jueves, septiembre 11, 2008
DESMONTAR EL CIRCO
Muchos preocupados por el salpicadero de la violencia a veces llegan a emperrarse y alzan la voz con entendible rabia empresarial.
Claman, exigen que el gobierno dé pasos ciertos para acabar con el crimen, como si el cáncer no estuviera enquistado en las entrañas del sistema y como si no hubiera creado ramificaciones a la generalidad de la vida social.
Es cuando menos ingenuo demandar la extirpación del tumor sin pasar por las implicaciones que tendría ese titánico emprendimiento.
Hay ciudades, estados enteros cuya dinámica sigue la partitura escrita por el crimen organizado a lo largo no de años, sino de sexenios.
Tal es el espíritu de lo que ayer traté de exponer en este espacio.
La cultura del accionar policiaco en La Laguna sólo es un eco de la dinámica general de la sociedad.
Tenue o marcadamente, todo está contaminado por la corrupción, y desmontar ese circo no es como curar un catarro o preparar una gordita de chicharrón prensado.
Con la complacencia, el auspicio, la ineptitud y/o todo eso junto, los hachazos a la paz social han hecho astillas el cuerpo entero de la república, de manera que la rearticulación del Estado presupone casi un renacimiento, un crecer a partir de las cenizas.
Digo que hay ciudades, sobre todo en el norte, en donde la permisividad/complicidad de las autoridades dejó que manaran ríos de plata chueca por debajo de la mesa.
Es, a su modo, una economía subterránea, pero no de changarritos con piratería, sino de cuello blanco, de esos que lavan dinero a carretadas y fundan negocios de buen rostro, emporios de la sospecha, franquicias millonarias puestas en circulación como si fueran misceláneas de barrio.
Municipios como Tijuana, Culiacán o Laredo, santuarios de la economía apuntalada por el crimen, reportan, por ejemplo, ventas fabulosas de coches lujosos, pues nadie que se precie de delincuente bien nacido aceptaría moverse en un Tsuru adquirido en cómodas mensualidades.
Acabar con la delincuencia es, en ese marco, como aspirar a que acabemos con el iceberg si sólo le trasquilamos la cresta.
Sociedades enteras viven ya en relación, quiéranlo o no, con el delito.
El trabajador que llena su solicitud Printaform y entra a trabajar en un restaurante levantado con fondos sospechosos, vincula su legítima supervivencia con la ilegalidad, lo que multiplicado por cientos, por miles, configura una telaraña de relaciones en la que culpables e inocentes se vinculan en el plano económico.
El delito omnipresente no es, en esencia, un problema metafísico, sino económico.
Los policías municipales, de la ciudad que queramos elegir, obedecen al emprendedor empuje económico de quienes los corrompen, lo que aunado a los salarios de carcajada que suelen recibir, tornan atractivo manejar una patrulla y arriesgar el pellejo nomás por dejar hacer y dejar pasar.
Como brutales asteroides que avanzan hacia México, los meteoros de la catástrofe económica parecen cada vez más cercanos.
Por ello, es de dudarse que los ajustes al precio de los combustibles vayan a beneficiar de algún modo a la población, pues seguramente serán usados para mantener nóminas aterradoras, en primer lugar, y para inyectar más recursos al rubro de seguridad, dado que los males provocados por el Estado sólo puede ser aplacados con la creación de nuevos males.
Las políticas fiscales, a su vez, gravarán con más rigor, pero los recursos obtenidos seguirán siendo drenados sin que alivien el pujante desarrollo de la pobreza nacional.
Desmontar la sólida estructura de la delincuencia es, en resumen, un problema de suyo complicado.
Los Mejoralitos (como destituir a un alcalde, remover una nómina completa de malos policías, cesar a un jefe) son pura espuma, hervor politiquero, vendetta de demagogos.
Claman, exigen que el gobierno dé pasos ciertos para acabar con el crimen, como si el cáncer no estuviera enquistado en las entrañas del sistema y como si no hubiera creado ramificaciones a la generalidad de la vida social.
Es cuando menos ingenuo demandar la extirpación del tumor sin pasar por las implicaciones que tendría ese titánico emprendimiento.
Hay ciudades, estados enteros cuya dinámica sigue la partitura escrita por el crimen organizado a lo largo no de años, sino de sexenios.
Tal es el espíritu de lo que ayer traté de exponer en este espacio.
La cultura del accionar policiaco en La Laguna sólo es un eco de la dinámica general de la sociedad.
Tenue o marcadamente, todo está contaminado por la corrupción, y desmontar ese circo no es como curar un catarro o preparar una gordita de chicharrón prensado.
Con la complacencia, el auspicio, la ineptitud y/o todo eso junto, los hachazos a la paz social han hecho astillas el cuerpo entero de la república, de manera que la rearticulación del Estado presupone casi un renacimiento, un crecer a partir de las cenizas.
Digo que hay ciudades, sobre todo en el norte, en donde la permisividad/complicidad de las autoridades dejó que manaran ríos de plata chueca por debajo de la mesa.
Es, a su modo, una economía subterránea, pero no de changarritos con piratería, sino de cuello blanco, de esos que lavan dinero a carretadas y fundan negocios de buen rostro, emporios de la sospecha, franquicias millonarias puestas en circulación como si fueran misceláneas de barrio.
Municipios como Tijuana, Culiacán o Laredo, santuarios de la economía apuntalada por el crimen, reportan, por ejemplo, ventas fabulosas de coches lujosos, pues nadie que se precie de delincuente bien nacido aceptaría moverse en un Tsuru adquirido en cómodas mensualidades.
Acabar con la delincuencia es, en ese marco, como aspirar a que acabemos con el iceberg si sólo le trasquilamos la cresta.
Sociedades enteras viven ya en relación, quiéranlo o no, con el delito.
El trabajador que llena su solicitud Printaform y entra a trabajar en un restaurante levantado con fondos sospechosos, vincula su legítima supervivencia con la ilegalidad, lo que multiplicado por cientos, por miles, configura una telaraña de relaciones en la que culpables e inocentes se vinculan en el plano económico.
El delito omnipresente no es, en esencia, un problema metafísico, sino económico.
Los policías municipales, de la ciudad que queramos elegir, obedecen al emprendedor empuje económico de quienes los corrompen, lo que aunado a los salarios de carcajada que suelen recibir, tornan atractivo manejar una patrulla y arriesgar el pellejo nomás por dejar hacer y dejar pasar.
Como brutales asteroides que avanzan hacia México, los meteoros de la catástrofe económica parecen cada vez más cercanos.
Por ello, es de dudarse que los ajustes al precio de los combustibles vayan a beneficiar de algún modo a la población, pues seguramente serán usados para mantener nóminas aterradoras, en primer lugar, y para inyectar más recursos al rubro de seguridad, dado que los males provocados por el Estado sólo puede ser aplacados con la creación de nuevos males.
Las políticas fiscales, a su vez, gravarán con más rigor, pero los recursos obtenidos seguirán siendo drenados sin que alivien el pujante desarrollo de la pobreza nacional.
Desmontar la sólida estructura de la delincuencia es, en resumen, un problema de suyo complicado.
Los Mejoralitos (como destituir a un alcalde, remover una nómina completa de malos policías, cesar a un jefe) son pura espuma, hervor politiquero, vendetta de demagogos.