viernes, agosto 15, 2008
TENER O NO TENER
No vivimos en Corea del Norte; nuestro país, como casi todos, es una fuente interminable de tentaciones, de anzuelos para gozar lo bueno de la vida.
Ubicua, la publicidad no cesa de invitarnos a consumir lo mejor, lo más bonito creado para satisfacer a la exigente clientela.
La realidad es hoy un campo minado de ofertas para que disfrutemos el lujo, el confort, el estatus.
Pero todo cuesta, y cualquier hijo de vecino sabe hoy que puede adquirir una camisa con cincuenta pesos o con diez mil, según la marca.
El bombardeo es tal que resulta necesario ser Diógenes o Cioran para mandar al demonio los apetitos aguijados por la publicidad.
Y no sólo por ella, sino por las escenas que evidencian poder y privilegio en las películas, en las telenovelas, en las revistas.
La exaltación del triunfador, en contraste con el menosprecio a todo “loser”, toca ahora extremos jamás vistos.
Los desheredados, a menos que sean Diógenes o Cioran, como digo, difícilmente niegan su deseo de tener; incluso muchos religiosos, quienes supuestamente han renunciado a las ricuras de la vida terrenal, gozan de ellas a la menor oportunidad.
Y cómo no:
es casi imposible resistirse a los coches de hoy, a las casas de hoy, a la ropa de hoy, a la tecnología de hoy, a los viajes de hoy, a las mujeres de hoy, a la comida de hoy, a todos los muchos y maravillosos bienes y servicios que acarrea el dinero en la era de la mercadotecnia.
Sólo un sujeto muy resistente o muy hipócrita o ajeno a la publicidad (especie cada vez más rara en el mundo) dirá que no disfrutaría una Explorer 2008, o una casa de descanso en Miami, o un traje de marca, a una laptop con chorromil gigas, etcétera.
A diferencia de los productos que podían ser alcanzados por la riqueza antigua, ocultos a la plebe tras los muros de palacio, la publicidad nos muestra desde hace décadas qué es lo que tendríamos y podríamos gozar con el simple poder de nuestra firma.
La mayoría resiste a ese embate de la tentación con mecanismos de defensa estandarizados a la fuerza por las limitaciones del salario:
en vez de la Navigator del año, el sedancito a crédito; en vez del viaje a París, el apurado tour como Beverlys de Peralvillo a Raymundo Beach; en vez de la mansión en El Pedregal, el jacalito de interés social de Casas FEO.
Para muchos hay, con tal de que nadie se quede sin pegarle algunas mínimas tarascadas al pastel de la bonanza.
Una gorda franja de clasemedieros y de trabajadores con sueldo de supervivencia saben, sabemos, que con trabajo y con crédito se puede llegar a tener algo, un poco de lo innumerable que nos convida el paraíso de los anuncios televisivos.
La educación, los valores, el conformismo, el miedo, hay muchos frenos para la tentación de tener más, mucho, todo lo que las glándulas del antojo puedan demandar.
Por eso, porque México es un país en el que todavía el respeto a ciertas conductas es mayoritario, no se desborda la búsqueda enfermiza de posesión.
Con poco, uno queda quieto; tristón, porque viajar en un crucero o comprar ropa en Nueva York no es lo mismo que pasarla padrísimo en Parras o comprar en Del Sol, pero bueno.
La cultura del esfuerzo nos obliga a continuar, pese a que nunca haremos lo que hacen quienes verdaderamente tienen y salen en las revistas sobre poderosos.
Por ello, veo en el fondo de la mentalidad delincuente no sólo el placer irracional ante el peligro y el uso de la brutalidad.
Bien observado, mirado a los huesos, detrás de todo criminal hay un tipo que desea sin coto. ¿Y qué desea? Desea, por un camino tan corto como tortuoso, todo o buena parte de los lujosos bienes puestos frente a nuestras narices por el mercado.
No se necesita demasiado para caer en las trampas del crimen, de ahí que tantos jóvenes de entre 15 y 30 años anden metidos en eso.
Un poco de arrojo, indiferencia por el prójimo, una vida vivida entre carencias y cierta inevitable exposición a los objetos que el mercado ubica como símbolos de poder.
Lo demás es aprender a eludir, a hacer valer la onza de la impunidad.
Ubicua, la publicidad no cesa de invitarnos a consumir lo mejor, lo más bonito creado para satisfacer a la exigente clientela.
La realidad es hoy un campo minado de ofertas para que disfrutemos el lujo, el confort, el estatus.
Pero todo cuesta, y cualquier hijo de vecino sabe hoy que puede adquirir una camisa con cincuenta pesos o con diez mil, según la marca.
El bombardeo es tal que resulta necesario ser Diógenes o Cioran para mandar al demonio los apetitos aguijados por la publicidad.
Y no sólo por ella, sino por las escenas que evidencian poder y privilegio en las películas, en las telenovelas, en las revistas.
La exaltación del triunfador, en contraste con el menosprecio a todo “loser”, toca ahora extremos jamás vistos.
Los desheredados, a menos que sean Diógenes o Cioran, como digo, difícilmente niegan su deseo de tener; incluso muchos religiosos, quienes supuestamente han renunciado a las ricuras de la vida terrenal, gozan de ellas a la menor oportunidad.
Y cómo no:
es casi imposible resistirse a los coches de hoy, a las casas de hoy, a la ropa de hoy, a la tecnología de hoy, a los viajes de hoy, a las mujeres de hoy, a la comida de hoy, a todos los muchos y maravillosos bienes y servicios que acarrea el dinero en la era de la mercadotecnia.
Sólo un sujeto muy resistente o muy hipócrita o ajeno a la publicidad (especie cada vez más rara en el mundo) dirá que no disfrutaría una Explorer 2008, o una casa de descanso en Miami, o un traje de marca, a una laptop con chorromil gigas, etcétera.
A diferencia de los productos que podían ser alcanzados por la riqueza antigua, ocultos a la plebe tras los muros de palacio, la publicidad nos muestra desde hace décadas qué es lo que tendríamos y podríamos gozar con el simple poder de nuestra firma.
La mayoría resiste a ese embate de la tentación con mecanismos de defensa estandarizados a la fuerza por las limitaciones del salario:
en vez de la Navigator del año, el sedancito a crédito; en vez del viaje a París, el apurado tour como Beverlys de Peralvillo a Raymundo Beach; en vez de la mansión en El Pedregal, el jacalito de interés social de Casas FEO.
Para muchos hay, con tal de que nadie se quede sin pegarle algunas mínimas tarascadas al pastel de la bonanza.
Una gorda franja de clasemedieros y de trabajadores con sueldo de supervivencia saben, sabemos, que con trabajo y con crédito se puede llegar a tener algo, un poco de lo innumerable que nos convida el paraíso de los anuncios televisivos.
La educación, los valores, el conformismo, el miedo, hay muchos frenos para la tentación de tener más, mucho, todo lo que las glándulas del antojo puedan demandar.
Por eso, porque México es un país en el que todavía el respeto a ciertas conductas es mayoritario, no se desborda la búsqueda enfermiza de posesión.
Con poco, uno queda quieto; tristón, porque viajar en un crucero o comprar ropa en Nueva York no es lo mismo que pasarla padrísimo en Parras o comprar en Del Sol, pero bueno.
La cultura del esfuerzo nos obliga a continuar, pese a que nunca haremos lo que hacen quienes verdaderamente tienen y salen en las revistas sobre poderosos.
Por ello, veo en el fondo de la mentalidad delincuente no sólo el placer irracional ante el peligro y el uso de la brutalidad.
Bien observado, mirado a los huesos, detrás de todo criminal hay un tipo que desea sin coto. ¿Y qué desea? Desea, por un camino tan corto como tortuoso, todo o buena parte de los lujosos bienes puestos frente a nuestras narices por el mercado.
No se necesita demasiado para caer en las trampas del crimen, de ahí que tantos jóvenes de entre 15 y 30 años anden metidos en eso.
Un poco de arrojo, indiferencia por el prójimo, una vida vivida entre carencias y cierta inevitable exposición a los objetos que el mercado ubica como símbolos de poder.
Lo demás es aprender a eludir, a hacer valer la onza de la impunidad.