sábado, noviembre 22, 2008
DELICIAS DE LA AUSTERIDAD
No recuerdo si fue Bukowski u otro escritor de su mugrosa y genial ralea quien declaró que los problemas del hombre empiezan cuando no se resigna a quedarse quieto, encerrado en su habitación. Si difamo al viejo Charles o mi mala memoria le escamotea el crédito a otro escritor, no importa demasiado: la idea es, aunque exagerada, cierta. El hombre de hoy no se resigna a pasar más tiempo en paz, leyendo o escuchando música, pensando. Las cuatro paredes de su cubil no le otorgan ninguna gratificación; al contrario, lo demuelen, lo hunden en una depresión de la cual sólo es posible escapar escapando al exterior, al mall, al barullo, al consumo de algo, de lo que sea. No es posible llegar a la hipérbole del encierro monacal, además de que es imposible en la práctica, pues en el mundo de tiburones en el que vivimos todo hay que pagarlo afuera, incluida la ración de soledad que apetezcamos engullir. Pero hay algo de verdad en la idea de no emproblemar más la vida si aceptamos la frase de Bukowski (o de quien sea) como una metáfora: la habitación es el espacio de la contención, de la contemplación interior, de la lectura y el raciocinio, de la paz y el silencio que permiten llegar a ideas, afilar el pensamiento, hallarnos a nosotros mismos en los intrincados laberinto del ser, dicho esto con cierta mamonería filosofuna. Lo que nos plantea es detener un poco la agitada marcha, hacernos ver que los gritos y los sombrerazos del consumismo desbocado se dan afuera, en la tentación del mercado.“Deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco”, eso nos recuerda en todos sus recitales el parlanchín Facundo Cabral; son palabras de Diógenes el Cínico, seguramente adquiridas en Diógenes Laercio, el chismógrafo de los filósofos griegos. Es, pese al tono cursilón de Cabral, una gran idea: desear poco, muy poco de lo mucho que de idiota nos ofrece el mercado. Lo malo que es que, como está el abarrote, hasta deseando poco se gasta mucho, de ahí que en un escenario de crisis como el que padecemos en la actualidad (en realidad la crisis siempre ha estado aquí, pero ahora es crisis plus) sea imperativo asegurarnos de seguir políticas domésticas de austeridad. No es fácil acostumbrarse a menos, pero lo cierto es que es menos difícil vivir con menos, bajarle al bobo consumo de tanta roña que deseamos la mayoría de las veces sólo por “estatus”. Qué cosa tan triste me parece, por caso, esa de hacer evidentes las marcas, de “apabullar” al otro con etiquetas. En la ropa, por ejemplo. Ese rollo de traer algo de “marca” (que para empezar es un disparate, pues hasta las garras de Milano tienen marca) y argüir, con falsa modestia, que esas son las mejores prendas porque calzan bien en el cuerpo y además son de mejor calidad; ya estaría si no, pues sería imposible entender que una camisa que cuesta dos mil pesos no sea de buena calidad o no quede bien hormada al cuerpo. Pero la razón de esas obsesiones por “la marca” no está en las telas ni en el corte, sino en la marca en sí, gran fetiche idiota de la sociedad que crea vacuos metrosexuales obstinados en “la imagen”, en “el look”. Y pensar que para esa banalidad la gente se desgasta y sufre angustias.La crisis es una oportunidad, ingrata si queremos, pero oportunidad al fin, de mitigar un poco los apetitos de cascarón, de caché, de marca, por otros más austeros y más enriquecedores, como leer y hacer el esfuerzo de pensar.
Terminal
Terminal
En nuestra gustada sección de “Disparates cotidianos”, va: a veces escribo mi columna en un Oxxo, justo durante la hora en la que mis hijas toman una clase de matemáticas. Veo, pues, y con demasiada frecuencia, cómo se estacionan muchos conductores. Hay “cajones” muy bien delineados para estacionarse en batería, y algunos clientes llegan y colocan sus coches en posición oblicua, metidos a lo bestia en dos cajones al mismo tiempo. Si esos sujetos no respetan lo insignificante, ¿qué podemos esperar de ellos en todo lo demás?