miércoles, julio 23, 2008
TRES VAINAS DETESTABLES
Todos tenemos una lista de realidades detestables, reveladora de vulgaridad a prueba de ácido.
La mía no es muy larga, pero creo que enumera algunos ítems merecedores de general reprobación.
Pero no me hagan mucho caso; hagan de cuenta que en vacaciones, sin nada mejor en qué extraviar el seso, rumio en voz alta, como viejillo cascarrabias, mi molestia ante:
Los coches con estéreos ruidosos.
No existe, acaso, escena más vulgar que la producida por un coche que avanza a vuelta de rueda y con la música a todo volumen.
Uno llega a entender, con mucho esfuerzo mediante, eso sí, que naveguen en esa circunstancia varios jóvenes en un solo vehículo, pues el contagio del grupo más o menos justifica su ritual necesidad de escándalo, su espinilludo apetito de sentirse desafiantes y muy machos.
Pero ver a un sujeto solo, frente al volante, con la cumbia o el reguetón o el vallenato o la tambora a todo tren es una de las situaciones más tristes que haya generado la humanidad.
¿Qué es lo que enorgullece a quien conduce el coche y lleva el estéreo al máximo? ¿Cree que se ve soñado?
¿Ignora que su música puede ser (o es) detestable para la gente?
¿Qué le hace pensar que todos desean escuchar la basura que ha elegido en su reproductor ultramoderno?
En este caso, no hay música que se salve: Vivaldi y Mozart, en un estéreo de coche a volumen alto, constituyen igualmente una vulgaridad y equivalen a la banda Cuisillos.
Los gandallas en ventanillas bancarias.
Una de las promesas publicitarias que jamás van a cumplir los bancos mexicanos es la del buen trato al cliente.
Lo tratan bien, cierto, cuando tiene disciplina militar y vive como no se puede vivir en México:
sin sobresaltos económicos, sin recortes laborales, sin sablazos de Hacienda ni mil miserias más.
Como eso no es posible, como la mayoría vive a zozobra vil, los bancos no se preocupan mucho por alentar el buen trato en sucursales.
En las quincenas, sobre todo, crece la afluencia de penitentes y las colas alcanzan tamaños dragoniles.
Esa es ocasión para que aparezcan los gandallas de lugar.
Como no pueden meterse a la brava, buscan hacerse los graciosos, entran al banco echando un ojo a la fila para ver si de casualidad hay un amigo que les abrevie el trámite.
Cuando lo hallan, charlan con él, mandan saludos a la familia e intercambian información confidencial:
cheques, dinero, fichas de depósito… Ninguno de los que atrás esperan resignados puede reclamar nada: se vería vulgar que alguien osara señalar al detestable sujeto que, delante de todos, omitió hacer cola.
Nota:
los yupis aborrecen tomar sitio en la fila.
Cuando no tienen mensajero y deben ir al banco, apelan al gerente y se quitan de problemas.
La cochina publicidad.
Está bien que sí, que la publicidad nos invada en la radio, en la tele, en internet, en la calle, en cualquier revista o periódico.
Así es el rollo en el mercado.
Pero es una grosería que en la puerta de la casa, sin más, aparezcan a diario volantes, sobres promocionales, pegotes, cupones, todos con la fanfarronería de que un producto o servicio es el mejor.
Yo, sistemáticamente, recojo de mi zaguancito esa porquería, la hago bola sin leerla y la mando al basurero.
Corre la misma suerte, incluso, el paquete entero de las compañías que no conformes con echarnos un volante meten treinta en un sobre repleto de fantasías.
¿Qué nadie va a regular esa invasión de anuncios en papelitos? Las empresas deben saber que son molestas y que no tienen derecho a ensuciar así la ciudad, y que, además, sus pícaros repartidores con salario atómico dejan de a tres o cuatro volantes por casa para acabar más pronto su tarea (he llegado a padecer, por ejemplo, seis volantes de una sola promoción:
tres en la puerta principal y tres en la puerta de la cochera; cuando eso pasa, se puede seguir el rastro del repartidor:
los volantitos aparecen regados en varias cuadras seguidas).
Ya de por sí vivimos en una región puerca; no hay que colaborar con más escoria.
La mía no es muy larga, pero creo que enumera algunos ítems merecedores de general reprobación.
Pero no me hagan mucho caso; hagan de cuenta que en vacaciones, sin nada mejor en qué extraviar el seso, rumio en voz alta, como viejillo cascarrabias, mi molestia ante:
Los coches con estéreos ruidosos.
No existe, acaso, escena más vulgar que la producida por un coche que avanza a vuelta de rueda y con la música a todo volumen.
Uno llega a entender, con mucho esfuerzo mediante, eso sí, que naveguen en esa circunstancia varios jóvenes en un solo vehículo, pues el contagio del grupo más o menos justifica su ritual necesidad de escándalo, su espinilludo apetito de sentirse desafiantes y muy machos.
Pero ver a un sujeto solo, frente al volante, con la cumbia o el reguetón o el vallenato o la tambora a todo tren es una de las situaciones más tristes que haya generado la humanidad.
¿Qué es lo que enorgullece a quien conduce el coche y lleva el estéreo al máximo? ¿Cree que se ve soñado?
¿Ignora que su música puede ser (o es) detestable para la gente?
¿Qué le hace pensar que todos desean escuchar la basura que ha elegido en su reproductor ultramoderno?
En este caso, no hay música que se salve: Vivaldi y Mozart, en un estéreo de coche a volumen alto, constituyen igualmente una vulgaridad y equivalen a la banda Cuisillos.
Los gandallas en ventanillas bancarias.
Una de las promesas publicitarias que jamás van a cumplir los bancos mexicanos es la del buen trato al cliente.
Lo tratan bien, cierto, cuando tiene disciplina militar y vive como no se puede vivir en México:
sin sobresaltos económicos, sin recortes laborales, sin sablazos de Hacienda ni mil miserias más.
Como eso no es posible, como la mayoría vive a zozobra vil, los bancos no se preocupan mucho por alentar el buen trato en sucursales.
En las quincenas, sobre todo, crece la afluencia de penitentes y las colas alcanzan tamaños dragoniles.
Esa es ocasión para que aparezcan los gandallas de lugar.
Como no pueden meterse a la brava, buscan hacerse los graciosos, entran al banco echando un ojo a la fila para ver si de casualidad hay un amigo que les abrevie el trámite.
Cuando lo hallan, charlan con él, mandan saludos a la familia e intercambian información confidencial:
cheques, dinero, fichas de depósito… Ninguno de los que atrás esperan resignados puede reclamar nada: se vería vulgar que alguien osara señalar al detestable sujeto que, delante de todos, omitió hacer cola.
Nota:
los yupis aborrecen tomar sitio en la fila.
Cuando no tienen mensajero y deben ir al banco, apelan al gerente y se quitan de problemas.
La cochina publicidad.
Está bien que sí, que la publicidad nos invada en la radio, en la tele, en internet, en la calle, en cualquier revista o periódico.
Así es el rollo en el mercado.
Pero es una grosería que en la puerta de la casa, sin más, aparezcan a diario volantes, sobres promocionales, pegotes, cupones, todos con la fanfarronería de que un producto o servicio es el mejor.
Yo, sistemáticamente, recojo de mi zaguancito esa porquería, la hago bola sin leerla y la mando al basurero.
Corre la misma suerte, incluso, el paquete entero de las compañías que no conformes con echarnos un volante meten treinta en un sobre repleto de fantasías.
¿Qué nadie va a regular esa invasión de anuncios en papelitos? Las empresas deben saber que son molestas y que no tienen derecho a ensuciar así la ciudad, y que, además, sus pícaros repartidores con salario atómico dejan de a tres o cuatro volantes por casa para acabar más pronto su tarea (he llegado a padecer, por ejemplo, seis volantes de una sola promoción:
tres en la puerta principal y tres en la puerta de la cochera; cuando eso pasa, se puede seguir el rastro del repartidor:
los volantitos aparecen regados en varias cuadras seguidas).
Ya de por sí vivimos en una región puerca; no hay que colaborar con más escoria.