jueves, julio 02, 2009
FRAGMENTOS DE PARÁBOLA DEL MORIBUNDO
Jaime Muñoz Vargas
FRAGMENTO 1
Mi preocupación, la angustia que suele ahorcarme con su leprosa mano creció con la ausencia de Vicente Caballero. Gracias a las cartas que le sancoché, el raboverde pepenó una divinura y no creí que su distanciamiento fuera justo. Digerí mi congoja con Fouché, la biografía de Zweig sobre el siniestro político francés, y con Muerte en Venecia, la musculosa novelita de Mann. Me cayó por esos días, además, la edición a destajo de un poemario horripilante; la autora, una mujerota que firma como Irene Sanjacinto (su “seudónimo literario”, así me dijo) pagó quinientos por esa maquillada a una obra capaz de sonrojar al género humano con versos de veras nauseabundos, como estos: “Desde que te fuiste me quedé sola/ desde que te fuiste no dejo de llorar/ desde que te fuiste anhelo tu fragante mirada/ desde que te fuiste mi corazón triste está/ ¡¡¡ahíto de desolación!!!”. Entre otras mil sugerencias, le rogué que eliminara el sobrequipaje de mayúsculas, le dije que los signos de admiración —uno al principio y otro al final— representaban un énfasis suficiente, pero no pude persuadirla, como no pude lograr que desembarazara un poco aquellos desahogos sin ritmo de las palabras anhelo y tristeza, sus favoritas. En realidad le hubiera sugerido que, para evitar aquel estropicio, el suicidio representaba su más sincera autocrítica.
Me encontraba, pues, en el último tramo de Dolor (así se llama, como bolero ranchero, la obra de Irene Sanjacinto) cuando tocaron a mi puerta unos nudillos decididos. Al abrir, sin extenderme siquiera las buenas tardes, Vicente Caballero entró con la frase “excelentes noticias” en ristre y su impecable panamá en astillero. Colocó el gorrito en la oreja del sofá y comenzó a desembuchar una confesión fosforescente de boberas.
—Vicente Caballero no olvida a los amigos. He llegado tarde pero seguro —tomó un respiro y pidió agua. Se la traje mientras recuperaba el aliento. La empujó de un trago obsceno y gargaroso—. Caridad me quiere bien, pero han pasado tres semanas en nuestra relación y ya me pidió que le escriba más bonitas cosas, como al principio de nuestra relación. Pero quiero también a otras…
Con el entusiasmo de un mocetón, Vicente me exponía las andanzas del quijotesco amor que lo embargaba. Su vitalidad era admirable, y siempre me pareció la de un escarabajo en busca de alimento, una oruga de voracidad elemental e inextinguible. Aunque andaba en los setenta, en sus ojos había un reflejo adolescente, una chispa de inmenso gusto por la vida. Sentí envidia. Con esa fortaleza, con esa voluntad ya me hubieran concedido el Príncipe de Asturias, pensé. El amor inyectaba en el viejo un apetito vital inusitado. Su optimismo era primario y se basaba en naderías, casi exclusivamente en la conquista de mujeres con las cuales aparearse como caballo, no como Caballero.
—Caridad es la mujer de mi vida —escupió—. Sin ella no sabría qué hacer. No hacemos una pareja perfecta, pero la quiero bien, y si la culera me abandona me rompería el corazón en mil pedazos.
Con esas frases cualquiera podía notar que la educación sentimental de Caballero se basaba en la leperada de congal y en la música de Los Bribones. Aventuré unas palabras casi entre dientes.
—En mil pedazos, como dice el bolerazo de Los Bribones…
Caballero no dudó en reacomodarse sobre su asiento; se instaló al filo del sofá y sin pudor hizo ademán de bolerista mientras arqueaba su bigotillo de Clark Gable en lo que el viento se chingó.
—Lo siento por ti,/ porque has tenido el horrible pesar,/ de haberme roto el corazón en mil pedazos arrancando sin piedad mi vida… —aquí terminó su fragmento interpretado con bribonesca voz, y siguió—: como ve, en el fondo yo también soy poeta y bohemio de corazón, faltaba más…
Era, sin duda, un imbécil encantador, y hasta ese momento reparé en un detalle cercano a lo alarmante: Caballero ya estaba instalado a nalga suelta en la salita de mi santuario. Es decir, ultrajaba con cinismo la sagrada quietud que necesito en el pabellón de mi límpida soledad. Otra vez, a punto estuve de mostrarle un ceño de disgusto cuando
—Quiero más cartas, bellas cartas…
Entonces mi rostro se llenó de servilismo. El bohemio quería seguir el juego de su mecenazgo y yo simplemente me dejé apapachar por la certeza del dinero fácil. Si eso fuera eterno quizá no me frustraría como me frustro. Porque la experiencia literaria de entrada requiere el sustento cotidiano, y el gastronómico Reyes bien que lo sabía. Si a eso le agregamos ciertos lujos como el café, los cigarros, la música, los libros, esto se convierte en un oficio caro, es decir, siempre con más egresos que ingresos en estos pueblos pinchurrientos que suelen confinar a los escritores en los lazaretos de la indiferencia. Por eso era necesario Caballero, porque carta tras carta él garantizaba, sin saberlo, la cuota de dinero indispensable para la manutención de mis pequeñas urgencias.
—Quiero una carta muy larga y muy bonita. Yo la pasaré a mano, para que Caridad vea que yo la escribí con mi puño y letra. Quiero que lleve poesías bien bonitas.
El verbo querer lo manipulaba con la soltura de quien le solicita a una ramera tal o cual página del Kamasutra. No me importó. Detrás de cada “quiero” había plata y eso era suficiente. Recorrí a Caballero de las patas a la cresta; éste era mi mecenas: un señor de bifocales, guayabera rococó, panamá y pantalón de gabardina confeccionado por algún sastrecillo valiente del mercado Pancho Villa. Moreno, enjuto, curtido por la resolana lagunera, Vicente tenía un aire de líder sindical petrolero, de señorcito ignorante pero en el fondo muy siniestro. Era casi una vergüenza, pero cada quien tiene los mecenas que se merece. En vez de ser auspiciado por Lorenzo de Médicis o por el Conde Duque de Olivares yo tenía como filántropo a este zopilote del amor. Qué más daba. Le ofrecí una cerveza y el viejo la aceptó con la emoción de un mozalbete. Se frotaba las manos inconscientemente y prefería sentarse al filo de la butaca, siempre como esperando algo. Fui al refrigerador y decidí silbar la tonadilla de lo primero que se me ocurrió: “Sombras”, el tango que Javier Solís cantó como bolero ranchero. Cuando saqué las dos Coronas oí que mi interlocutor acompañó el silbido con los primeros versos de la pieza:
—Quisiera abrir lentamente mis venas,/ mi sangre toda verterla a tus pies… —echó con sus negras amalgamas al desgaire. Luego se dedicó un modesto elogio—: soy bohemio, amigo, soy bohemio y me sé todas las canciones de nuestra música vernácula, la más bella música del mundo.
Carajo. Cómo se atrevía a decir eso. Me agarró de mal humor y mi alma no toleró esos juicios tan espesos de imbecilidad. Le enseñé un semblante de molestia y su respuesta fue la continuación de “Sombras”:
—…para poderte demostrar, que más no puedo hacer/ y entonces, morir después…
Le di la cerveza y la tomó sin dejar de comportarse como en un palenque.
—Y sin embargo tus ojos azules,/ azul que tienen el cielo y el mar/ siguen cerrados para mí, sin ver que estoy aquí/ perdido, en mi soledad…
Iba a entrar con todas sus muelas en el estribillo cuando lo atajé.
—¿Así que su nueva conquista se llama Caridad?
Hizo cara de of course y respondió con el orgullo de un perdonavidas.
—Ajá. Caridad, mujer divina, ella tiene el veneno que fascina en su mirar… es una mujer chulísima, por ella daría la vida… ya me la chingué.
Caballero se pasaba de cursi y de troglodítico. Más allá de todo pudor, decía sus sandeces con una autoridad casi magistral. Me impresionó esa combinación: edad, candor y vulgaridad juntos y en feliz enlace. Salvo sus andanzas donjuanescas, nada le provocaba desasosiego. ¿Qué era la vida para él? Quizá una larga cadena de banalidades, un rimero de necesidades sin atisbo de metafísica. El minúsculo Vicente vivía como los animales, sólo en el mundo fenoménico de la satisfacción corporal, y las ideas con alguna densidad, para decirlo en inmejorable mexicano, le importaban un camote. Ajeno por completo a los libros y a cualquier tipo de conocimiento serio y estructurado, mi mecenas existía sin angustia visible y se comportaba con la frescura de quien hospeda en el entendimiento sólo ideas pedestres.
—Caridad… —dije como sin decir.
—Sí, Kary, con k y y griega, como a ella le gusta que le digan.
—Sí, sí, Kary, bello nombre, con k e y griega —enmendé.
Caballero le pegó un gran sorbo a su cerveza hasta dejarla vacía. Luego se llevó la mano al bolsillo de su guayabera y sacó unos Raleigh, los abominables cigarros que fumaba mi abuelito, que en paz descanse. Hizo lumbre y luego de una gran bocanada volvió a la carga.
—¿Otra cervecita, mi amigazo? ¿Tiene otra birria por allí? Ya estoy entrando en calor.
Fui por ella. Cuando la tuvo en sus manos me desagradó su manera de beber. Vicente era dueño de una vulgaridad que se manifestaba en todos sus actos. Por ejemplo, tomaba el envase de cerveza del gollete y lo empinaba hacia su trompa sin la menor elegancia. Luego sumía la barbilla en su pecho y regoldaba leve pero asquerosamente, sin hacer pantalla con el puño ni decir perdón jamás.
Llevaba, pues, dos cervezas y me invadía el penhouse de tabaco chafa cuando regresó al motivo de su visita.
—Kary es un amor. Tiene casi cuarenta y se conserva de rechupete, como usted vio, bien buenota. A ella le gustan las canciones de Leo Dan, de Sandro de América y de Palito Ortega. Trabaja de recepcionista en las oficinas de la cnc, lee mucho una excelente revista que se llama Selecciones y hace aerobics en las tardes, cuando sale de su chamba. Yo la veo casi todas las noches, como de nueve a once. Estamos muy enamorados y sólo dios sabe lo mucho que adoro a esa condenadota.
Basta, pensé, basta ya. Mi sensibilidad recibió tal andanada de tonteras y tenía que mantenerse ecuánime. Mucho más, tenía que apoyar aquellas explicaciones con movimientos afirmativos y palabras condescendientes:
—Me da gusto que así sea, amigo Vicente. El amor es el amor, y qué bueno que usted lo tiene en cantidades casi monopólicas.
—Siempre lo he tendido, gracias a dios —presumió—. Si algo no me ha faltado nunca es una bella dama a la cual darle mis caricias y mis besos. Pero siempre es especial, como con Kary, que a mis años es una de las más chulísimas que he tenido la suerte de cogerme.
—¿Qué tipo de carta quiere para ella?
—Muy bonita, llena de palabras bonitas y cosas por el estilo.
—¿Agrego poemas?
—De su propia inspiración, si se puede. Échele poesías.
—Todo se puede, y más para tan fina persona.
—Nomás no le suba mucho la complicación. Que sean poesías bonitas y llegadoras, no muy modernistas como las de su libro que me regaló, pues todavía es hora que no entiendo ninguna de sus poesías.
—Claro, trabajaré poemas sencillos, no modernistas.
—Ándele, ya sabe que pago bien y por anticipado. Mi dinero es constante y sonante. Esta vez quiero diez hojas que estén a toda madre las cabronas.
La cifra me iluminó. Eran, cobradas a cien cada cuartilla, mil pesotes hermosos, mil pesotes ganados gracias a la caritativa estupidez de Kary.
Era martes y pedí a mi benefactor que pasara hasta el sábado por su amasijo de melcocha. Asintió con tres “por supuestos”. Se levantó del sofá, tomó su sombrerito y de la cartera extrajo diez hermosos billetes color sepia. Con su típica reverencia agradeció las cervezas y lo vi marcharse con el panamá ya colocado en su grasosa cabellera.
Apenas había avanzado unos metros cuando regresó. Al abrir de nuevo la puerta, en el vano, le noté unos ojos ilusionados tras los verdosos bifocales. Habló solemnemente:
—Sería un honor para mí invitarle un trago. Esta noche no veré a Kary. Le invito unas cervecitas como prueba de mi respeto a su amistad y a su dominio de la bella letra. ¿Cómo ve, acepta? Me quedé picado con las cervezas que me chingué aquí, en su casa.
El mecenas quería cobrar con mi tiempo su dadivosidad. No tuve escapatoria. Con el gesto más hipócrita que jamás he articulado, le dije que sí.
—Sólo espere, amigo Caballero; voy a calzarme una camisa.
—Ya ve, usted es un chingón para hablar. Será un honor chingarme unas cervezas con usted.
Al fin salí, obligado por la coyuntura. Ya en la calle me asombró el coche de Caballero: un Ford dos puertas, automático, color plata, con estéreo y clima, uno de esos carros que mi bolsillo considera absolutamente inasequibles, una de esas maravillas que yo jamás ostentaría. Para abrir oreja puso una pieza de la Sonora Santanera y de golpe emitió una teoría de esos grupúsculos:
—La Santanera es de mis favoritas. Esta música me hace pensar en bailes y en mujeres. Además, las canciones son muy buenas poesías, no me lo podrá negar… Y aquí estoy entre botellas…
—Indiscutiblemente —mentí.
Las calles de Torreón estaban congestionadas. Eran casi las ocho de la noche y toda la gente salía de sus trabajos. Afuera pegaba un calor plúmbeo, un pegajoso calor de junio, pero en el coche de Caballero se podía enfriar una jarra con limonada. Los camiones del paleolítico iban todos hinchados de estudiantes y de obreros. Ésta era mi ciudad, el mundo que tantos años recorrí a golpe de calcetín y que ahora la literatura y el departamento me obligaban a perder casi todos los días.
Con lentitud avanzamos por la avenida Mariano López Ortiz y no tenía un solo semáforo sincronizado; luego doblamos en la Hidalgo y, tras quince baches, llagamos hasta la Comonfort. Sin pedir mi parecer, Caballero frenó delante de un establecimiento llamado Papillón, tabuco que en su exterior mostraba una descabalada mariposa de neones azules y amarillos. En la puerta, pintado sobre cartón amarillo fosfo y con espantosa caligrafía, lucía un letrero redactado por un homólogo de Caballero: “Sabados hora felíz. Rica botana!!!! Pase Ud.” Bajo ese anuncio, otros dos más, eternos y pringosos, clavados con remaches de corcholata, de lámina e inamovibles: “Se solicitan meseras buen sueldo”, decía uno, y el segundo era amenazante, hostil y hitleriano: “Proibida estrictamente la entrada a boleros, limosneros, gorderos, semilleros, fayuqueros, billeteros Atte La Gerencia Bar Papillon”.
La piquera era tan horrible como los avisos de recibimiento. Nada allí revelaba el mínimo buen gusto. Había, por ejemplo, seis teles encendidas, todas en la misma pelea de box: un par de negrotes se amagaban sin entusiasmo sobre un cuadrilátero adornado con las letras de Budwaiser. En el centro, una barra en forma de ocho; al fondo, una rocola con música de banda sinaloense; más allá, una especie de cocina donde se veía la figurilla híbrida de un maricón o, tal vez, de una machorra. Había poca concurrencia, y las meseras se atareaban más en platicar con la clientela que en servir nuevas bebidas.
Nos sentamos en una de las mesas aledañas a la barra, casi en un rincón de la cantina, como le gustaba a José Alfredo allá en su Guanajuato querido. De inmediato vino una edecán, como les dicen aquí, con almibarado galicismo, a las meseras. Era una chaparrita saludadora, piernuda, compacta, de minifalda embutida a su cuerpo de minirrefrigerador y una blusa como de encaje que dejaba ver unas masas y un sostén más opresivo que el gobierno de don Porfirio. Caballero la recibió obsequioso, se levantó y le colocó un lúbrico beso en las mejillas:
—Vanessa chula, ¿cómo estás, preciosa?
—Usted lo dijo, Vicente, bien chula y bien preciosa —contestó Vanessa General Electric, y luego me miró.
—Te presento a un amigo; es escritor el güey, un peladazo —dijo Caballero.