sábado, febrero 16, 2008
COLMILLUDA LEY
Jaime Muñoz Vargas
Subo al coche luego de ejecutar, cual sicario gastronómico, unas gorditas bien acá en el Danubio, restaurante sito sobre la avenida Escobedo.Enciendo el motor, meto drive y avanzo despacio, pues las obras que el ayuntamiento de Torreón allí ejecuta, cual sicario del asfalto, no permiten descuidos al volante: unos agujeros como tumbas adornan el lado izquierdo de la vía y los montones de tierra obligan a conducir con suma cautela. Veo un bache asesino y hago un leve zigzag para eludirlo. Miro el retrovisor y el coche que en la oscuridad viene detrás del mío enciende de golpe sus torretas.Llego así a la Colón, que ofrece un rojo en el semáforo. La patrulla se empareja y el señor agente me dice algo así desde su ventanilla: “Buenas noches. Aguas con el zigzag”. Le respondo: “Primero aguas con los baches. Pongan por lo menos un bote con lumbre”. El señor agente sonríe y levanta la mano en son de despedida, el semáforo cambia a verde y la patrulla sigue derecho; doy vuelta en la Colón, hacia el bulevar Independencia. Corro con suerte.La escena que retrato aquí es muy común en la nocturnidad lagunera. Patrullas que merodean, que hacen fintas, que prenden sorpresivamente sus torretas, que emparejan a los coches en los semáforos, que suenan una sola vez y tímidamente su chicharra para ver si algún culpígeno conductor muerde el anzuelo y se detiene. Es pan de todas las noches. Y de todos los días también, pues a cualquier hora uno anda apanicado, huyéndole a los argumentos muchas veces inventados (o injustificados) de los agentes. Este es pan diario de los laguneros.Es cierto que no nos caracterizamos por manejar con propiedad y respeto. Durante décadas, los conductores nos acostumbramos a una ley (la de la selva) en la que sobrevive no el que maneja mejor, no el más cauto, no el que tiene más alcance de vista, sino el que se las ingenia y sabe que con un tostón queda liberado casi de cualquier falta de tránsito. Era urgente, pues, una ley que comenzara a meternos al redil, una ley que nos obligara a respetar normas básicas de convivencia coche a coche, una ley que pensara en los ciclistas, en los motociclistas y, sobre todo, en los peatones. Todo eso está bien, dicho esto a reserva de ver con lupa cuáles incisos de la nueva normatividad de veras han sido planteados con razón y cuáles no, además de los que pueden faltar. En este sentido, la nueva ley (que aspira a parecer de primer mundo) no repara en las limitaciones físicas de este municipio, en las fallas infraestructurales de las que adolece (adolecer en el sentido de padecer, no en el erróneo de carecer), de manera que su espíritu (el de esa ley) no corresponde con el cuerpo de ranchería que Torreón todavía acusa en muchos vialidades.Otro detalle: sabida la ancestral capacidad que tienen nuestros agentes para clavar los incisivos, la nueva ley es como un trampolín a la mordida, como bien lo señaló en una carta (lunes 11 de febrero) el señor Sergio Ceniceros. Porque el mito de “la cuota”, del tequiliú, no es tan mito, y la entradita de la mordida, ya escalada, hace sumas enormes que no tienen parangón con los sueldos. Poquiterísimamente, si un oficial pepena a diario 500 pesos de mordidas, son 15 mil pesos al mes. ¿Cuántos agentes hay? Imaginemos sólo veinte: 300 mil pesos sólo por dos decenas de agentes. Por supuesto que ha sido y será negocio, de ahí que el rigor deba ser parejo (como no lo es en este momento). La nueva ley da la impresión de que nomás es para los ciudadanos. Luego seguimos con este asunto y con aquellas jugosas multiplicaciones.
Subo al coche luego de ejecutar, cual sicario gastronómico, unas gorditas bien acá en el Danubio, restaurante sito sobre la avenida Escobedo.Enciendo el motor, meto drive y avanzo despacio, pues las obras que el ayuntamiento de Torreón allí ejecuta, cual sicario del asfalto, no permiten descuidos al volante: unos agujeros como tumbas adornan el lado izquierdo de la vía y los montones de tierra obligan a conducir con suma cautela. Veo un bache asesino y hago un leve zigzag para eludirlo. Miro el retrovisor y el coche que en la oscuridad viene detrás del mío enciende de golpe sus torretas.Llego así a la Colón, que ofrece un rojo en el semáforo. La patrulla se empareja y el señor agente me dice algo así desde su ventanilla: “Buenas noches. Aguas con el zigzag”. Le respondo: “Primero aguas con los baches. Pongan por lo menos un bote con lumbre”. El señor agente sonríe y levanta la mano en son de despedida, el semáforo cambia a verde y la patrulla sigue derecho; doy vuelta en la Colón, hacia el bulevar Independencia. Corro con suerte.La escena que retrato aquí es muy común en la nocturnidad lagunera. Patrullas que merodean, que hacen fintas, que prenden sorpresivamente sus torretas, que emparejan a los coches en los semáforos, que suenan una sola vez y tímidamente su chicharra para ver si algún culpígeno conductor muerde el anzuelo y se detiene. Es pan de todas las noches. Y de todos los días también, pues a cualquier hora uno anda apanicado, huyéndole a los argumentos muchas veces inventados (o injustificados) de los agentes. Este es pan diario de los laguneros.Es cierto que no nos caracterizamos por manejar con propiedad y respeto. Durante décadas, los conductores nos acostumbramos a una ley (la de la selva) en la que sobrevive no el que maneja mejor, no el más cauto, no el que tiene más alcance de vista, sino el que se las ingenia y sabe que con un tostón queda liberado casi de cualquier falta de tránsito. Era urgente, pues, una ley que comenzara a meternos al redil, una ley que nos obligara a respetar normas básicas de convivencia coche a coche, una ley que pensara en los ciclistas, en los motociclistas y, sobre todo, en los peatones. Todo eso está bien, dicho esto a reserva de ver con lupa cuáles incisos de la nueva normatividad de veras han sido planteados con razón y cuáles no, además de los que pueden faltar. En este sentido, la nueva ley (que aspira a parecer de primer mundo) no repara en las limitaciones físicas de este municipio, en las fallas infraestructurales de las que adolece (adolecer en el sentido de padecer, no en el erróneo de carecer), de manera que su espíritu (el de esa ley) no corresponde con el cuerpo de ranchería que Torreón todavía acusa en muchos vialidades.Otro detalle: sabida la ancestral capacidad que tienen nuestros agentes para clavar los incisivos, la nueva ley es como un trampolín a la mordida, como bien lo señaló en una carta (lunes 11 de febrero) el señor Sergio Ceniceros. Porque el mito de “la cuota”, del tequiliú, no es tan mito, y la entradita de la mordida, ya escalada, hace sumas enormes que no tienen parangón con los sueldos. Poquiterísimamente, si un oficial pepena a diario 500 pesos de mordidas, son 15 mil pesos al mes. ¿Cuántos agentes hay? Imaginemos sólo veinte: 300 mil pesos sólo por dos decenas de agentes. Por supuesto que ha sido y será negocio, de ahí que el rigor deba ser parejo (como no lo es en este momento). La nueva ley da la impresión de que nomás es para los ciudadanos. Luego seguimos con este asunto y con aquellas jugosas multiplicaciones.