viernes, julio 25, 2008
PAÍS SIN LECTORES
Jaime Muñoz Vargas
La noticia ya no lo es:
México no tiene lectores.
La industria editorial (autores, editores, impresores, diseñadores, libreros, etcétera) vive de milagro, en la perpetua invención de mecanismos que alguna vez prendan al ciudadano y lo aten al libro.
Pero el lector se escurre, huye, no se deja atrapar tan fácilmente por la palabra impresa.
¿Para qué leer, se preguntarán muchos, si ese esfuerzo, la información y el solaz que ahí se consigue, puede ser obtenido en la tele, en la radio, en internet, en lo que sea, no en las páginas de un aburrido libro? Además, para qué torturarse las pupilas en ese hábito, si los hechos demuestran que en México no es necesario leer para vivir y ganar dinero, el suficiente al menos para irla llevando, para no morir de inanición.
Un desafío, en realidad, el de crear lectores.
Un inmenso desafío, puesto que la hechura de un lector parece no obedecer a condiciones artificialmente creadas, a decretos, a planes de choque.
Es algo más misterioso, el nacimiento de un lector.
Si el olfato no me engaña, si los años en convivencia con el libro no me mienten, el contagio de la lectura se da en los años decisivos de la infancia y la adolescencia, cuando el cerebro comienza a discriminar entre lo ingrato y lo placentero, entre lo difícil y lo fácil.
Es algo infinitamente más complejo, caprichoso y extraño que eso, por supuesto, pero el asombro inicial se da, creo, en esa etapa, ahí es donde germina el gusto por leer.
La dotación, pues, de una pequeña biblioteca a cada nueva casa popular edificada por el gobierno, medida anunciada ayer por Calderón, no es espuria, y de hecho representa un pasito más en la buena intención de crear lectores.
Ojalá sirva de algo, que encienda en la mente de algunos niños el deseo de leer no sólo los quince o veinte títulos que prometió Calderón, sino más, tantos como los que suponemos debe leer una persona instruida.
El promedio en México es tan bajo, y ha caído tanto durante décadas, que suena utópico alcanzar cotas mediocres.
En efecto, si algún día pasamos de los dos libros al año en promedio (que es donde andaba alguna de las mediciones recientes) a, digamos, seis u ocho, estaríamos aun en un plano ridículo, pero habríamos triplicado o cuadruplicado nuestro actual insumo de libros por cabeza.
¿Y qué son seis u ocho libros leídos al año? Nada para un francés promedio, nada para un alemán, nada para un cubano, nada para un argentino, pero para México sería escandalosamente benéfico, un brinco estabilizador es ese rubro.
El desastre, sin embargo, crece.
Medidas van, medidas vienen, y México no pasa la barrera de los dos libros por cabeza al año. Dos tristes libros por cabeza al año.
Esa es una de las razones en las que se apoyan los editores para, con criterios crudos, ceñidos a las gélidas leyes del mercado, imprimir a mansalva libros que equivalen a nada en términos de contenido, basura a raudales, novedades que son libros, sí, pero como si no lo fueran, pues lejos de ayudar al pensamiento, lejos de afilar las armas del criterio, lo atan, lo someten, lo atornillan al pedestal del saber barato.
Es un tema complejo, digno de atención permanente, personal, y de autocrítica severa.
Antes de atacar al Estado, hay que hacerse a solas algunas preguntas:
¿qué leo? ¿Cada cuando leo? ¿Dónde leo? ¿Para qué leo?
¿A quiénes invito a leer? ¿Con quiénes comparto mi lectura? ¿Compro libros?
¿Creo en ellos? ¿He formado una biblioteca bien surtida?
¿Aprecio como algo valioso (más allá del beneficio económico que produzca) el conocimiento? ¿Respeto a los hombres que hacen arte con las palabras o a los que nos heredan sus conocimientos en los libros? ¿Me gusta ser percibido como buen lector? ¿Regalo libros con alguna regularidad?
Debe haber algo de quijotesco en cada lector.
En lo personal, es un entuerto vivir sin libros.
Nunca entenderé por qué nos escamoteamos esa alegría.
La noticia ya no lo es:
México no tiene lectores.
La industria editorial (autores, editores, impresores, diseñadores, libreros, etcétera) vive de milagro, en la perpetua invención de mecanismos que alguna vez prendan al ciudadano y lo aten al libro.
Pero el lector se escurre, huye, no se deja atrapar tan fácilmente por la palabra impresa.
¿Para qué leer, se preguntarán muchos, si ese esfuerzo, la información y el solaz que ahí se consigue, puede ser obtenido en la tele, en la radio, en internet, en lo que sea, no en las páginas de un aburrido libro? Además, para qué torturarse las pupilas en ese hábito, si los hechos demuestran que en México no es necesario leer para vivir y ganar dinero, el suficiente al menos para irla llevando, para no morir de inanición.
Un desafío, en realidad, el de crear lectores.
Un inmenso desafío, puesto que la hechura de un lector parece no obedecer a condiciones artificialmente creadas, a decretos, a planes de choque.
Es algo más misterioso, el nacimiento de un lector.
Si el olfato no me engaña, si los años en convivencia con el libro no me mienten, el contagio de la lectura se da en los años decisivos de la infancia y la adolescencia, cuando el cerebro comienza a discriminar entre lo ingrato y lo placentero, entre lo difícil y lo fácil.
Es algo infinitamente más complejo, caprichoso y extraño que eso, por supuesto, pero el asombro inicial se da, creo, en esa etapa, ahí es donde germina el gusto por leer.
La dotación, pues, de una pequeña biblioteca a cada nueva casa popular edificada por el gobierno, medida anunciada ayer por Calderón, no es espuria, y de hecho representa un pasito más en la buena intención de crear lectores.
Ojalá sirva de algo, que encienda en la mente de algunos niños el deseo de leer no sólo los quince o veinte títulos que prometió Calderón, sino más, tantos como los que suponemos debe leer una persona instruida.
El promedio en México es tan bajo, y ha caído tanto durante décadas, que suena utópico alcanzar cotas mediocres.
En efecto, si algún día pasamos de los dos libros al año en promedio (que es donde andaba alguna de las mediciones recientes) a, digamos, seis u ocho, estaríamos aun en un plano ridículo, pero habríamos triplicado o cuadruplicado nuestro actual insumo de libros por cabeza.
¿Y qué son seis u ocho libros leídos al año? Nada para un francés promedio, nada para un alemán, nada para un cubano, nada para un argentino, pero para México sería escandalosamente benéfico, un brinco estabilizador es ese rubro.
El desastre, sin embargo, crece.
Medidas van, medidas vienen, y México no pasa la barrera de los dos libros por cabeza al año. Dos tristes libros por cabeza al año.
Esa es una de las razones en las que se apoyan los editores para, con criterios crudos, ceñidos a las gélidas leyes del mercado, imprimir a mansalva libros que equivalen a nada en términos de contenido, basura a raudales, novedades que son libros, sí, pero como si no lo fueran, pues lejos de ayudar al pensamiento, lejos de afilar las armas del criterio, lo atan, lo someten, lo atornillan al pedestal del saber barato.
Es un tema complejo, digno de atención permanente, personal, y de autocrítica severa.
Antes de atacar al Estado, hay que hacerse a solas algunas preguntas:
¿qué leo? ¿Cada cuando leo? ¿Dónde leo? ¿Para qué leo?
¿A quiénes invito a leer? ¿Con quiénes comparto mi lectura? ¿Compro libros?
¿Creo en ellos? ¿He formado una biblioteca bien surtida?
¿Aprecio como algo valioso (más allá del beneficio económico que produzca) el conocimiento? ¿Respeto a los hombres que hacen arte con las palabras o a los que nos heredan sus conocimientos en los libros? ¿Me gusta ser percibido como buen lector? ¿Regalo libros con alguna regularidad?
Debe haber algo de quijotesco en cada lector.
En lo personal, es un entuerto vivir sin libros.
Nunca entenderé por qué nos escamoteamos esa alegría.