viernes, mayo 08, 2009
SETENTA DE PACHECO
José Emilio Pacheco cumple setenta años en 2009. Nacido en la Ciudad de México, desde muy joven dio trazas de ser un escritor y periodista de los que sí escriben, de esos que prefieren el estudio (en los dos sentidos de la palabra, como acto de estudiar y como lugar propicio para hacerlo) al reflector. Es considerado (junto a Monsiváis, Pitol, Lizalde, Elizondo y García Ponce), componente esencial de la generación de medio siglo, aquélla que se forjó en el alemanismo del desarrollo estabilizador. Ese es el marco sociocultural, por cierto, de Las batallas en el desierto, su muy leída noveleta.Al también autor de Morirás lejos lo he visto una sola vez. Fue en Chihuahua, en una lectura que el poeta hizo en la sala principal de la Quinta Gameros. Aquello ocurrió en 1990 o 1991, no recuerdo con precisión. Lo que sí recuerdo es que ya para entonces lo admiraba por tres razones: por su columna “Inventario”, publicada con disciplina semanal en Proceso; por su poesía, accesible a toda hora y, sobre todo, por los cuentos reunidos en El principio del placer (Joaquín Mortiz, 1972). Esos cuentos, que compré en un lote de saldos de la Librería de Cristal de la Morelos y Falcón, en Torreón, fueron para mí, de veinte años en aquel momento, una revelación, los primeros relatos en los que advertí el rico poliedrismo del cuento, las formas convencionales y no convencionales de narrar una historia. Entre esos cuentos destaca en mi memoria “La fiesta brava”, un cuento que, como caja china, guarda otro cuento, lo que en aquella época me deslumbró.No fue lo único que le leí, claro, pues muchos años seguí frecuentando su columna en la revista fundada por Julio Scherer. Además, sumé algunos de sus libros de poesía hasta tener Tarde o temprano (FCE), el título que reúne la totalidad de sus libros de poesía publicados hasta 2004. En cuanto a su narrativa, Las batallas en el desierto pasó a formar parte de mis materiales básicos en clases de narrativa; era fácil de conseguirlo en La Laguna, lo que sumado a su brevedad y a la sencillez de su trama daba como resultado que fuera un librito inmejorable para el aula. Por todo eso me dio gusto ayer la nota que comunica otro reconocimiento para Pacheco, el Premio Reina Sofía 2009. El mexicano se embolsa el prestigio de ese galardón y 42 mil 100 euros (alrededor de 56 mil dólares), morlacos nada despreciables que le caen por su aportación literaria “al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España”.El premio le fue otorgado por la totalidad de su obra poética, que en general es de cuño harto trasparente y siempre muestra una preocupación al rojo por los problemas esenciales del hombre contemporáneo. No hay estridencias en la poesía de Pacheco, sino una voz que susurra, reflexiona y se pregunta por los innumerables destinos rotos de la humanidad. Hay dos poemas de su cosecha que siempre son citados, y ésta no será la excepción. “Alta traición”, una pequeña pieza que vaya le hace falta a nuestro país en momentos como el que atravesamos: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”. Y el otro, con el que termino (“Fin de siglo”): “La sangre derramada clama venganza”. / Y la venganza no puede engendrar / sino más sangre derramada / ¿Quién soy: / el guarda de mi hermano o aquel / a quien adiestraron / para aceptar la muerte de los demás, / no la propia muerte? / ¿A nombre de qué puedo condenar a muerte / a otros por lo que son o piensan? / Pero ¿cómo dejar impunes / la tortura o el genocidio o el matar de hambre? / No quiero nada para mí: / sólo anhelo / lo posible imposible: / un mundo sin víctimas. // Cómo lograrlo no está en mi poder; / escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento / de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo / con el cuenco trémulo de la mano / Mientras escribo llega el crepúsculo / cerca de mí los gritos que no han cesado / no me dejan cerrar los ojos”. JMV