martes, octubre 09, 2007
EL PECADO DE FOX
Gerardo Hernández G.
El PAN no ha logrado que la sociedad lo diferencie del PRI como gobierno, por su incapacidad para comunicarlo. Se lo comenté al entonces senador Jorge Zermeño, cuando la presidencia de Fox empezaba a causarle al país sus primeras decepciones. "En los grandes temas", le decía, "la gente no percibe cambios sustanciales entre un gobierno y otro". Su respuesta, invariablemente, era la misma: "Es difícil modificar la percepción ciudadana después de setenta años de haber sido gobernados por un solo partido". En parte, tenía razón. El país se acostumbró a un partido dominante, donde todo mundo marchaba al ritmo que el presidente marcaba: el Congreso, la Corte, los gobernadores, la mayoría de los medios de comunicación… "Ni el PAN ni el presidente", replicaba Zermeño, "pueden llegar y hacer lo mismo que el PRI y sus presidentes". Sin embargo, visto el sexenio de Fox, descubrimos que en algunos casos la imitación fue posible, aunque a menor escala. Por lo mismo, la andanada contra el ranchero de San Cristóbal se toma en algunos sectores como venganza política. Zedillo y Fox pasarán a la historia de la mano. El primero por haber impedido un fraude, parecido al de 1988, para imponer a Francisco Labastida. El segundo, por "haber echado al PRI de Los Pinos", aunque ese mérito le corresponde más a los votantes. Motivos suficientes para concitar enconos. En lugar de exaltar a Zedillo como estadista y uno de los artífices de la transición mexicana por medios civilizados, el PRI duro y dinosaurio lo tacha de traidor, como si acatar el juicio de las urnas fuese un acto abominable y no obligación jurídica, producto de una expresión democrática. Fox falló en muchas cosas. Más allá de su incuria, cuyo grado iguala en promedio al de la mayoría de los mexicanos, y de su ingenuidad, fracasó en uno de los temas más sensibles: la lucha contra la corrupción, eje del discurso panista contra el PRI y sus gobiernos. La manga ancha que dio a los hijos de su segunda esposa y el protagonismo de ella misma lastraron su gobierno. En sus manos estaba evitar esas conductas, pero las toleró a costa de la investidura y de su prestigio personal. En el trayecto de Torreón a Parras, en el marco de su campaña, le pregunté, en presencia de la señora Sahagún, quien fungía entonces como coordinadora de prensa, "¿Qué papel debían jugar en el futuro las primeras damas en México?", a propósito del libro de Sara Sefcovich "La suerte de la consorte". "El que ellas quieran", respondió. "¿Así sea político?". "¡Claro! Ahí tienes a la Hillary". No hay punto de comparación, pero bueno. Fox hizo en campaña lo que todos los candidatos: promesas, promesas, promesas: resolver Chiapas en un cuarto de hora, un millón de empleos anuales, pesca mayor de corruptos… En contraste, uno de sus mayores aciertos fue el de la transparencia. Hoy se le censura no por su actuación, criticable y acaso punible en algunos aspectos, sino por su aporte al triunfo de Calderón. López Obrador no se lo perdona.
El PAN no ha logrado que la sociedad lo diferencie del PRI como gobierno, por su incapacidad para comunicarlo. Se lo comenté al entonces senador Jorge Zermeño, cuando la presidencia de Fox empezaba a causarle al país sus primeras decepciones. "En los grandes temas", le decía, "la gente no percibe cambios sustanciales entre un gobierno y otro". Su respuesta, invariablemente, era la misma: "Es difícil modificar la percepción ciudadana después de setenta años de haber sido gobernados por un solo partido". En parte, tenía razón. El país se acostumbró a un partido dominante, donde todo mundo marchaba al ritmo que el presidente marcaba: el Congreso, la Corte, los gobernadores, la mayoría de los medios de comunicación… "Ni el PAN ni el presidente", replicaba Zermeño, "pueden llegar y hacer lo mismo que el PRI y sus presidentes". Sin embargo, visto el sexenio de Fox, descubrimos que en algunos casos la imitación fue posible, aunque a menor escala. Por lo mismo, la andanada contra el ranchero de San Cristóbal se toma en algunos sectores como venganza política. Zedillo y Fox pasarán a la historia de la mano. El primero por haber impedido un fraude, parecido al de 1988, para imponer a Francisco Labastida. El segundo, por "haber echado al PRI de Los Pinos", aunque ese mérito le corresponde más a los votantes. Motivos suficientes para concitar enconos. En lugar de exaltar a Zedillo como estadista y uno de los artífices de la transición mexicana por medios civilizados, el PRI duro y dinosaurio lo tacha de traidor, como si acatar el juicio de las urnas fuese un acto abominable y no obligación jurídica, producto de una expresión democrática. Fox falló en muchas cosas. Más allá de su incuria, cuyo grado iguala en promedio al de la mayoría de los mexicanos, y de su ingenuidad, fracasó en uno de los temas más sensibles: la lucha contra la corrupción, eje del discurso panista contra el PRI y sus gobiernos. La manga ancha que dio a los hijos de su segunda esposa y el protagonismo de ella misma lastraron su gobierno. En sus manos estaba evitar esas conductas, pero las toleró a costa de la investidura y de su prestigio personal. En el trayecto de Torreón a Parras, en el marco de su campaña, le pregunté, en presencia de la señora Sahagún, quien fungía entonces como coordinadora de prensa, "¿Qué papel debían jugar en el futuro las primeras damas en México?", a propósito del libro de Sara Sefcovich "La suerte de la consorte". "El que ellas quieran", respondió. "¿Así sea político?". "¡Claro! Ahí tienes a la Hillary". No hay punto de comparación, pero bueno. Fox hizo en campaña lo que todos los candidatos: promesas, promesas, promesas: resolver Chiapas en un cuarto de hora, un millón de empleos anuales, pesca mayor de corruptos… En contraste, uno de sus mayores aciertos fue el de la transparencia. Hoy se le censura no por su actuación, criticable y acaso punible en algunos aspectos, sino por su aporte al triunfo de Calderón. López Obrador no se lo perdona.