sábado, abril 05, 2008
TARAHUMARAS, 15 AÑOS ATRAS
Jaime Muñoz Vargas
El paso del tiempo sigue de travieso con mi asombro. Otra vez, hurgo en papeles viejos, en cajas olvidadas, y encuentro. Encuentro mi pasado, momentos retenidos en cuartillas de viejo cuño, en fotos, en revistas y periódicos archivados no sé por qué extraño vicio de papirófago contraído en mi adolescencia. Ahora, de una cajita arrumbada sale una serie fotográfica que armó Renata Chapa, mi esposa. Son siete imágenes tomadas en agosto del 92. No recuerdo para qué hizo esas fotos ni por qué las acompaña un texto de mi cosecha. El caso es que ahí están los tarahumaras atrapados por el objetivo de una ya extinta Minolta réflex, y ahí está asimismo aquel puñado de palabras mecanuscrito en mi hermosa Olimpia de peculiares tipos (la “a” no es tipográfica, “a”, como en casi todas las máquinas mecánicas de su tiempo —la Remington, por ejemplo—, sino “a” de ojo grande y "colita"). Sé, eso sí, que ni ese texto ni esas fotos, salvo una, fueron nunca publicados.Creo que el ejercicio de rescatar ahora aquellos productos no es ocioso. Me bullen varias preguntas: ¿quiénes son aquellos tarahumaras sin nombre? ¿Dónde andarán ahora? ¿Cómo son en este momento los niños que aparecen en las imágenes? ¿Siguen caminando, como en las fotos, las calles de Chihuahua o ya emigraron a otra parte, a otra parte que puede ser La Laguna? ¿Cuánto tiempo se ha sumado para ellos en tres lustros sin privilegios de ninguna índole?Le doy pues a Nomádica este testimonio doble: algunas imágenes y el texto que exhibe mi prosa de hace quince años:Paradójica, misteriosamente, como separados por un delgado pero indestructible cristal, los tarahumaras habitan las calles de Chihuahua sin mezclarse en definitiva con los tiempos modernos. Una indiferencia sin tregua hay en los ojos de estos indígenas que por hambre, sólo por hambre, se derraman por la ciudad capital con el único objeto de resolver, aunque sea a medias, la elemental necesidad del alimento. Con todo y su incierto bilingüismo, los tarahumaras emigran de la sierra portentosa casi empeñados en desdeñar al chabochi, al hombre blanco que a su vez, al verlos omnipresentes, ubicuos y depauperados, los ignora por lo regular o cuando mucho les alcanza algunas monedas de morralla o un taco de segunda mesa.Hay un tácito acuerdo para ejercer la indiferencia: te ignoro porque me ignoras, me ignoras porque te ignoro. Sólo la pobreza extrema obliga a los tarahumaras a intentar un intercambio de palabras con el opulento chabochi, un intercambio verbal que se reduce a solicitar córima, ese acto del drama que en buen romance viene a significar una ingrata petición de auxilio que en realidad, cuando prospera la insignificante limosna, simboliza, metaforiza en mínima escala una devolución de lo que el hombre blanco, nosotros los chabochis, les hemos robado secularmente ya. Habitantes silenciosos de incómodos albergues —hay 33 en Chihuahua capital— los tarahumaras sólo recibieron de parte del gobierno un terreno ayuno de mayores lujos; los indígenas, con el ingenio básico para la supervivencia, construyen techumbres y hacen pasadera la pequeña edad de los tehueques y de las towisas. En el día vagan los laberintos de la urbe, tocan mezquinas puertas, cruzan apresuradas carreteras, pueblan otro tiempo, más calmoso y sufriente, más resignado y desprovisto de suntuosas apetencias. Los tarahumaras, comunidad indígena en disgregación, viven revueltos entre el vértigo citadino, y aún no se confunden. Aunque lo niegue, el chabochi ha recibido su influjo; lo más notorio está en el habla cotidiana; la “ch” en la fonética es herencia del dialecto autóctono.Las manecillas avanzan, los tarahumaras se debaten entre el orgullo y la miseria; a veces parece que esperan la hora de sus muertes, la hora en que por fuerza se metan en la sangre del chabochi, la hora triste en que el encendido paliacate caiga de la frente que todavía está ahí, estoico y ancestral, secretamente orondo.