miércoles, noviembre 28, 2007

 

SOY BONAVENA

Jaime Muñoz Vargas
El cuento es, dicen, un género que ya entrado el siglo XXI “no vende”. Sin embargo, su destreza de flecha que busca enterrarse en el centro del blanco ha dado las mejores páginas de la literatura latinoamericana. El cuento y el boxeo se unieron en páginas como “Torito” o “La noche de Mantequilla”, de Julio Cortázar, o “Negro Ortega”, de Abelardo Castillo, y se reúnen en este texto inédito hasta hoy del mexicano Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964), que Noticias & Protagonistas publica a días de haberse cumplido el 29º aniversario de la muerte del gran Ringo Bonavena.
Pongámonos de acuerdo, memoria , y más ahora. Pongámonos de acuerdo y no me dejes perdido en esas lagunas que se me abren dentro de la cabeza por los tantos golpes. Sí, mucho se me olvida, claro, se fuga a ratos lo que debo recordar y me quedo como extraviado en el tiempo y en el espacio. Se me olvida a veces lo más sencillo, como cuando voy de un cuartito a otro para buscar el peine o los huaraches de bañarme, se me olvida encender el Delicados y por eso me cuelga en la jeta media hora, nomás bailando mientras hablo, sin humear. Si se me olvida eso se supone que se me debe olvidar lo otro, lo viejo, lo importante, como la pelea contra el Negro Palomino, aquella que hizo ruido en Gómez y que celebramos, jamás lo olvido, el 17 de septiembre del 68. Esa pelea la tengo bien protegida, clarita en el recuerdo, pues aquel día fue y será, carajo, el más importante de mi vida, la canija vida que ahora se me está apagando.
Antes de esa fecha yo ya había construido mi cartel, mi fama por estos rumbos de sol y polvo. Nunca pasé las fronteras del estado, pero puedo decir que hice mi borlote en la región, que durante dos o tres años fui el peleador más respetable de por acá. No es mucho para presumir, carajo, pero otros no tienen nada, y yo tengo aquello, la pelea contra el Negro Palomino que muchos recuerdan como si hubiera ocurrido ayer, carajo. Como si hubiera ocurrido ayer la recuerdan, y yo también la recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, como si ayer hubiera ocurrido.
Cómo no recordar, carajo, si fue un peleón de aquellos que ya no se dan ni aunque se mueva la millonada de dolarucos. Llegué a ese pleito con foja impresionante: quince de quince, todas por la vía del cloroformo. Carajo, estaba en esos tiempos hecho un palito así de flaco y lleno de músculos, más duro que una pared, sin un gramo de grasa. Tenía veinte años, una madre pobre y sola que rezaba por mi seguridad y dos chamacas que se disputaban mi prestigio. Qué tiempo aquel, carajo, qué tiempo, qué tiempazo.
La cara con la que vine al mundo era inmejorable para el box. Sobre todo se me veía, dijeron los expertos de la localidad, en los ojos chinos y como jalados hacia abajo, como los del famoso Kid Azteca. Más adelante vi en una foto que mis ojos eran igualitos, pero en peso mosca, a los de Ringo Bonavena. Óscar Bonavena, así se llamaba el argentinote aquel, un monstruo que se batió contra Cassius Clay en el Madison, nomás en el Madison Square Garden, casi nada. Y que me perdonen los que no me quieran perdonar y me sientan algo presumido, pero el pleito de Clay contra Bonavena yo la anuncié con dos años de anticipación, y allí tengo los recortes de periódico para probarlo. Nadie o casi nadie en el mundo se dio cuenta, carajo, pero yo sé que mi pelea contra el Negro Palomino fue una especie de anuncio, de anticipación, como la bola mágica donde en chiquito se ve veía al Negro Palomino contra Orlando Bazooka Ramírez, o sea yo, en carnicero agarrón sobre la lona del Auditorio Municipal de Torreón, lo que lueguito sería, con alguna pequeña diferencia, la de Clay contra Ringo en el Madison. Qué pelea, damas y caballeros, qué pelea. De esas que los fanáticos de la localidad, los viejos, sirve aclarar, todavía me recordaban treinta años después, cuando los topaba por ahí. Eh, Bazooka, fabulosa la pelea contra el Negro Palomino. Campeón, no olvido la guerra contra el Negro. Qué tal, Bazooka, todavía se oyen los chingadazos de su bárbaro match contra aquel prieto. Así me decían. Claro, sólo se acordaban los viejos, pero con eso me bastaba. Ir por la calle silbando un bolerito y de repente eh, campeón, y un guiño y el puño izquierdo apretado para saludarme. Cuando eso pasaba llegaba yo al jonuco y ni me acordaba de la pobreza, de los tiliches rotos, del hambre que a veces sí me pegaba de a feo en el abdomen sin pipirín de calidad ni suficiente.
Me dedicaba a pepenar latas de aluminio en las basuras, de casa en casa y afuera de las cantinas y los restaurantes. Con mi costal en el lomo iba llenando de botes mi futuro de cada día, y en el paso de esas mañanas y de esas tardes no faltaba el desconocido que me gritaba ei, amigo Bazooka, hermosa la pelea contra el Negro Palomino. Carajo, palabras como esas me tumbaban el cansancio y el hambre al menos un par de horas, y así, vague y vague por Gómez Palacio, de cuadra en cuadra, de basural en basural, iba con mi costalito metiendo latas que después negociaba en el depósito de fierro viejo donde me las compraban a cinco miserables pesos por un kilo. No salía nomás que para lo mismo todos los días, veinte pesos, quince, a lo mucho treinta en los mejores momentos de la pepena, luego de los días festivos en los que la gente acostumbra beber mucha cerveza y dejar botes de aluminio en sus desechos. Donde a veces me iba mejor, aunque mejor es un decir, era afuerita de las cantinas, pero allí la basura siempre la rapiñaban muchos cabrones malnacidos.
El caso es que en Gómez todavía se recordaba mi faena del 17 de septiembre del 69, cuando trepé al encordado como retador al título de la región luego de establecer marca de quince pleitos sin derrota. La gente me quería, lo sé, porque peleamos en Torreón y el campeón era de allá, de la ciudad rica, y pese a eso me alentaron. Por aplausos a mi favor no pude quejarme, pues medio Gómez se dejó ir al Auditorio para verme en ese match. Carajo, qué pelea. Entrené dos meses sin parar, comí bien y hasta logré convencer a la jefecita de que me apoyara. Le dije amá, écheme la mano y rece, rece porque si gano esta pelea me caen después las bolsas que nos den hasta para una casa propia de nuestra absoluta y entera propiedad. Entonces mi mamá me dijo que sí, que les rezaría a San Cayetano y a San Judas, patronos de las misiones imposibles, con la humilde petición de que yo liquidara al Negro Palomino.
Por ese lado yo quedé muy satisfecho. Mamá estaba de mi lado, con miedo por mi salud pero muy de mi lado. Me preparaba mi verdurita, mi carnita sin grasa, mis frijolitos sin tortilla para no sumar kilos de oquis, y rezaba. Yo iba al gimnasio y me dejaba guiar por don Sacramento, sube la guardia, abdominales, sombra, pera-loca, cuerda, costal, puro sudar y sudar, puro tirar ganchos y jabs y upers para llegar al cuadrilátero del Auditorio como maquinita. Qué tiempos. En las noches medio me desvalagaba un poco para caerle a Minerva o a Susana, o a las dos de un jalón, pues aun no decidía con cuál mera me iba a quedar en caso de que llegaran los billetes grandes. El asunto es que así como ahora me ven con el costal de latas y esculcando en los botes de basura, en aquellos días hasta el periodismo me daba las vueltas de vez en vez. Salí en el periódico retratado y en entrevistas dije que mi preparación era muy buena, que me estaba alistando lo mejor posible para darle en la maceta al Negro Palomino. También al Negro lo entrevistaban y decía lo mismo, que se estaba preparando muy bien para darle en la maceta al Bazooka Ramírez, o sea a mí. Eso era parte del espectáculo, era show para calentar el ambiente, para llenar la arena. Aunque no se necesitaba mucho gritar en los periódicos porque la gente estaba interesada así nomás. El Negro tenía su cartel, era campeón regional y tenía cinco defensas sin derrota; algunos hasta decían que nadie le podía ganar. Pero a mí me cayó la oportunidad de aspirar a su fajín, y me metí al gimnasio las horas de las horas sólo para llegar hecho una panterota, más preparado que en mis anteriores pleitos. Ya no iba a ser igual; les había ganado a taxistas, a policías, a yeseros metidos al pugilismo para hacerse de un quintito extra, pero el Negro Palomino sólo se dedicaba a los golpes, y no por nada era el dueño regional del cinto minimosca.
Llegó pues el día del combate y el Auditorio tronó por el gentío. Supe después que la reventa de boletos estuvo al tope y que mucha gente se quedó afuera del local, oyendo por radio las incidencias del pleitazo. Eso fue el 17 de septiembre del 68. El Negro subió en su peso exacto, y yo pues qué puedo decir de mí que no parezca elogio: iba como navaja de rasurar, con la mejor preparación de mi vida y con los mejores rezos de mi madre. Don Sacramento me dio la indicación de que lo mantuviera a distancia con los jabs, y eso quise hacer, pero mi tendencia era no dar jamás un paso en reversa, ir adelante como perro, bazookeando, bazookeando. El pleito fue pactado a doce asaltos, y nadie esperaba que llegara al final pues había demasiada pólvora en los puños de ambos púgiles. El caso es que me sentí bien, pegándole al Negro de vez en vez, haciendo que en ocasiones se viera mal; pero el canijo Negro era muy rápido de pies y de manos, y para conectarlo había que poner todo el relámpago en los puños. Los rounds se fueron yendo poco a poco, y en el octavo imaginé que las tarjetas de los jueces andarían empatadas, y si era así, tablas, no me darían el gane en caso de llegar a decisión. Así que le metí fibra y en el noveno ocurrió lo maravilloso: con un bonito golpe mandé al Negro a probar lona con el culo, y eso me puso adelante en el conteo. Me sostuve en forma el diez y el once, pero en el último episodio me quedé sin galleta, se me vino encima el pinche Negro y me tumbó tres veces hasta que el referee detuvo la pelea. Knock out técnico, determinó el de blanco, mientras la gente de Torreón ladraba de alegría en el Auditorio.
Pese a la derrota, la gloria me esperaba en Gómez, donde me sobraron los piropos. Un periodista, lo recuerdo, me dijo qué güevos, Bazooka, qué güevos, usted es el único que ha tumbado al méndigo Negro. Fue una derrota que me supo alguito a triunfo, pues. Pasaron dos años y el 7 de diciembre de 1970, en el Madison de Nueva York, le fue igual a Bonavena contra el negro Clay. Igual Ringo, aunque no tumbó a Clay, se mantuvo firme toda la ruta, igual Ringo cayó tres veces en el último, igual el argentino rasguñó los talones de la consagración, igual el pobre se quedó a pocos milímetros del paraíso.
Pero digo que soy Bonavena por los pleitos casi idénticos del Auditorio Municipal de Torreón y del Madison Square Garden, sí, pero más porque ahora, recogiendo aluminio afuera del Bar Mustang, un hijo de puta me robó el costal con latas y antes me dejó ir hasta el fondo de las tripas, tres veces, algo así como un inesperado picahielo. Sea lo que sea, la sangre me sigue escurriendo por los dedos que intentan hacer tapón, no puedo gritar, sigo ovillado, es de noche y mientras muero o mientras siento que muero no me queda otra, pienso que soy Óscar Natalio Bonavena, que de veras, más que nunca, soy Ringo Bonavena, el Bazooka Bonavena de Gómez Palacio.





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