viernes, febrero 06, 2009
EL VERDADERO SANTO
Por andar opinando sobre Marcial Maciel, un santo que no resultó santo sino sordero de dios y titán de la cachondería ensotanada, torcida e impune, debí guardar hasta hoy un homenaje al verdadero Santo que ayer cumplió 25 años de muerto. Rodolfo Guzmán Huerta, el enmascarado de plata, fue y será el mero mero chipocludo (fino adjetivo que debemos a Héctor Lechuga y Chucho Salinas) de la lucha libre mexicana de endenantes e icono instalado en las más altas esferas de la popularidad cinematográfica generada en Churrubusco Films. El fenómeno de su fama ha sido estudiado con gravedad por los más picudos sociólogos, comunicadores, hermeneutas y demás, y en general han sacado en claro que fue un personaje que arraigó en el imaginario mexicano gracias a varios factores: el poder de convocatoria de la lucha libre, la emergencia del cine como fenómeno de masas, el oportunismo de la heroicidad autóctona y la simplonería sublime/ridícula de las historias en las que el encapuchado se batió a muerte contra las fuerzas del Mal, dicho lo anterior con prudencia para no incurrir en involuntarios humorismos. En efecto, la sopa que hizo del Santo un superhéroe de la mexicaniza combinó elementos irrepetibles. Hasta la sencillez bisilábica y eufónica de su nombre ayudó a fijar el mito, además de que la palabra santo, per se, invoca las virtudes de la bondad y la justicia, lo cual no era de poca importancia en una sociedad ya habituada a padecer todo tipo de ojeteces proveniente del poder kafkiano que nos gobernaba. Las películas (por llamarlas de algún modo) del Santo eran brutalmente maniqueas, delirantes y burdas, pero se impusieron a un público casi virgen en materia de heroísmo bajo en calorías. A la gente le valía gáver que las tramas fueran más surrealistas que un paraguas en la mesa de disecciones; aplaudía, eso sí, que hubiera un cabrón capaz de ponerse a las patadas contra los sansones del crimen. Obviamente, los niños fuimos, como dicen los mercadólogos, el “público meta” de ese luchador social (luchador en sentido estricto y traslaticio), y en primera persona puedo asegurar que ningún héroe de nuestras barriobajeras infancias lograba convencernos, como el Santo, de su indeclinable anhelo de luchar, sin interés, por esa extraña y escasa vaina llamada Justicia. En una sociedad sin libros, con pocas teles, sin tantas publicaciones impresas como las que ahora tenemos, el cine en el cine era el santuario (santuario deriva de santo) en el que se edificaban las admiraciones más profundas. Así pues, domingo tras domingo (hablo en primera persona) los niños de Gómez nos apersonábamos en la sala del Elba, del Palacio y un poco después del Roma y del Continental para ver las gestas de ese hombre que, en solemnes palabras de Augusto Benedico al final de cada film, luchaba por el bien sin que le importase ningún pago, que daba la cara (es un decir) por los desvalidos para enfrentar a los malos de la película (también sin metáfora), que lograba derrotar a zombies, pleonásticas mujeres-vampiro, cerebros del mal, científicos locos, maldiciones egipcias, cazadores de cabezas, marcianos que habían llegado ya y llegaron bailando el chachachá, momias de Guanajuato y demás sabandijas expelidas por la mariguanísima imaginación de los guionistas. Ante tamañas amenazas, es lógico que un tipo capaz de hacerles frente se iba a encaramar en los cuernos de la gloria. Tan necesitados estábamos —estamos aún— de esos símbolos de justicia que a los niños no nos importó la basura argumental ni la jodidez escenográfica ni la prehalloweeneana rudimentariedad de los disfraces de Chácharas y Juguetes, sino el alto propósito que movía al Santo: hacer el bien sin mirar a quién. A 25 años de su muerte, en mi recuerdo veo alejarse el Porsche descapotado que conduce, triunfal y bien chingón, el enmascarado de plata. Lo veo y no puedo evitar que mi corazoncito grite: ¡Sant-to, San-to, San-to!