eso fue una especie de epifanía descubrir, allá en el 86 u 87, no recuerdo, el molde periodístico/literario conocido como reseña, recipiente que en adelante me permitió vaciar en unos cuantos párrafos las opiniones generadas por las obras de reciente edición que llegaban a mis manos. A partir de entonces no he dejado de reseñar, de criticar sobre las rodillas y siempre a vuelatecla lo que me dejan unas páginas todavía con tinta fresca; escribo pues reseñas porque sé que con un solo flechazo puedo hacer varios blancos: empujo el interés de que otros lean (aunque sobre esto no me hago grandes ilusiones), ejerzo una crítica ligera y calisténica, repienso los libros que ya leí, afino mis obsesiones estilísticas y a veces —muy de vez en cuando, tan esporádicamente que para no llorar mejor no abundo sobre el tema— me gano algún dinero.
Más adelante, al final, concluyo:
No tengo amistad con la abrumadora mayoría de los autores reseñados. Salvo dos o tres, los escritores incluidos no han nacido ni viven en La Laguna y sólo los conozco por escrito.
Obviamente, las reseñas han sido trabajadas a salto de mata, como es lógico en todo trabajo periodístico. Pese a ello, no creo que no puedan servir de estímulo a los jóvenes lectores con apetitos de reseñista. Ese fue y sigue siendo el propósito de Tientos y mediciones (breve paseo por la reseña bibliográfica). Espero que lo cumpla y, para cerrar esta primera parte del periplo, me adueño de las hermosísimas palabras con las que Francisco González Guerrero arranca Los libros de los otros, obra que con su solo título ha logrado definir la vocación del reseñador:
Los libros han sido la pasión incurable de mi vida. Ellos me han proporcionado enseñanza, solaz, elevación espiritual, ansia de curiosear en todas las cosas; fatiga y desilusión a ratos. ¡Cuánto los he amado! ¡Y cuántas veces, a pesar de esta idolatría, he querido escapar a su influjo y sacudir de mí su polvo al aire libre, azul y vigorizante de la naturaleza! Pero siempre, después de un rapto de rebeldía salvaje, he tornado a ellos con más sed y rendimiento de alma. He de seguir amándolos y deseando a la vez olvidarlos cuando llegue la hora suprema, como tantas veces los olvidé para absorberme en la contemplación de un crepúsculo maravilloso.Han pasado aproximadamente veinte años desde que escribí y publiqué mis primeras reseñas. Por supuesto me hubiera gustado escribirlas mejor, pero me deja conforme el hecho de que he sido honesto y de que tal vez una parte de aquel conglomerado de cuartillas ha movido a alguien hacia uno o varios libros. Si tal acto ha ocurrido, me doy por satisfecho, pues con eso pago en algo lo mucho, lo demasiado que he recibido de mis demasiados libros.
Liminar
Hacia finales de los ochenta, recién egresado de la carrera de comunicación y ya instalado a plenitud en los territorios del desempleo, quien presenta este itinerario de lector y promotor de la lectura ya era, obviamente, un asiduo comprador de libros. Para economizar y porque soy un empedernido de las ediciones raras, visitaba y sigo visitando librerías de viejo. En Torreón nunca hemos tenido más de tres, pero eran suficientes para saciar mi curiosidad y para no quedar desvalijado de recursos. Por aquellas fechas hallé, viejo y muy amarillento, un libro editado con precariedad, pero a mi juicio atractivo. Su título es Una de cal y otra de arena, escrito por Margarita Peña y publicado en 1972 con el sello de Ediciones Injuve.
Este librito atrajo mi atención porque en su portada muestra el dibujo de una pila de libros cuyos lomos exhiben a su vez el título de cada ejemplar y el de su autor. Como para aquellos años era muy grande mi avidez por encontrar libros de crítica, me pareció raro que esa obra de la maestra Peña contuviera textos sobre libros muy recientes. Estaba acostumbrado a leer acercamientos, estudios, monografías, asedios a obras clásicas o, al menos, ya de cierta edad, así que Una de cal y otra de arena me sorprendió: por primera vez vi que las reseñas bibliográficas, generalmente derramadas en periódicos y revistas, también podían ser arracimadas en un libro como el de Margarita Peña. Si eso era posible, entonces la reseña tenía más importancia de la que aparentaba, y comencé a cobrarle aprecio. Debo decir que conservo Una de cal y otra de arena, y que mucho ha cambiado mi percepción del libro y la lectura desde que hice conciente el valor de la reseña bibliográfica como incuestionable favorecedora del libro y la lectura.
Explico el periplo que me llevó a cuajar tal conclusión.
Leer a tientas: primeras vislumbres
Muchos pueden presumir, con justo orgullo, las bibliotecas familiares y el estímulo de algún pariente a la hora de las primeras lecturas. Yo no. En mi casa de Gómez Palacio, Durango, fuimos siete hermanos, un papá empleado de una pasteurizadora y una madre ama de casa. No me quejo de esa infancia, pues sin duda discurrió tranquilamente, sin los sobresaltos del hambre o de la renta. Los libros que vi en casa siempre fueron sólo los de texto, esos que nos daban en la escuela y aprendíamos a escudriñar bajo las órdenes de los maestros. Poco después, no recuerdo cuándo, llegó la primera enciclopedia, lo que en mi caso fue una epifanía. Era la Grolier, impresa con algo de modestia pero muy bien encuadernada, firme, ideal para las catorce manos que se disputaban los tomos con el fin de hacer mejores tareas. Por allí empezó a latir mi gusto de lector, lo que devino voracidad cuando conjunté mi gusto por el futbol callejero con las revistas de deportes. Junto a la enciclopedia, junto a los libros de texto, una colección amplísima de revistas deportivas alimentó mi imaginación de niño provinciano que no tuvo Aquiles ni Agamenón, pero sí otros personajes mitológicos que anotaban goles o pegaban jonrones. No fue, debo admitirlo, una forma muy lujosa de ingresar al gusto de la lectura —en este caso, de la lectura periodística—, pero en aquel momento no era viable andar con quisquillosidades: con mi escaso presupuesto yo podía comprar revistas, y eso hacía para alimentar un flanco de mi imaginación, el de niño-adolescente que deseaba leer e imaginar.
Poco después, al final de la secundaria, un accidente me trajo los primeros libros que no eran de texto gratuitos ni la enciclopedia familiar. Eran, sí, mis primeros títulos. He contado esa anécdota en un breve ensayo titulado “Asombro de los libros”; la resumo: un día, mi único hermano mayor llegó con una caja de galletas en la que cargaba, no sé por qué, un pequeño lote de libros; eran como veinte piezas. Por una casualidad, había estado presente en un descarte de biblioteca y alguien le dijo que tomara los que quisiera, así que llenó la caja de galletas y luego ya no supo qué hacer con ella. Al llegar a casa me vio y, sin más, me los ofreció. Tomé el lote, lo acomodé en el espacio disponible de una repisa y fue allí, creo, donde nació todo lo que vino luego. La forma, el aspecto, la disposición de los libros —de mis libros— fueron tan impactantes que desde entonces son mis bienes más apreciados, tanto que además de presumir una biblioteca relativamente grande en el contexto de nuestra provincia relativamente ágrafa, me enorgullece saber que allí tengo primeras ediciones de López Velarde, Borges, Cortázar, Reyes, Paz, Arreola, Fuentes, Yáñez, García Márquez, Ibargüengoitia (la primera edición de Los relámpagos de agosto tiene justamente mi edad).
En suma, la etapa que va de mis siete u ocho años a los veinte marca mi paso del libro obligatorio o casual al libro personal, ese que he buscado con toda intencionalidad y placer de lector un poco enfermo de bibliomanía.
Conciencia del leer
Con la llegada de los primeros libros llegó asimismo lo que puedo denominar “conciencia del leer”. Si antes leía a ciegas, pellizcando aquí y allá lo que cayera, la edificación de una biblioteca avanzó paralela a la edificación de un gusto. Cerca de los veinte años pensé que en el futuro podía dedicarme a la literatura y al periodismo, a la escritura en suma. Por ello, bajo el imperativo de aquellas prioridades me incliné a la búsqueda de todo lo que rondara mis intereses literarios (novelas, libros de cuentos, poemarios, ensayos, algo de teatro) y periodísticos, sobre todo manuales y abecés. No desprecié otras disciplinas, y así fueron llegando también libros de historia, alguito de filosofía, no poco de antropología y política. Pasaron algunos años para que aquella biblioteca que empezó en una caja de galletas se convirtiera en un espacio quizá algo caótico, pero innegablemente grato.
La mayor parte de mi biblioteca la armé gracias a las librerías torreonenses: Faedo, Florencia, Del Maestro, Del Estudiante (antes Librolandia), Astraleph, Del Cristal, Unicornio, además de El libro usado y Otelo (ambas con material ya manoseado). Me serví también de las cadenas Soriana y Gigante, y más tarde de Sanborns, Vips, Gonvill y Cimaco. Poco después, ya más cerca de estas fechas, de la sucursal del FCE en el Teatro Isauro Martínez y Punto y aparte. Los viajes siempre me dejaron más de un libro, sobre todo los que hecho al DF y a Guadalajara, donde la FIL ha sido notable surtidor de mis estantes. Todo empezó, insisto, en una caja con veinte títulos descartados. No dejo de pensar que aquello fue maravilloso para mí, la llave de acceso al universo de los libros.
Escribir sobre escrituras
¿Qué hacer con los libros que poco a poco fueron habitando mis espacios? Servían para mucho. Me divertían, me instruían, me ayudaban en las clases de literatura y periodismo que durante cerca de veinte años impartí en la mayor parte de las universidades laguneras. Pero no era suficiente, según vi después. A comienzos de los noventa, una revista local demandó el concurso de mis modestos afanes y me encomendó la sección cultural. Fue allí cuando, sin quererlo, di con otra de las funciones que puede tener el libro: la de alimentar, la de motivar reseñas que a su vez estimulen la lectura. Me impuse entonces la tarea utópica de comentar (sobre todo para recomendarlos) todos los libros que pudiera de la producción local, la lagunera. Hice no sé cuántas reseñas, todas ambiciosamente largas y quizá fallidamente culteranas. Mi propósito fue claro desde aquel principio: que así como yo leía los libros, que otros también se sintieran estimulados a hacerlo. Por sistema, con disciplina, escribí sobre lo escrito, recomendé, señalé, critiqué cuanto puede. Nunca supe, ni sé ahora, la resonancia que tenían esas reseñas sobre libros, pero trabajé conciente de que los comentarios periodísticos sobre el contenido de aquellas obras era como sentarme a la mesa con mis lectores para platicares y recomendarles libros. Esa noción de la importancia que tiene la reseña bibliográfica en una sociedad de no lectores se ha ido afinando con el paso de los años. Ahora, más que desalentado por los invisibles resultados, estoy cada vez más seguro de que ese palimpsesto que consiste en escribir sobre la escritura es fundamental como dinamo de la lectura. No recibe mucho apoyo, los periódicos y las revistas (pienso ante todo en la región donde he vivido) no le han abierto cancha segura y sólo sé de un concurso que la promueve, pero la reseña es un producto periodístico que, asumido con responsabilidad y buena leche, podría multiplicar el número de lectores si los reseñistas, además de ser muchos, fueran buenos y bien remunerados (o bien remunerados precisamente por buenos).
Es verdad que una reseña ya profesional demanda cierta mínima enciclopedia y las herramientas básicas (ortografía y sintaxis más que decorosas) implicadas en toda escritura, pero podemos aceptar que una reseña (digamos amateur) la puede escribir cualquier lector, hasta un niño. Esto lo afirmo porque prácticamente no hay que batallar por el tema, es decir, el qué está resuelto desde que leemos el libro. El qué es el propio contenido de la obra leída, lo demás es información visible en el libro (editorial, número de páginas, año de publicación, ficha biográfica del autor, cantidad de apartados o capítulos, etcétera) y, claro, una opinión del lector-reseñista, juicio que puede ser impresionista, de lector no especializado. Como en todo, la práctica de la reseña mejora los dividendos críticos, pero no se puede empezar sino desde el comienzo, que consiste en leer y escribir la primera reseña, luego las que sigan, siempre bajo el presupuesto de que el tema está ya dado desde que el reseñista va leyendo lo que a la postre reseñará para bien, recalco, de la lectura.
En síntesis, así como hay bibliotecas, salas de lectura, concursos de cartel prolectura y demás, siempre he creído pertinente darle oportunidad a la reseña como foco de propagación del gusto por los libros y su acto siamés: la lectura.
Poner alas al libro
Convencido a plenitud de la importancia que tiene la reseña periodística como multiplicadora del efecto que produce la lectura, tengo casi veinte años metido en el silencioso y casi solitario hábito de la reseña. No espero nada de ella, salvo la satisfacción de saber que los libros han pasado por mis manos y luego, con una peculiar alquimia, por las teclas de mi computadora. No sé cuántas reseñas he acumulado en todo ese tiempo. Las he publicado en revistas (Brecha, Acequias, Nomádica, Fragua, Espacio 4, Noticias y Protagonistas), en periódicos (La Opinión Milenio, El Diario de Chihuahua) y alguna vez hasta leí comentarios reseñísticos en televisión. No traigo, porque no es necesario, ejemplos de esas reseñas diseminadas en tantos papeles, pero una muestra más o menos importante de mi trabajo como reseñador esta en la página de la revista virtual El Mensajero, publicada cada mes por el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza de la Universidad Iberoamericana Laguna. Allí hay, hasta el mes de agosto de 2009, más de cien reseñas de mi cuño, lo que equivale a decir que en ese solo espacio he hecho más de cien recomendaciones bibliográficas. Pueden ser observadas en la web de El Mensajero.
Para mí, esa labor ha sido, metafóricamente vista, como poner alas al libro. Por timidez, por falta de tiempo, por falta de pago, los clubes de lectura o las recomendaciones de café no se me dan tanto como la reseña, y no veo ninguna razón para malquererla o minusvalorarla. Cierto que no es la crítica académica, formal, severa de las universidades, pero ayuda, si nace de buena fe, a que los lectores avisados y no avisados se enteren de que existe tal libro con tales o cuales características y contenido, para que quizá a partir de allí traten de buscarlo y también leerlo.
Además de otros indicadores, una sociedad culta, o que al menos muestra deseos de instrucción, es aquella que ofrece y demanda reseñas, ese foro inmejorable para la conquista de lectores.
Elogio de la reseña
A tanto llegó mi obsesión por la reseña y la recomendación de libros que un buen día pensé en la necesidad de escribir un manualito con ejemplos, eso para sumar adhesiones a la causa. Terminé el libro y lo titulé Tientos y mediciones. Breve paseo por la reseña bibliográfica (una reseña sobre este libro, escrita por Vicente Alfonso, puede ser leída en este enlace. Fue publicado con un tiraje corto, de apenas 500 ejemplares ya agotados, con el sello de la UIA Laguna, eso en 2004. Allí trato, en su parte introductoria, de plantear algunas reglas mínimas de la reseña, de comentar su sentido, su necesidad, más o menos lo que resumidamente he dicho aquí. Además de eso, ofrezco en caída libre, una tras otra, como ristra, una serie de reseñas sobre libros del más diverso pelaje. Mi meta en ese caso (lo enfatizo en la parte liminar) era decir a los lectores que todo libro, independientemente de su tema, es susceptible de ser reseñado. Reuní pues, sin repetir género ni disciplina, reseñas sobre libros de arte, música, cómic, deporte, historia, periodismo, memoria, literatura (cuento, novela, ensayo, poesía…) y un largo etcétera. Al final, además del prólogo-teoría-manual sobre la reseña, apilé treinta ejemplos, esto inspirado en Una de cal y otra de arena, el libro que fue primer motor de mi gusto por el género.
Dije en el arranque de la introducción:
No creo en el silencio ni en la erudición estéril. Si me hubieran dado a elegir, preferiría —hasta Borges alguna vez insinuó preferir eso— ser Alfonso Reyes, pero como tal espejismo sólo es posible en el plano de la broma, me conformo con ser un lector que frecuentemente desea escribir sobre lo que lee. Escribir con la sola pretensión de ceder la experiencia de unas páginas, estimular en los demás el apetito de la lectura, guiar a otros ojos hacia el hallazgo de un placer. No más. En el goce de los libros, pues, no me he conformado con llegar a la última página; luego de concluir la travesía de los renglones he querido dejar algún apunte, la emoción sentida tras el viaje. Por eso fue una especie de epifanía descubrir, allá en el 86 u 87, no recuerdo, el molde periodístico/literario conocido como reseña, recipiente que en adelante me permitió vaciar en unos cuantos párrafos las opiniones generadas por las obras de reciente edición que llegaban a mis manos. A partir de entonces no he dejado de reseñar, de criticar sobre las rodillas y siempre a vuelatecla lo que me dejan unas páginas todavía con tinta fresca; escribo pues reseñas porque sé que con un solo flechazo puedo hacer varios blancos: empujo el interés de que otros lean (aunque sobre esto no me hago grandes ilusiones), ejerzo una crítica ligera y calisténica, repienso los libros que ya leí, afino mis obsesiones estilísticas y a veces —muy de vez en cuando, tan esporádicamente que para no llorar mejor no abundo sobre el tema— me gano algún dinero.
Más adelante, al final, concluyo:
No tengo amistad con la abrumadora mayoría de los autores reseñados. Salvo dos o tres, los escritores incluidos no han nacido ni viven en La Laguna y sólo los conozco por escrito.
Obviamente, las reseñas han sido trabajadas a salto de mata, como es lógico en todo trabajo periodístico. Pese a ello, no creo que no puedan servir de estímulo a los jóvenes lectores con apetitos de reseñista. Ese fue y sigue siendo el propósito de Tientos y mediciones (breve paseo por la reseña bibliográfica). Espero que lo cumpla y, para cerrar esta primera parte del periplo, me adueño de las hermosísimas palabras con las que Francisco González Guerrero arranca Los libros de los otros, obra que con su solo título ha logrado definir la vocación del reseñador:
Los libros han sido la pasión incurable de mi vida. Ellos me han proporcionado enseñanza, solaz, elevación espiritual, ansia de curiosear en todas las cosas; fatiga y desilusión a ratos. ¡Cuánto los he amado! ¡Y cuántas veces, a pesar de esta idolatría, he querido escapar a su influjo y sacudir de mí su polvo al aire libre, azul y vigorizante de la naturaleza! Pero siempre, después de un rapto de rebeldía salvaje, he tornado a ellos con más sed y rendimiento de alma. He de seguir amándolos y deseando a la vez olvidarlos cuando llegue la hora suprema, como tantas veces los olvidé para absorberme en la contemplación de un crepúsculo maravilloso.Han pasado aproximadamente veinte años desde que escribí y publiqué mis primeras reseñas. Por supuesto me hubiera gustado escribirlas mejor, pero me deja conforme el hecho de que he sido honesto y de que tal vez una parte de aquel conglomerado de cuartillas ha movido a alguien hacia uno o varios libros. Si tal acto ha ocurrido, me doy por satisfecho, pues con eso pago en algo lo mucho, lo demasiado que he recibido de mis demasiados libros.